jueves, 31 de diciembre de 2009

Liliana Lozano: La radio es un medio que nos permite el ejercicio de la imaginación




Foto de José Antonio Rosales






ÓRGANO DE LO IMAGINARIO


Obligada al lenguaje verbal, desnuda de ademán y gesto; inválida de expresión corporal, oculta a la complicidad de las sonrisas y de las miradas, la radio es un medio de comunicación que desafía la imaginación.

Eso nos hace pensar Liliana Lozano, directora de Universitaria 104, 5, emisora de la Universidad de Carabobo, cuando dice que el gran valor de este medio es, precisamente, el de ser “el único que permite, después de la lectura, el ejercicio de la imaginación”.

Y, a pesar de esta economía de recursos expresivos, la radio es próxima y cálida, como la voz de Liliana, porque aun siendo puro sonido, cada palabra dicha por ella, está impregnada de emociones y vivencias.

“Cada medio tiene su lenguaje, dice, y el de la radio se caracteriza por darle preponderancia a la descripción. Se necesita que quien escucha pueda aprehender lo que se le está comunicando, y eso pasa por acicatear la imaginación y la fantasía. Por lo tanto, el mensaje, aunque directo, debe ser sugerente. Recordemos que quien oye radio se mueve en distintos escenarios -la oficina o la casa-, con nuestra voz de fondo como única compañía”.

-El que comunica construye puentes manejando emociones; por lo tanto, para todo comunicador, nada humano puede serle ajeno. Debe interesarle todo, pues el público al que se dirige tiene intereses diversos. Debe gustarle el contacto humano, pues es, ese contacto el que le va a proporcionar los denominadores comunes de la gente: Todos queremos ser felices, queremos amar, queremos que nos vaya bien en la vida; es decir, a los seres humanos nos mueven las mismas cosas; así como las grandes tragedias, los pequeños actos cotidianos. El comunicador no hace otra cosa que convertirse en una suerte de vaso comunicante, utilizando el conocimiento de esa información”.

Ya el propio semiólogo francés, Roland Barthes, lo había advertido: el sonido de la voz le da materialidad al cuerpo, y aunque estamos invadidos por las imágenes, nuestra civilización es una civilización de la palabra. Barthes fue quien nos dio la clave anticipada de por qué la palabra hablada adquiriría la fuerza que ha hecho de la radio uno de los medios más competitivos: "la voz es un órgano de lo imaginario".



EL TONO DE LA VOZ


En la radio no hay masas uniformes sino suma de grupos y voluntades, por eso quien trabaja en la radio, además de valerse de las palabras y construcciones gramaticales, define un especial tono de voz. Y en el caso de Universitaria 104, 5, nos referimos a una particular forma de expresión. A diferencia de la prensa, donde la frase puede ser vuelta a leer, y de la televisión, donde la imagen soporta y hasta desplaza al verbo, en la radio “sólo” se puede trabajar con las palabras, la música y los sonidos.

“Las técnicas para el manejo de la voz en radio, afirma Liliana Lozano, tienen un denominador común con la actuación y el canto. Quien se propone trabajar en este medio debe asomarse a la ventana del canto y ubicar qué voz tiene, para saber qué tono va a dar. Esto nos indica cuáles son nuestras fortalezas y debilidades. Del reconocimiento de esas cualidades, cada uno puede hacer una cosa diferente con su voz, y cada uno puede trabajar esa voz con aquello que necesite mejorar. Una vez que sabemos de qué voz somos dueños, debemos aprender a colocarla para sacarle el máximo provecho. La colocación de la voz, el tono, las pausas, los silencios, son distintos de acuerdo a cada trabajo radial. La equilibrada combinación de los diferentes elementos, puede hacer que quien nos escuche no cambie el dial. Es tan sencillo que te cambien, pues es tan alta la oferta. Por eso es necesario, también, ser espejo de lo que ocurre afuera”.

Esto, inevitablemente, ha conducido a que Universitaria 104, 5 haya desarrollado su propia voz. Una voz que ha sembrado en el oyente universitario la posibilidad de convertirse, más que en un receptor, en un interlocutor, que recrea, evoca, usa y hace “cosas” con las palabras que escucha. Dando como resultado un radioescucha integrado al “nosotros” que es hoy en día la emisora de la Universidad de Carabobo.

“Todo lo que somos y hemos sido se encuentra en ese decir que nos transparenta y nos descubre a los ojos de los demás -piensa Liliana-, y al oírnos allá afuera, pueden averiguar quiénes somos, de dónde venimos, cómo actuamos, qué tememos, qué admiramos”.

RADIO UNIVERSITARIA


Quizás uno de los postulados más importantes que comparte toda radio universitaria sea el de aportar en la construcción de una cultura común de los ciudadanos, fortaleciendo su nivel educativo y cultural y estimulando el flujo de información científica y tecnológica, además de informar y entretener con pluralidad e independencia.

“Nada te puede dejar indiferente, afirma Liliana Lozano. No puede haber prejuicios. Debemos ser capaces de ponernos en el lugar del otro. Y nunca perder la capacidad de asombro y la curiosidad. Nuestro cuerpo todo, debe convertirse en un instrumento de comunicación. No es solamente el rigor de lo académico, sino lo que somos verdaderamente: los libros que hemos leído, las películas que hemos visto, lo que hemos amado, lo que hemos viajado. Porque en algún momento pueden comenzar a pesar los libros que no nos hemos leído, las películas que no hemos visto, lo que hemos dejado de hacer, es decir, nuestras carencias”.

“Tenemos que asumir la comunicación como un acto integral, nos debe interesar todo. Debemos ser capaces de reconocer el auditorio para escoger los temas. Y no creo que sea necesario trivializar el discurso para llegarle a la gente. Este es un trabajo que exige nuestra conciencia como educadores en el más amplio sentido de la acepción. Cuando nos plantamos delante de un micrófono, nos convertimos en modeladores de la conducta de la gente, pues anteponemos lo que es más sagrado para un comunicador, es decir, la credibilidad”.

“La radio no es solamente una cajita de música. La gente quiere que le hables, la gente quiere escuchar. En este momento en el que todo no los dan digerido, en que todo está hecho, la radio sigue siendo el único medio que nos permite el ejercicio de la imaginación”.

jueves, 17 de diciembre de 2009

Adriano González León: lector es el que no le tiene miedo a las sorpresas del lenguaje


Foto de José Antonio Rosales.


Aunque es un nombre admirado y respetado por su novela País portátil, Premio Biblioteca Breve, Ediciones Seix Barral de Barcelona, España, 1968, Adriano González León, tuvo sus inicios en la narrativa venezolana con memorables títulos de cuentos como Las hogueras más altas (1959), Asfalto-Infierno (1963) y Hombre que daba sed (1967). Sin embargo, es cierto que fue País portátil, el libro que lo colocó al lado de los grandes escritores del “boom latinoamericano”.
La entrevista publicada, fue producida con ocasión de la Feria Internacional del Libro de la Universidad de Carabobo en el año 2006, y fue la última presentación del autor en tierras carabobeñas antes de su muerte. Entonces, inauguró el pregón de apertura en los espacios de la feria, en nombre de los escritores venezolanos, y del amor profesado a los libros, a la lectura, al lector.



Adriano González León, el escritor venezolano cuya creación literaria levanta vuelos y revuelos extraordinarios a sus 75 años, hizo la primaria y la secundaria en su tierra natal, Valera, estado Trujillo. Allí -cuenta-, despertó su vocación por la literatura y por el oficio de escribir: “Muy temprano…creo que desde la primaria. En el Colegio Salesiano había un grupo de lectura propiciado por el padre Rota y nos reuníamos los sábados para leer a Julio Verne y otros escritores de esa tónica. Después, ya liceísta, fui a la Biblioteca Municipal y era el único muchacho a quien permitían leer libros para adultos. Allí sorprendí a Balzac…Dostoievsky…” En la Universidad Central de Venezuela obtiene el título de abogado, pero el ejercicio del Derecho no le supuso impedimentos a su poderosa inclinación literaria. Tal militancia, lo llevó a ser miembro fundador del Grupo Sardio, agrupación integrada por escritores y artistas plásticos, que a la caída del dictador Marcos Pérez Jiménez, entre 1958 y hasta 1961, editaría la revista homónima, señalada por su compromiso político revolucionario y la difusión de escritores de todo origen. Esa misma vocación lo había llevado en 1956 a ganar el segundo premio en el concurso de cuentos que anualmente celebra el diario El Nacional, con el cuento El Lago. Al año siguiente aparece su primer libro de cuentos: Las hogueras más altas, recibida por la crítica con significativos elogios. La acogida es tan ampliamente favorable, que merece los honores de una segunda edición preparada en Buenos Aires, Argentina, con prólogo del famoso escritor guatemalteco Miguel Ángel Asturias, años después Premio Nóbel de Literatura. Este acontecimiento, que puede considerarse, como lo fue en efecto, un gran impulso, proyecta el nombre de Adriano González León por toda América. En Caracas se le otorga entonces, por este trabajo, que es leído con entusiasmo, el Premio Municipal de Prosa en 1958. De este momento en adelante la producción del escritor trujillano no se interrumpe.


-Cuando está en el proceso de escribir, Adriano, ¿se retroalimenta con la lectura de otros autores? ¿Piensa en el lector?


-“Pienso en mis recuerdos…comienzo y dejo que las sensaciones entren con las palabras. Estas son la esencia de la escritura. Las anécdotas cuentan, pero en segundo lugar”.


En 1963 había dado a la imprenta, en colaboración con el pintor Daniel González, el libro Asfalto-Infierno, recibido, como todas las producciones suyas, con la aceptación no sólo de la crítica, sino de los lectores con que cuenta dentro y fuera del país. Posteriormente es nombrado Primer Secretario de la Embajada de Venezuela en la República Argentina, en donde adquiere vinculaciones valiosas. De vuelta a Venezuela figura como profesor de la Facultad de Economía de la Universidad Central y es de los animadores del Techo de la Ballena, asociación de jóvenes pintores, escultores y poetas que tratan de buscar un nuevo camino para su quehacer intelectual.


-Adriano, al cabo de todos estos años, qué significa para usted ser un escritor, y, además, qué es ser un lector.


-“Yo todavía no sé quién soy. Lector es el que no le tiene miedo a las posibles sorpresas poéticas del lenguaje”.


Sin embargo, con País Portátil, Premio Biblioteca Breve, Ediciones Seix Barral de Barcelona, España, en 1968, González León se colocó, primero, al lado de los grandes escritores del boom latinoamericano, y después, él mismo, como uno de los escritores emblema de Venezuela, maestro del lenguaje.


-Adriano, ¿a cuáles de sus contemporáneos, en edad e intereses literarios, se siente más vinculado; a quiénes lee y a quiénes no, y por qué?


-“Estoy vinculado a todos los que han pasado por las ofertas de la vanguardia y han hecho de la poesía o la narrativa un asunto universal”.


Pues la literatura es la gran pasión en la vida de este venezolano, que dice que “el idioma es por sí sólo un contenido, es una anécdota y una verdad. Cada palabra cuenta y puede contar por sí sola una historia, si el lector tiene imaginación. Las palabras están llenas de emociones, de paisajes y de vidas interiores que el lector puede construir”.


-¿Cree, como se ha dicho, que la lectura es una gran enemiga del poder?


-“Es probable, a juzgar por la orfandad mental de los actuales gobernantes”.


Un libro, para González León, se abre a la lectura individual, a la intimidad con el otro, pero un lugar donde se alojan los libros puede de pronto transformarse en lugar de reunión, espacio que convoca a compartir en silencio, en templo para la búsqueda. Pues los libros no son sólo palabras ordenadas, plasmadas en un papel. Los libros tienen el alma de quien los escribe plasmado en ellos. Razón por la cual los libros pueden ayudar a crecer, a vivir, a imaginar. Son la fuerza omnipresente que nos vincula a un mundo en otra dimensión, y como evidentemente cada quien tiene una realidad distinta, cada libro es captado de acuerdo a esa condición.


-Conforme a su experiencia, Adriano, ¿cuál es la relación que se establece entre el comportamiento de los lectores y el movimiento editorial en Venezuela?


-“Muy difícil. Creo que ferias como la de la Universidad de Carabobo, pueden contribuir al diálogo. Es menester estimular la elección de los textos. El lector medio es muy flojo. Está muy dañado por el espectáculo y el facilismo. Quiere que le digan lo que ya sabe”.


Y a pesar de las iniciativas editoriales que se han impulsado, a través del Ministerio de la Cultura, el autor no dudó en calificar a Venezuela como 'un país de analfabetas'.


-¿En qué condiciones cree usted que se encuentra el lector venezolano?


-“En pésimas condiciones, comparado con lectores de otros países latinoamericanos como Colombia, México o Argentina”.


Por ello lo que le molesta en la actual literatura que se vende exitosamente -los grandes libros no tienen éxito espectacular de ventas-, es la pobreza en el léxico, la ínfima imaginación, la banalidad y el facilismo con que se pretende gustar al gran público. “Creo que en ninguna otra época, el entronque con la necedad ha sido tan exacto, sobre todo con el auge de los medios electrónicos”.


-¿Qué lecturas cuestiona, y cuáles recomienda?


-“Cuestiono los llamados libros de ayuda y los best-sellers”.


-¿Quiénes son más peligroso, los libros o los lectores?


-“Aquí en Venezuela no hay peligro. La gente en su mayoría lo único que lee son la Gaceta Hípica y las revistas de modas”.



Adriano González León después de Viejo
Dios a los treinta y siete y contrito a los setenta, Adriano González León (Valera, 1931), torció su historia personal contando la historia de un país. Lleno de sed, su primera novela, País Portátil, le proporcionó todos los sorbos de gloria que el cuerpo le reclamaba, y gracias al éxito alcanzado en 1968 con este libro descomunal (obtuvo el Premio Biblioteca Breve de la Editorial Seix Barral, de Barcelona, España), Adriano se instaló en la marquesina donde se colocan los nombres de aquellos que se mueven con zancos a través del tiempo. Desde aquel momento Adriano, - permítaseme que lo llame Adriano -, tomó a su aire el ejercicio de la docencia, la televisión, la escritura y la bohemia, viviendo, según lo dicho por amigos y enemigos, en un aparente mundo de escritor sin escritura; de sequía creativa, en el tránsito terrible que va del último texto escrito, laureado con un premio, a la responsabilidad de una nueva y lograda metáfora que debía superar toda marca anterior. Tal vez fue esta circunstancia, asumida por él con preocupación, lo que lo hizo pasar por los llamados “años de mudez”, los largos períodos de renuncias y los repetidos naufragios personales.

En Adriano se fueron acumulando la resaca de la fama y los (es)tragos, postergando la escritura, o por lo menos aquella que se concibe en términos de notoriedad. La euforia por la literatura se expresaba en él, más bien, en el supremo acto de vivir y escribir, aunque el producto de aquello no pusiera jamás los pies en una imprenta. Para Adriano publicar era una cosa y escribir otra. Así, el hombre joven que fue se dejó envolver por las distracciones de la fama y las lisonjas del prestigio. En él, seguramente, se asentó como argumento desafiante la bohemia como una alternativa para el escape, aunque es cierto que nunca dejó de trabajar. La creación le exigió una concentración y disciplina que no estaba dispuesto a dar. No deseaba que su lápida tuviese la misma inscripción que la losa del burócrata: Cumplía horario.

Pero no es tan simple. La vida de Adriano fue transportada por la bohemia de un lado a otro en un constante interrogatorio; se sabía perseguido por las expectativas que había planteado País Portátil; el premio que lo colocaba al lado de los escritores del llamado boom latinoamericano - Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Juan Carlos Onetti, Carlos Fuentes, etc.-, poniendo sobre sus espaldas una responsabilidad que le impedía publicar hasta tanto no estuviese convencido de la nueva metáfora.

Se fue, poco a poco, encerrando en sus temores, al tiempo que le aplicaba a cada línea escrita la más cortante crítica, el más contundente juicio, interrogando él mismo desde el púlpito que instaló en aquella desaparecida república de letrados ilustres.

El creador de gran casta que había develado en un nuevo lenguaje al país, de pronto se sintió desconcertado entre esa inédita relación con la realidad y el fenómeno literario con el cual había logrado expresarla. Ya no pudo encontrar una nueva forma para que el creador vertiera sus humores, su individualidad, su sentido de grandeza y sus miserias; porque para Adriano la literatura no era ni es protagonismo, sino dolor. Y a costa de no poder satisfacer a quienes esperaban de él un nuevo triunfo, optó por seguir lo que le pidió el cuerpo: vivir, y hacerlo a su manera.

Esa preocupación o temor u obsesión, hizo que Adriano no publicara sino aquello que él consideraba que tenía la impronta de la sangre. Un libro es el resultado de las vivencias de un escritor, de la sinceridad con que las aborda, y quizá, esa necesidad de autenticidad en la escritura, predispuso a Adriano a que sólo aquello que era capaz de producir inevitablemente, tenía validez.

“Yo escribo cuando estoy desbordándome de sensaciones, cuando todo lo que se ha aglomerado en mi experiencia de todos los días quiere salir”. Tuvo entonces que saturarse. Vivir todos estos años, volverse viejo, alejarse, conocer la soledad de los otros y su propia soledad; encontrarse con el olvido, con el menoscabo del cuerpo, con la muerte, para echar mano del oficio, y revivir. Adriano no era un escritor prolífico. Era de los que sopesan largamente la vida, vale decir, la literatura, aun en medio de un aula de clases o de un bar, hasta constatar la satisfacción de lo alcanzado. Adriano es de esos escritores que viven de hacer literatura, no sólo mediante la escritura, sino cada vez que leen, que conversan sobre ella, o que la viven, ya sea en medio de unos tragos o en un programa de televisión.

Yo mismo he compartido muchas veces, con algunos amigos escritores, la “preocupación” de la dulce irresponsabilidad de crear en medio de una tertulia bañada por jarras de cerveza; también la crítica de quienes consideran que esto no es otra cosa que la literatura como excusa para la farra. El alcohol, de alguna manera, nos mantiene conectados a ese otro acto de embriaguez que es la literatura; lo etílico como prolongación de ese acto, forma parte de la ficción; el bar, la peña y los tragos son recursos con los que se construye la historia. La coincidencia de criterios, o aun las diferencias, es sometida al juicio del ocio, es decir, del especular sin límites; escribir es vagar y explorar sin saber en dónde o con quién pernoctaremos.

Para Adriano la cuestión es clara: “Tipos espectaculares como Baudelaire, Rimbaud, Lautréamont, Verlaine, Balzac, estuvieron siempre cerca de la bohemia y ello no les impidió hacer sus grandes obras... Para escribir sólo hay un problema: el escritor tiene que resolver su relación con la escritura y por esa vía con el mundo. El escritor debe ser honesto en lo que va a decir, y si aparece el libro, bueno, ahí está”. Viejo, la novela que únicamente pudo escribir después de haber vivido todo lo que vivió, corroboró que el escritor de País Portátil nunca dejó de crear.

martes, 8 de diciembre de 2009

LA CASA


Foto de José Antonio Rosales.



He recordado, vagamente, el fogón al final del patio de la abuela. El recuerdo lo ha traído un remolino de tiempo que pasa y se aleja. Han aparecido, como si de fotogramas se tratara, el laberinto de la brasa, el calor de unas manos asándose al fuego, el jardín de flores redondas y blancas ardiendo sobre un budare sombrío. Más al fondo, he escuchado al abuelo que, con su azada, arrancaba las matas de tomillo y romero, mientras el viento peinaba los penachos del maíz y las copas redondas de los pequeños mangales. Dentro de la casa, el olor de la cocina era aroma de café y huevos revueltos. Un haz de luz con mil partículas del polvo penetraba por una rendija del techo y se aposentaba como una luz cinematográfica sobre las paredes blancas. La puerta era fuerte, de roble. Y por las ventanas entraba el suave calor de un aire transparente. La casa fue antes un convento, un edificio con corredores claustrales. Las campanas de la iglesia vecina nos despertaban cada día, y a ella solíamos asistir para expresar nuestra devoción por el pan. Echo de menos esa casa, y aunque todavía existe, de ella ya no salen por sus puertas y ventanas los aromas del hogar que respirábamos.

La paz incomunicada


Foto de Víctor Hernández



El poeta francés Paul Valery nos previno acerca de dos abismos que intimidan al hombre: el orden y el desorden. En la sostenida lucha por lograr un digno equilibrio entre ambos desenlaces, la comunicación, como medio universal de intercambio entre los habitantes de nuestro planeta, juega un rol fundamental: el de poner la casa en orden, para que esa morada sea habitada en paz.
Lamentablemente, las testas rudas de algunos dirigentes, han sido indolentes a la sabia advertencia del diálogo. Pareciera que se vive en la medida en que otro tipo de comunicación se niega, se torna difícil o, quizá, íntimamente imposible. El esfuerzo ha sido el de acallar, de modo drástico, el llamado apremiante de que la comunicación humana no adquiera la babélica confusión que envuelve en ella a los hombres y sus conductas.
Por el contrario, ocurre un contrasentido. Semejante fenómeno de incomunicación mundial sucede en un tiempo en el que las relaciones humanas son simplificadas por la existencia de todos los medios posibles; en una época en la que además murieron las prohibiciones.
Así, la paz incomunicada, ante una sociedad que no nos satisface, no se inmuta. En la soledad de la impotencia que nos condena, ante el dolor universal sin respuesta, sólo nos queda un camino: Si el hombre habita en el habla, y las palabras son de todos, para comunicar la paz se requerirá de toda una humanidad capaz de sobreponerse a sus propios peligros y de manifestarse en códigos claros. Quizá nunca haya sido más fuerte la tentativa del hombre de proponerse como fin a sí mismo. Y el nudo del problema está aquí: millones de seres humanos aspiran al amor, pero la palabra nunca es pronunciada.

Victoria


¿Deportes híbridos? La fuerza de uno de los deportistas se entremezcla con la plasticidad del otro.

Camino al estadio, el cuerpo se hincha de espectáculo. Asiste contento a la convocatoria de la destreza performativa, imponiendo el lenguaje del músculo, la destreza y la inteligencia. Va a la cancha, a la pista o a la piscina, y con cada finta aerodinámica ante la cesta, con cada salto acuñado gracias al impulso de la pértiga, o con cada brazada introducida en el agua como un estoque, el atleta realiza su empeño eficiente y preparado para alcanzar el laurel.
Es el placer de mandar en cada tendón, en cada centímetro de piel, pero sólo a través de una práctica que no es únicamente del cuerpo, sino también de la voluntad y de la inteligencia.
El deporte es una elección de vida, un espacio de realización simbólica que desarrolla la habilidad infinita de la juventud, pero no como sustituto voluntario del intelecto. Al contrario, hacer deporte es materializar un pacto entre el imperio del músculo y el dominio de la mente.
Resultados excepcionales, tiempos y jugadas memorables, récord y extenuación al límite de nuestro potencial, son sólo un aspecto de la promesa que el deporte ofrece. Cada vez más atletas caminan, trotan o corren al compás de una excelente preparación intelectual en nuestras universidades. Cada vez nuevos bachilleres condicionan la puesta a prueba de su victoria deportiva, al encuentro agonístico con el cultivo de la mente. Al lado de grandes nadadores, judokas o ajedrecistas, hay destacados estudiantes de administración, medicina o ingeniería.
El deporte así visto, entra en una dinámica social, académica y cultural, que amplía los territorios del individuo que lo practica. Es decir, el deporte deja de ser un pretexto para construir discursos, y se convierte en un medio, en una herramienta para reconciliar polaridades. Mens sana in corpore sano, acuñó Juvenal.
Por eso, el deporte no puede dejarse librado así mismo. Ninguna salvación podrá provenir sólo de la tecnología. Su idealización será producto exclusivamente de la expresión de una vieja nostalgia de siglos: el cuerpo tiene dueño, su habitante es el espíritu.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Profesor Ángel Orcajo: “Los que tienen miedo a la muerte mueren todos los días; los otros, una sola vez”

Foto de José Antonio Rosales.

La muerte es algo tan natural como el nacimiento, el crecimiento, la edad madura o la senectud. Es lo único seguro en la vida. Y quizás no por la muerte misma, sino por las miserias de la enfermedad, de la dependencia y del dolor sin esperanza, se le teme. En el texto que presentamos a continuación, el profesor de la Universidad de Carabobo Ángel Orcajo, reflexiona sobre ella, en un afán sostenido por dar razones para “eliminar el miedo a la muerte”, mas no el miedo a morir, pues según nos dice, son dos cosas distintas. Ángel Orcajo es autor de los libros Filosofía de la Educación Venezolana (1986); La Postmodernidad o las fracturas de las ilusiones (3ª. Ed. 2000); La Historia reversible, una Filosofía de la Historia (1998); Reconstruyendo la Universidad (1999); Conversaciones en el Patio Rectoral (2000).



Esa muerte que nos perturba ¿está hecha de realidades o de fantasías?

De las dos. Nosotros hacemos de los fantasmas una parte íntima de la realidad. Constantemente mezclamos esos dos mundos. La mayor parte de nuestras alegrías y de nuestros sustos está hecha con la miga de las expectativas que nos creamos. Esto es aún más cierto cuando nuestro cuerpo es llevado al extremo de su rompimiento físico y sólo le queda como alternativa la disolución. Hay una huida hacia delante, una catábasis, que nos lleva a adelantar lo que viene. En ese sentido el miedo a la muerte es la primera forma de duelo por algo que sin duda nos ocurrirá. La fantasía es el gran demiurgo, el gran prestidigitador de nuestra vida. Los que tienen miedo a la muerte mueren todos los días; los otros, una sola vez.

¿Cuál es la razón de tanto miedo a la muerte?

Vivimos apegados al yo, identificados sólo con el yo y la muerte representa justamente la supresión del yo, la pérdida de la conciencia de nosotros mismos. La muerte es una experiencia de soledad y de anulación total. De haber vivido identificados con la naturaleza, la gran madre, este episodio quizá no resultaría tan dramático puesto que la identificación con ella continúa aún más allá de ese salto. La muerte es el envés, el anti-yo, el espejo oscuro de todo lo que hay de negación en nuestra vida. En alguna ocasión La Biblia se refiere a un castigo apocalíptico que está por encima de todos: “tu nombre será raído de la faz de la tierra”. Tu nombre representa tu vida personal. Esa es la ley de la muerte: serás raído de la faz de la tierra. Esa ley, además, es de una absoluta irrefutabilidad y no tiene excepción.

¿No podríamos llegar mediante algún aprendizaje a aceptar la muerte como un acontecimiento familiar y salvador, un cairós o momento de gracia, como decían los griegos?

Para eso hay que mirarla con menos horror, como un acontecimiento que no anula sino que nos solidifica con nuestro ser, algo así como lo han hecho algunos estoicos, cristianos o budistas. Pero resulta que, a fuerza de rehuir la muerte, la hemos convertido en un tema tabú y cualquier tabú funciona a la larga como una amenaza de la que debes cuidarte. En esta sociedad está mal visto hablar de la muerte. Es un desagradable jarro de agua fría. Hemos abierto demasiada separación entre la vida y la muerte, como si no se pertenecieran mutuamente. La muerte pertenece al menú, al repertorio de la vida, pero sólo nos preparamos para vivir. Hacemos consistir la vida en una huida y lucha contra la muerte. Epicuro, en el siglo IV a. C., enseñaba a vivir con cierta serenidad y parsimonia a fin de liberarse del miedo a la muerte. Todavía nos falta aprender a implicarlas en una interrelación de equilibrio. Pero la muerte se venga del olvido en que la hemos sumido. Cuando llega el momento del ocaso, antes o después, ese sentimiento, impuesto por la fuerza de la debilidad corporal, baña de angustia todos los actos de la vida. Nos aterroriza cualquier fisura por la que pueda entrar la muerte. Pero, desde luego, las cosas podrían ocurrir de otra manera. Yo nací en una ciudad en la que hay una famosa cartuja, la de Miraflores. Los cartujos, decían, sólo tienen fiesta cuando muere alguno de sus hermanos de comunidad. Ellos suponen que ese día es de fiesta porque el hermano regresa a la casa del padre. La muerte ya no es algo in-natural, contra-natural, sino completamente esperado y querido.

¿Dónde está ese equilibrio que la muerte le puede prestar a la vida? ¿No es ella, más bien, el gran desequilibrante, el desacoplamiento total de nuestra vida?

Es evidente que vivimos drogados. Nos drogamos de mil maneras, en particular contra la muerte. Mucho de lo que hacemos responde a la intención de crear un mundo artificial que nos permita evadir esa realidad original, taparla. La cultura hedonista de hoy es un gran muestrario de lo artificial. Cuando esa cultura del placer entra en nuestra conciencia, sale rebotada la conciencia personal. Hay quien se esconde detrás de una indumentaria, del dinero, del título, del cachivache, de un individualismo endiosado, etc. Cada uno fabrica la inconsciencia a su manera. El caso es que después de eso ya se ha perdido de vista la propia realidad y se han producido dos grandes rupturas: la del yo con respecto a la naturaleza y la de la vida con respecto a la muerte. Esa separación que pretendemos plantear entre la naturaleza y el yo es artificial. El hombre no es torre sino tierra. La vida personal es un proceso hacia una síntesis con la naturaleza en la que se sumerjan y oculten todos los “yos”. Lo artificial no puede ignorar que somos parte de la naturaleza y que vamos de viaje con ella. Pero el concepto de peregrino ha quedado oculto y pervertido debajo del de ciudad divertida y permanente.

¿Qué impresión producen los pasos de la muerte cuando uno empieza a presumir que se están aproximando?

Que son los de siempre, pero que ahora suenan más cerca y que te andan buscando a ti. Dicen que lo malo del viejo es que no se lo cree. El convencimiento de ser viejo se forma poco a poco. Ni te crees viejo ni sabes cuántos años de vida te reserva esta lotería. De todas formas hay un momento en el que la información se va convirtiendo en convicción y eso ya pesa en el ánimo mucho más. El mundo comienza a verse lejos y uno caminando detrás. Es una pequeña angustia que te hormiguea por dentro día y noche. Uno se despierta cada mañana y enseguida tiene el almanaque, como una alarma, delante de los ojos. Habría que aprender a tratar y a asimilar la muerte desde más temprano. Pero si ser viejo es una infamia, como decía Borges, pues fíjese, la muerte es una vergüenza.

En cualquier caso este es un trago difícil para todos, incluso para los que se han venido preparando.

Para unos más que para otros. ¿No ves la naturalidad con que deja la vida el feo y magnífico Sócrates? La muerte de Jesucristo es más dramática pero, en cualquier caso, grandiosa, confiada, “consumatum est”. Las nubes que se obscurecen, las rocas que se rompen no son en definitiva más que el símbolo de lo que sucede por dentro, pero hay un cielo abierto. Los griegos se hacen fuertes y serenos ante la muerte por la certeza de la inmortalidad. Los cristianos, por la esperanza de la resurrección. Los budistas, por la transición de la energía de la conciencia a través del bardo. Yoga significa precisamente unión con la naturaleza. Kant se conforta frente a su más allá con la idea de una justicia que necesariamente se deberá cumplir. Unamuno ve en este rabioso deseo de inmortalidad que hay en cada uno de nosotros la expresión de una racionalidad que no podrá contradecirse a sí misma. Creo que hay una constante histórica: cuanto más identificados con la naturaleza o con Dios, más natural y menos trágica resulta la muerte. Naturaleza y Dios son vistos como vía de prolongación y lugar donde uno realiza la identificación definitiva consigo mismo. Los estoicos, por ejemplo, entienden que hay un “logos”, una racionalidad universal que domina todos los movimientos de la naturaleza. El sabio se adhiere voluntariamente a ese logos y desde ese momento todo se lleva mejor. La redención actúa por medio de la razón.

¿Pero se llega a suprimir el carácter trágico de la muerte?

¿Trágico? ¿No será más trágica la vida? En la vida no falta un nubarrón casi nunca. Como dicen los maracuchos (de Maracaibo, estado Zulia, Venezuela), si no estás preso, te andan buscando. A veces sólo el sueño es un refugio provisional para esconderse. Hay casos en los que la muerte aparece como la glorificación de unos ideales por los que se está dispuesto a dar la vida. Es hermosa porque representa la identificación definitiva con ellos. El caso de los que se suicidan es una forma extrema de huida. Lo cierto es que nuestra sociedad es una cruz roja. Hay que ver cuánta injusticia, burla, sangre, enfermedad, irracionalidad, se experimenta a lo largo de la vida. Hay que ver cuánto lloran aún aquellos a los que les va bien. Si llegas a anciano decrépito o a enfermo inválido, todavía peor. Los monjes huían de la sociedad para ganar el cielo; otros se cierran en casa solamente para poder distanciarse de una realidad estúpida y algunos, cuando se sienten materialmente apaleados por el dolor o la soledad, le suplican a la muerte que se apiade de ellos y venga a buscarlos. Cuando muramos, en cambio, ya nada de eso volverá a ocurrir. La muerte será una liberación: sin temores, sin accidentes ni equivocaciones, sin hijos adoloridos, sin castigo. ¿Por qué la vida va a ser, entonces, mejor que la muerte? En este terreno de realidades imperfectas, limitadas, el ser está lleno de no-ser y la vida tiene demasiado sabor a deterioro. Lo que pasa, dice Ortiz Osés, es que el ruido de la vida, la superficialidad y frivolidad de esta sociedad han obturado el significado de la muerte. No se justifica tanto miedo. Los cristianos verdaderos no tienen nada que temer y mucho que esperar. ¡Muero porque no muero! Los ateos se encaminan simplemente a una paz mineral, al silencio que no hiere, a la plenitud de las armonías y de las identificaciones cósmicas.

¿Y eso no es un mensaje nihilista, una invitación al masoquismo y a la inutilidad?

Eso sería otro extremo. La vida, en medio de su fragilidad y de sus contradicciones, continúa teniendo sentido y produce pasión. Lo que se propone ahora es una invitación al equilibrio, a la homeostasis; que la idea de la muerte horade e ilumine la vida. La muerte le da su punto de equilibrio a la vida, le descubre su valor y su sentido. Pasar por la idea de la muerte es una forma de reconsiderar equilibradamente la vida. Heidegger hacía depender de esa idea la autenticidad del sujeto: “el hombre es un ser para la muerte”. Nada suele ser más estúpido que alguien con conciencia de héroe inmortal. Los mismos héroes, recuerda Yung, al final buscan la muerte siquiera para eliminar su propia peligrosidad. ¿Qué hubiera hecho Nietzsche si no enloquece antes de que le cayeran encima sus propias ruinas? Hay ocasiones en las que la locura resulta ser, ciertamente, una forma de cordura.

Las razones que Ud. pueda ofrecer son razones bondadosas, ¿pero serán capaces de eliminar el miedo?

El miedo a la muerte, sí. El miedo a morir, no. Que conste que se trata de dos cosas distintas: una cosa es morir y otra el estado de muerte. Es una lástima que tengamos que salir de la vida a pescozones, a puntapiés. Es una lástima que nuestros padres e hijos tengan que morir de esa manera. A eso, al momento de morir, se le tiene miedo. Sin embargo, ya para el momento siguiente nos sentimos tranquilos porque no se sufre más. La muerte no existe, lo único que existe es el acto de morir. El estado de muerte es un completo vacío al que no se le pondrá ni siquiera nombre. Lo que no tiene nombre no existe. La muerte es la insensibilidad. Ese vacío indoloro, sin embargo, parece que todavía les horroriza a algunos. Es probable que en él continúe funcionando uno de los mitos más primitivos de la humanidad. Ese vacío representaba la noche, el caos, el desorden original, y resulta que ahora, a través de la muerte, nos están arrojando nuevamente a él. Pero alrededor de ese vacío mítico también surgían diferentes promesas de vida. Así sucedió en los días genesíacos de la humanidad, cuando todos los seres fueron saliendo de aquel caos. ¿Por qué no puede ocurrir eso mismo otra vez?

viernes, 11 de septiembre de 2009

El invento perfecto


Manuscrito del siglo XIV, conservado en la Biblioteca Nacional de Madrid. Códice miniatura, de 176 páginas, que contiene la vida de Petrarca y su última obra: Los Triunfos.



El libro fue en su momento un fabuloso invento que significó un inestimable anticipo de la tecnología relacionada con la conservación del conocimiento. A diferencia de las frágiles colecciones de rollos, los libros mantenían unidas las hojas tenaces que se resguardaban extendidas y protegidas por unas gruesas y resistentes tapas.
Este magnífico portento creado por la inteligencia humana podía costar lo mismo que un caballo, una armadura o un medallón de oro.
El milenio que acaba de concluir vio nacer y expandirse este invento que, según el escritor y especialista en libros Alberto Manguel, nació perfecto. Con él, las lenguas modernas de Occidente y las literaturas que han explorado las posibilidades expresivas e imaginativas de esas lenguas, se propagaron.
Por eso, quizás, la mayor señal de que el milenio que acaba de terminar ha quedado efectivamente atrás, sea la insistencia con que nos interrogamos sobre la suerte del libro en la era tecnológica
Sin embargo, la fe en el futuro de nuestra cultura se ha sostenido y se sostendrá durante mucho tiempo más en la certeza de saber que hay cosas que sólo la palabra entintada, con sus medios específicos, puede dar.
Por medio de esa palabra, quien piensa, ha podido tender un puente de una soledad que es sólo suya, a otra que se completa en la compañía del lector.

jueves, 20 de agosto de 2009

HÁBITOS (relato)

“Huele a silencio de monjas”
José Joaquín Burgos.

Había que tener conciencia de los vestidos para saber que bajo sus aires se movía la tristeza. Acumuladas sobre un cerro de recuerdos o memorias rotas sorbían el vino arzobispal hasta dejar sólo una mancha en el fondo de las copas. ¿De dónde vinieron? Imposible saberlo. Además, nadie viene aquí a averiguarlo. La multitud agobia con el fragor de sus voces y los gritos concluyen en los oídos como fogonazos de infierno.

Aquella noche fue inevitable la somnolencia. Ella, apoyada por la cadencia sonora del agua, había acabado con mi paciencia, hizo estrépitos de sueños fracturados, y al decidirme a avanzar hacia la oscuridad, mi angustia zozobró en la credulidad de que al fin me despojaría de pudores y rictus ancestrales. Y nosotros dos asumiendo toda la desdicha. Nosotros dos, como quienes no sospechan, pero ni así, su suerte. Nosotros dos, achinando los ojos en un intento por perforar el sueño soñado la noche anterior.

Ya otras veces lo había ensayado. Después del mecer de los cerrojos atravesaba la plazoleta. La arena abundante y floja se desparramaba de los recintos que enmarcaban los cardos y los almendrones al cuadrado de los pasillos; más allá, algunos uveros y las ondas infinitas de mar hacia cualquier orilla llenando todo el contorno. Antes, pasaba frente a la iglesia –sin gente-. Por vergüenza y no en actitud reverencial bajaba la cabeza, apresuraba el paso y saltaba hacia la otra acera para ponerme a salvo de cualquier sanción religiosa. Pero jamás como hoy, había llegado tan lejos.

La atmósfera de la calle se había convertido en una especie de material duro y por ella parecía descender cierta substancia pegajosa que se prolongaba como un obstáculo hasta la entrada misma de la casa. Por su blanca estructura de muros añosos se diseminaban en una exaltación de misticismo, erizos, caracoles y esponjas. Los racimos de ostras, cuya timidez sólo era superada por la rápida contracción de las estrellas de mar al sentir pasos, se incrustaban en sus ventanas, en sus antepechos salientes y moldurados haciendo vibrar los gráciles tejadillos y desaparecían.
-“¡Dios mío!, ¿por qué vine aquí?”

Permanecí de pie, largo rato, en el vano de la puerta. Un zaguán blanquísimo y espacioso conducía hacia la entrada cubierta por dos mujeres sumidas en las sombras de una borrachera. Se besaban, no hice caso, entré. –“Buenas noches”. –Nadie contestó. Era como si me hubiese resistido a evolucionar. Siempre distante a cualquier señal de algarabía.

La Casa era blanca y fría. Desde el fondo provenía un aroma extraño, del que estaban impregnadas casi todas las cosas. Tal vez de alguna planta -pensé- que allí abundaban y, desde su lejano confinamiento, despedía aquel enigmático olor. Podría creerse que toda ella era un bosque cercado por paredes encaladas, aislado del paraje desolado y del silencio en el exterior. Al trasponer el umbral uno sentía la reverberación de la tierra provenir desde el solar como un eco. De los patios y entrepatios repletos de plantas, la humedad tendía su largo camino de reminiscencias. Los jazmines y los nardos en los maceteros; el romero y las rosas indicaban la existencia de una intensa vegetación, de un perenne rocío.

Antes que nada me dirigí al mingitorio. Allí lo tomé entre mis manos. Lo observé largamente y me di cuenta de que estaba perdiendo (o tal vez ya lo había hecho) eso que se ha dado en llamar inocencia o virginidad, pero estaba en desacuerdo considerar como pecado un acto que no creía repugnante.

Al regresar me coloqué en un sillón de terciopelo rojo ubicado en el pórtico principal. Me hundí en él, quedando virtualmente atrapado. Esperé, mirando de soslayo las habitaciones ordenadas alrededor del patio interior y a aquellas mujeres que entraban y salían con paso silencioso. Todas eran exactamente iguales, con el mismo sino en sus ropas. Vestían de gris, algunas más oscuro, pero todas con la referencia de un luto milenario. No tenían otros. Con botones cuidadosamente cerrados desde la parte inferior de las rodillas hasta el cuello blanco; en ocasiones, cautelosamente abierto para mostrar la insatisfacción de unos pechos.

¡Sí, mujeres! Acababa de comprenderlo. Unas viejas, con el duelo de la senilidad, pero otras, jóvenes; algunas delgadas, y las que más, feas, pero eran mujeres al fin y al cabo; seres a los que el amor había abandonado en la aurora de sus vidas, pero las que, hasta la muerte, esperaban en secreto la felicidad que pudiera interrumpir la vigilia de sus cuerpos. Yo seguí aguardando, pues la mía ya había tomado conciencia del suyo al someterse a impulsos de apetencia que para nada requirieron de la autorización del espíritu. Obedeciendo a estremecimientos internos, ocultos bajo una pretensión de santidad, había apaciguado mis formas desnudas repetidas veces, entre la hierba del monte. Y no pude dejar de amarla, ¿cómo?, si tendidos allí, a la luz quemada de la sangre, mientras mordíamos frutas, ella se despojaba de sus vestiduras quedando suspendida en el aire cual fanal ardiente.

Y fue maravilloso, desde entonces, descubrir que la vida se halla en todas partes. En los trocitos de vidrio pulidos de la playa que se adhirieron a nuestros formas en los intervalos de reposo de las olas, durante los cuales el rubor como un pez nadaba hasta su vientre habitado por temblores. En los muchos siglos de irse acumulando en las orillas con cada diferente batir las burbujas en ardor. En las piedras finísimas, como escamas ribeteando la arena, venidas desde el fondo mismo; pulidas, como dije, por ondas con oficio de joyero. Y maravilloso fue descubrir también la multiplicidad de formas en los entes abisales. Desde los palpitantes y aunque sedentarios, despiertos y acechantes, hasta los inertes, sin nombre, como ella, y, sin embargo, aventureros, bajo la apariencia de conchas con fingida actitud de indiferencia. Y tal vez fui movido por estas revelaciones, por esas energías ocultas, a emprender por otros acantilados el adivinamiento de una aproximación.

Por eso he venido, pensando que fuera lo que Dios quisiera. Como si el Señor, realmente, castigase estos pecados o algunos otros que ya se han convertido en actos naturales para los hombres.

-“Me acuso Padre mío de haber..., me acuso Padre mío de..., me acuso Padre mío...”

-“Ego te absolvo. Reza un Yo pecador, dos Padrenuestros y tres Ave Marías. In nomine patri, et filii, et espiritüs sancti…”

Alguien trajo una copa, de la que bebí apresuradamente cuando la vi aparecer. La mano, tan pálida como su cara, se estiró para indicarme algo.

-“Adelante”, me dijo.

Era una figura sin aparente energía, semejante a los enfermos.

-“Vengo muy cansado”, aclaré con voz queda.

Me tomó del brazo con una bondad extraordinaria y lentamente me condujo a través del silencio de aquel claustro, hasta la perdida soledad de una cama colocada en un rincón de la habitación como un dulce santuario. Al descender hasta el lecho me pareció caer desde la torre alta de la iglesia.

“Aquí es difícil”, le dije. Ella no contestó. Se movió flotando por aquel salón, con su luto milenario, preparándolo todo. Corrigiendo las cortinitas de los postigos, asegurando la privacía con trancas coloniales y extendiendo sábanas limpias sobre el aposento.

Al tiempo que su piel iluminó mi rostro, ascendí. Alcancé a divisar una lejanísima sonrisa en la recién abandonada melancolía de sus ojos. La cara pálida adquirió cierto rubor y sus apagados rasgos se encendieron.

El reducido cuarto era de otro tiempo, tan indefinible como el sueño, casi vacío. Una cama, una diminuta mesa de madera, un crucifijo, un candelabro y una silla. Sobre ella se confundieron nuestros hábitos.




Del Libro Todo el Tiempo en la Memoria,
de Rafael Simón Hurtado.

domingo, 9 de agosto de 2009

INVENTARIO

Foto de Robert Farnham
Frente a la ausencia que ahora somos, sólo te pido contraponer el mínimo inventario de lo que puedas rescatar de aquellos días; de cuando el amor era leche y miel debajo de la lengua de nuestros besos, y no camino de piedras convulsionadas y resecas por los declives del alma.
A ti, que has sentenciado que la sabiduría libera al hombre de las tinieblas y de la superstición, y que has revelado al mundo que de toda cosa emanan átomos que nos dicen acerca de la verdad de lo que aprecian nuestros sentidos.
Yo me admito vulnerable e imperfecto, por lo que no puedo ser insensible ante tu belleza. Ella me embriaga como la sangre de las uvas, y me impregna con el aroma de espliego y azahar que precede al torbellino de tus pasos. No hay forma de que el sol que fluye desde tu mirada se detenga antes de herir mi pecho; ¿cómo?, si príncipes y artistas ya han sucumbido a sus ardores.
Espíritus que hoy se meten en tu cuerpo y se atrinchera en tus pecados. Como ése, que te repite en los espejos; o aquél, cuyo lenguaje es el quejido de los hombres que te han poseído. O éste, que te convida a saborear, en bandejas de plata y copas de oro, manjares y licores. O aquél, que te adormece mientras el sol avanza. O el que te hace fingir, o el que te lleva a sentir el amargo espíritu de la frustración; o simplemente éste, el que hace aparecer tu gracia y tu belleza como máscara de actores en las tragedias de los poetas griegos.
Por eso te pido contraponer el mínimo inventario, que me encadena a ti por amor del alma, y te liga a mi por amor del cuerpo; en una pasión que no tolera división ni combate.

jueves, 16 de julio de 2009

UNIVERSIDAD


La ciencia como la cultura, no son fines en sí mismas. El ser humano concreto, es el objetivo último de toda creación cultural. Y la universidad, como producto histórico del hombre, debe estar a favor de ese mismo hombre, dentro de una convenida cultura y una específica sociedad.
De esta forma, la universidad como institución histórica, no puede estar sobrepuesta ni excluida de esa compañía. Su impulso lo alcanza, precisamente, mediante las condiciones de vida material que sus actores procrean. Desde este punto de vista la universidad es educadora, pero también es discípula. Es fabricante, pero también es producto.
Su papel, por consiguiente, no puede ser extraño al proceso social, cualquiera que sea su sino. Su servicio debe resonar en la sociedad misma, nutriendo ideologías y potenciando conductas que enaltezcan la condición humana. En la espesa selva de la sociedad, la universidad es un afluente, por cuya corriente se desplaza el hacer de un conglomerado cuyo trabajo es de una naturaleza muy especial.
Ese trabajo es el de la Educación, que sirve para hacer asequible lo que se vislumbra en el confín de nuestra capacidad.
Hoy, sin embargo, ese gran trabajo ocurre en medio de una sociedad en crisis, que afecta, incluso, los ámbitos más recónditos de la academia, y a quienes, diariamente, ayudan a llevar adelante las acciones más cotidianas dentro de la institución. La inserción de valores que justifican o desvirtúan una determinada posición política, afectan el funcionamiento más elemental de nuestras instituciones, que no sólo se debaten en la degradación económica, sino también en las crisis intelectuales y en los bajos renglones de convivencia humana, tal vez porque la sociedad que la contiene, quebranta, diariamente, sus propias reglas de sobrevivencia.
La Universidad venezolana no elude esta expresión de sociedad. Sus trabajadores, en todos los niveles, también están contagiados de un burocratismo incapaz, de una pertinaz desidia. Del maderamen institucional, pareciera no poder esperarse nada, salvo el esfuerzo agónico por preservar las cuotas de privilegio. Según Rigoberto Lanz, “las universidades del país no están hechas y pensadas para transformarse. Al contrario, ellas están hechas y pensadas para conservarse”.
Vistas así las cosas, parece que para replantearse el gran trabajo universitario, no basta con una simple expresión de voluntad. El reto está en poder reanimar creativamente la disposición dispersa en el conglomerado. Es opinión común, que la poderosa inercia sólo podrá ser combatida con la construcción de una fuerza intelectual, pero sobre todo ética, capaz de pensar la universidad que debe venir.
El recurso de las movilizaciones y los discursos asambleístico, como fórmulas de transformación, hicieron aguas en una comunidad silenciada por el peso de la burocratización y la pereza, y por la pugna constante de una dirigencia alentada por el protagonismo y el poder.
¿No se interpreta, acaso, de nuestra conducta, el efecto de no haber superado aún el individualismo anárquico del yo, que niega el nosotros?
Sólo en un mundo formado a la luz de ideas cuya resonancia supere al vulgar interés, se hará más fácil la escogencia de las normas que configuren la nueva conducta social. A eso ha de tender la Universidad. Su fin es juntar y modelar mujeres y hombres, más que producir profesionales. Su gran trabajo debe consistir en acercar a quienes acceden a ella a la comprensión de una auténtica dimensión de lo humano. Dar luces que orienten su derrotero en medio de la profunda oscuridad de un mundo arruinado por su propia inteligencia.

miércoles, 1 de julio de 2009

Los niños de la calle no existen

Foto de Kent Klich

La calle es una escuela, y cada año, las de nuestras ciudades, incrementan su matrícula y renuevan su pensum de estudios para recibir a los nuevos “estudiantes”. Las asignaturas más difíciles son droga, delincuencia y prostitución. Pero la aplicación de los alumnos y la indiferencia de nuestra sociedad, favorecen la aprobación del curso sin contratiempos.
En el mundo, el registro asciende a 100 millones, de acuerdo a cifras del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF). Las facciones del rostro de cada uno de ellos cambian de acuerdo al país: Manila, Nueva York, Sao Paulo; Lima, Beijing, Marruecos. Pero el niño detrás de la mirada perdida siempre es el mismo.
No juegan nunca, y las razones que los conducen a la calle son diversas. Son desertores; han sido expulsados del sistema escolar o jamás han estado en él. No tienen documentos de identidad, por lo que para la sociedad formal, los niños de la calle no existen.
Un motivo fundamental de su deserción es la realidad socioeconómica en que viven sus familias, y, sobre todo, la desintegración de los lazos afectivos. La situación en los hogares conlleva, invariablemente, abuso físico y emocional por parte de los padres o padrastros. Es por lo que los niños escapan y toman las calles, donde viven eventualmente con otros niños con quienes forman –es el sino de sus vidas-, nuevos “núcleos familiares”.
Irse del hogar, en la mayoría de los casos, no es un hecho repentino. La decisión es tomada de forma gradual. El contacto diario en sus casas con la pobreza, el abuso sexual y el maltrato físico o psicológico, hacen que cada vez sea más difícil volver a ellas. En la calle encuentran, en medio de un mundo de aventuras, una aparente libertad. Pero es sólo la ilusión de vivir sin normas. En la calle son víctimas del mismo o peor maltrato.
Los más desafortunados caen en manos de gente inescrupulosa que los prostituye a cambio de estupefacientes o de unas pocas monedas, y deben enfrentarse a todo tipo de riesgos, incluso, el de ser agredidos por la policía cuando son protagonistas de algún delito.
“En nuestra sociedad encarcelamos a los niños hambrientos cuando roban algún alimento. Algún día existirá una sociedad en donde la policía detenga a todo niño hambriento para obligarlo a comer”, dijo alguna vez el escritor inglés Bernard Shaw, de los niños de la calle del Londres del siglo XIX, y seguramente del XX.
El único alimento que les sirve a los nuestros para sobrellevar la pesadilla, es un pote de pegamento para zapatos. Con él evaden el miedo, el hambre y el frío, a cambio de otros dolores más terribles.
La mayoría acaba adicta a cualquier droga, y al final su capacidad para sentir y su inteligencia se ven reducidas al mínimo, lo mismo que su voluntad.
Desean un hogar, pero le temen al encierro, por lo que se mudan permanentemente para evadir las agresiones de la gente que los mira como si fuesen un cargo de conciencia. El transeúnte, común y corriente, recela de su presencia, sin darse cuenta de que al fin y al cabo son niños. Simplemente seres humanos; desaventajados discípulos en una sociedad que imparte una enseñanza brutal.

El libro es un corazón que late


El libro es una ventana, un mirador desde donde se ve el mundo hecho de palabras; una emoción unánime, una indagación, un corazón que late. En algún momento todos buscan en los libros lo necesario para vivir. Desde cada una de sus válvulas, el flujo sanguíneo de sus personajes, salta desde el papel y se mete en las ilusiones, adhiriéndose a la piel como un olor. Desde la válvula mitral, la tinta, rica en oxígeno, proveniente del aire de sus páginas, transporta su sangre al resto del cuerpo, pues un libro es el músculo cardíaco que produce la contracción de la lectura, aquella que enciende el refugio de la mente, y convierte en latido los ecos de la imaginación.

viernes, 5 de junio de 2009

Eugenio Montejo, la palabra necesaria


Para Eugenio Montejo las palabras, en cuanto son partes de la conciencia y de la no conciencia del hombre y de la mujer, componen los cuerpos, su sensibilidad y su memoria. Foto de José Antonio Rosales.



A Eugenio Hernández Álvarez no le bastó un solo nombre para decirse a sí mismo. Blas Coll, Sergio Sandoval, Tomás Linden, Eduardo Polo y, sobre todo, Eugenio Montejo, lo ayudaron a penetrar en esa vastedad que a veces buscamos vanamente cuando nos nombramos. Quizá, porque al decir nuestro nombre, uno no dice quién es, sino apenas cómo se llama.

Sin embargo, Eugenio Montejo, a quien honramos a un año de su fallecimiento, consiguió con un nombre distinto al otorgado por notarios y actas de nacimiento, no sólo nombrarse, sino proclamar su propia identidad.
Conocí a Eugenio Montejo en la Universidad de Carabobo, primero a través de la lectura de sus libros, y luego, en el patio rectoral, personalmente.

De los encuentros personales, retengo las conversaciones, como acontecimientos reconfortantes y estimulantes, que se trasfiguraban, cada vez, en celebraciones de la emoción, de la percepción y de la inteligencia; pero además de la orientación, del consuelo y la compañía.

Como amigo, era alguien que tenía la rara virtud de hacernos mejores, pues Eugenio nos ayudaba a elevar el nivel de nuestra comprensión, mediante una singular generosidad. De algún modo con su forma de estar, de hablar, de aconsejar, cálida y lúcidamente, nos alzaba hasta su estatura.

Qué raro es que uno pueda recibir la oportunidad de un consejo, y que quien lo da, además, nos ayuda a recibirlo, con el tono preciso, en el momento exacto, y mediante la inequívoca vía de la amistad.

Tuve la oportunidad de encontrarme con él, como he dicho, en el patio rectoral. En más de una oportunidad recibí su visita en la Dirección de Medios y Publicaciones de la Universidad de Carabobo, para entregar un trabajo suyo para la página Muestras sin retoques; para sugerir o proponer alguna idea que enriqueciera la orientación de las ediciones especiales de Tiempo Universitario dedicadas a las ferias del libro, o a reconocer y testimoniar con un texto inédito, la calidad editorial de una revista como Laberinto de Papel.

En el año 2006, incorporado como asesor de la 7ma. Feria Internacional del Libro de la UC, en medio del trajín de la organización de la programación cultural, con esplendidez, compartió sus relaciones con poetas, escritores e instituciones culturales. Gracias a él, por ejemplo, se pudo hacer contacto con la Embajada de España, y con poetas de renombre latinoamericano como Elkin Restrepo, director de la revista de la Universidad de Antioquia, una de las más antiguas de Latinoamérica.

Pero además, en aquellos encuentros también hubo lugar para escuchar sus reflexiones y acercarnos a sus visiones personales, sobre lo que para él debían ser las ferias del libro organizadas por universidades, o sobre las motivaciones del acto de escribir, o sus percepciones sobre la poesía, o sobre la utilidad de los intelectuales.

Sobre este último aspecto escribió en Muestras sin retoques, ante una pregunta nuestra, lo siguiente: “Hoy sabemos que el intelectual, por valiosa que llegue a ser su contribución en otras áreas del pensamiento, no debe comportarse como un intelectual filotiránico, es decir, como aquél que obra a favor de algún poder totalitario. El apoyo del eminente Heidegger al nazismo, o el de Sartre al estalinismo, no se corresponden con la brillantez que en sus respectivos dominios filosóficos alcanzó cada uno de ellos. De esa experiencia negativa, sin embargo, podemos valernos a la hora de pronunciarnos sobre casos concretos de nuestra época, como la interminable dictadura castrista, para poner un ejemplo cercano. A estas alturas de la historia, un intelectual no puede cohonestar ninguna forma de tiranía. ¿Sirven para algo sus denuncias? Digamos que por lo menos sirven para defender los principios de la civilización”.

En la quietud de la oficina que ocupaba entonces, recuperábamos el sentido de la contemplación y de las palabras. Él construía misterios y trazaba estrategias para leer el alfabeto del mundo. De aquellas palabras, que me quedan como atmósferas, recobro la reconvención amable y preocupada por una sociedad que banalizaba el idioma; el énfasis que hacía en el rigor del uso del lenguaje, y el cuidado que se debía tener, incluso, con los errores en la página impresa.

Para él, las palabras, en cuanto son partes de la conciencia y de la no conciencia del hombre y de la mujer, componen los cuerpos, su sensibilidad y su memoria. Por eso intentaba, a través de sus textos, regresarle a las cosas que nombraba con las palabras la alta función que cumplen en el mundo. Se proponía un fin, una suerte de revelación de que todo podía y puede ser prodigioso si lo vemos y lo sentimos de un modo íntimo y perdurable.

“En todas las palabras de un poema ha de leerse siempre su necesidad, afirmaba, vale decir, que una a una deben convencernos de que son más necesarias que otras no empleadas; incluso, lo que todavía es más complicado, deben ser más válidas que el mismo silencio”.

Esto, según su parecer, de acuerdo a cada situación vital. Porque según él, lo que exige un arte verbal, cuando el lenguaje está puesto en sentido estético, es que las palabras sean indispensables, suficientes para transmitir el goce estético que se busca.

“No es fácil, decía, identificar cuándo una palabra es necesaria en el poema. Podemos saber cuándo un hombre está diciendo su verdad. Aunque cometa errores verbales, o incurra en errores ortográficos, si lo que pronuncia es su verdad, eso es inamovible”. Es lo que llamaba el poeta francés Antonin Artaud “hablar con la voz en el vientre”.

“En nuestra hora, advertía, tenemos que tener un gran cuidado, porque la palabra está siendo usada permanentemente dentro de una mentira, en la que pactamos todos colectivamente, como en la mentira publicitaria, por ejemplo. Y nada envejece más que la mentira. En el poema, las palabras deben responder al sentido de una necesidad, de la necesidad verbal, de lo indispensable para el poema”.

Su inicial vinculación con la Universidad de Carabobo se dio mediante la publicación de sus dos primeros libros Élegos, ocurrida en 1967, y Muerte y memoria, editado en 1972. En esta etapa integró los consejos de redacción de las publicaciones literarias Poesía y Zona Tórrida, de la Dirección de Cultura de la Universidad de Carabobo.

Ese nexo inicial con la institución universitaria, en la que obtuvo su título de abogado, y de la que fue, hasta el momento de su muerte, editor histórico, se proyectó después en una relación humanística con la institución y con la ciudad, para las que pedía el establecimiento de los estudios humanísticos.

“Al cabo de casi medio siglo de vida transcurrido desde su reapertura, -recordó en el otorgamiento del Doctorado Honoris Causa, en 2005-, la Universidad ha crecido hasta convertirse en el corazón de la ciudad. Su proyección ha sido determinante en la capacitación de los profesionales que hoy se desempeñan en todo el ámbito del país. Así y todo, con los mismos sueños del muchacho que asistió a los actos de su reapertura en 1958, quisiera decir que, si bien la inclinación científica y técnica de su diseño ha dado aportaciones notables al desarrollo de nuestro país, en nuestros días echamos en falta el crecimiento de un polo humanístico que acompañe y guíe su capacitación científica. Ojalá que en no lejana fecha podamos ver, además de los nobles estudios que se imparten en la Facultad de Ciencias de la Educación, otras Escuelas humanísticas como la de Filosofía, de Antropología, de Arte, de Estudios Musicales, etc, cuyo funcionamiento contribuya a reforzar el equilibrio de las metas de nuestra Alma Máter”.

Más que la Universidad misma, decía, esta es una iniciativa que necesita la ciudad de Valencia.

Su poesía se enriqueció, como es conocido, con la presencia de los heterónimos, alter egos con los que el poeta hizo exploraciones de sus otros lados del yo. El misterioso Blas Coll, autor de El cuaderno de Blas Coll, en 1981; Sergio Sandoval, quien publicó Guitarra del horizonte, en 1991; Tomás Linden, poeta sueco, autor del libro de sonetos El hacha de seda, en 1995, y Eduardo Polo, quien escribió un encantador poemario para niños titulado Chamario, en 2004, a cuyos textos, su ferviente amiga, la Dra. Alecia Castillo, puso música.

Fueron especies de vidas posibles, que se convirtieron en figuras replicantes de ese otro que fue Eugenio Montejo, cuya huella de tinta, al final, nos dejó, para nuestra fortuna, el aroma de Papiros amorosos. La grandeza del amor del poeta ocupa el mundo, porque, según nos sigue diciendo, “ningún amor cabe en un cuerpo solamente”.

viernes, 8 de mayo de 2009

José Antonio Rosales: la imagen nómada de las dunas

Foto de José Antonio Rosales.


Cuando un fotógrafo de arte hace un clic con la cámara toda su sensibilidad se hace visible: pesa, toca, acaricia, sosteniendo el mundo con los ojos. Su material expresivo es la imagen cargada de significado y corporeidad. El fotógrafo, en un alarde de técnica y sentimiento, da nueva consistencia a las cosas del mundo real. En el gozo de capturarlas pone en medio, entre la realidad y la percepción, la metáfora, ese camaleón de la imagen que se mimetiza en un arco iris semántico. Las metáforas viajan al núcleo del ojo, dan lustre a las formas desgastadas por el uso, arrojan sus redes de asociaciones y unen lo semejante y lo diverso. En el fotógrafo se produce un relámpago de intuiciones que es la llave que abrirá nuestro espíritu a la contemplación de la verdad y belleza que habitan en cada uno de los rincones de lo aparente y lo oculto.

Cuando la imagen da en el blanco a través de la metáfora, los objetos más comunes, las situaciones más triviales se muestran en toda su complejidad: por el ojo de la aguja del artefacto cotidiano pasan, no sólo el dromedario bíblico, sino árboles erguidos, casas como catedrales y expediciones al mundo invisible.

Esto es lo que se observa en la muestra fotográfica de José Antonio Rosales, quien vio en la urbe histórica de Coro, en el estado Falcón, la mirada que no olvida la esbeltez de los campanarios blancos, las paredes azules y rosadas de los conventos y la suavidad de las arenas desplazadas por los vientos. La mirada de José Antonio Rosales retrató las iglesias, la vegetación en las cúpulas, y las fachadas petrificadas de jardines. Las iglesias le brindaron sus secretos, aunque sin los ritos y misterios de la religión. A la visión de su cámara se le ofreció la comunión de una particular soledad. “Era como estar a la entrada de un túnel con el que se perfora el tiempo”, dice.

En arawaco -lengua indígena- Coro significa “viento”. El mismo viento ancestral que a cualquier hora estalla en los muros rojos, respirando un sol de piedra. Santa Ana de Coro, que es su nombre oficial, fue declarada Monumento Nacional y Patrimonio Histórico de la Humanidad por la UNESCO en 1993, por la belleza de su arquitectura colonial que, impecable y escultórica- rezuma las virtudes del pasado.

Coro, o Santa Ana de Coro, fue la primera capital de la Provincia de Venezuela, y fue la segunda ciudad fundada por los españoles en el año de 1527.

Las casas en esta ciudad parecen templos y los templos, santuarios que levitan por encima del adormecimiento. Son escenarios para la remembranza espaciosa, aun en medio de sus columnas, arcos y corredores. “Esta visita, dice Rosales, me renovó la piel, por ese viento circular que hurga por encontrar las razones de las continuas agitaciones de nuestro pasado”.

Silencioso y perseverante, anduvo con su cámara por interminables galerías y pasillos, absorbiendo el eco de las paredes restauradas, en una ciudad antigua de piedras. En esta capital los colores se esfuerzan en la memoria y sus encarnaciones, mientras el mediodía estalla en pedazos, en badajos de bronce desde los campanarios, que la cámara de José Antonio junta, para luego verterlos intactos.

Allí están la Casa de las Ventanas de Hierro, el Museo Diocesano, con su arte religioso, y el Museo de Arte de Coro. El Balcón de los Arcaya, edificio de dos pisos que sirve como sede al Museo de Cerámica Histórica y Loza Popular. La Casa de los Soto, que descuella por la fuerza de sus tonos. Desde todos los ángulos, la cruz que corona el campanario de la Catedral, vuela en la mirada. En la iglesia de San Clemente, la Cruz recuerda la madera del cují bajo el cual se celebró la primera misa de la Provincia de Venezuela.

Las reliquias inventan, en la soledumbre, charcos irreales de una luz que se abre en un espacio diáfano. Entre el hacer y el ver, José Antonio Rosales, eligió imágenes para ser habitadas por el lenguaje de los ojos.
“Me propongo explorar territorios transitados desde mi propia intimidad, paseándome por parajes públicos, que he visto antes, viéndolos de nuevo”.

En José Antonio Rosales la imagen se acumula en su mirada como las arenas nómadas de las dunas. En él la fotografía es como la acción constante del viento sobre las rocas. El soplo se desplaza continua, constantemente y por un período largo sobre las piedras; hasta partirlas en pedazos muy pequeños para convertirlas en imágenes.

domingo, 19 de abril de 2009

MANCHETA


Foto de Orlando Baquero.


Somos personas, ergo somos máscaras.

miércoles, 15 de abril de 2009

Coralia López Gómez: “A la sensibilidad del diseñador para la forma, debe unírsele su sensibilidad para el contenido"

Foto de José Antonio Rosales


En Coralia López Gómez coincidieron dos premios vinculados a su trabajo como diseñadora gráfica, otorgados por el Centro Nacional del Libro, en el IV Premio Nacional del Libro 2006. El primero de dichos trabajos fue el premio al Mejor catálogo de exposiciones, conseguido por el catálogo producido por la Galería “Braulio Salazar” de la Universidad de Carabobo, y que fue dedicado a la obra del artista plástico José Faneite. El veredicto del jurado expresó: “Este catálogo, diseñado con sobriedad y elegancia, con excelente material fotográfico y un texto analítico del escritor Juan calzadilla, destaca la obra del pintor José Faneite, la que hasta esta exposición era conocida superficialmente y de manera fragmentada y parcial. El catálogo demuestra la realización de una investigación exhaustiva sobre la obra de Faneite, valorando el conjunto y produciendo conclusiones sobre su significación”.

El otro premio otorgado a Coralia fue en el renglón del Mejor afiche que promocione el libro y la lectura. Es un cartel diseñado para la Fundación Casa Nacional de las Letras “Andrés Bello”, con el fin de difundir el Encuentro con la Literatura Infantil en Venezuela. El dictamen para este capítulo enuncia que “el afiche galardonado refleja el intenso deseo de los autores y promotores de la literatura infantil, de llenar a los niños de fantasía, color y alegría a través de la magia de los libros. Este singular encuentro con la literatura infantil en Venezuela quedó en la memoria por medio de esta obra”.

Ambos reconocimientos, concedidos por un jurado integrado por la escritora Laura Antillano, el bibliotecólogo Gabriel Saldivia, el director de la revista Día Crítica, Gonzalo Ramírez; el ensayista y crítico literario Alberto Rodríguez Carucci, el antropólogo Alejandro Calzadilla, la presidenta de la Distribuidora Venezolana del Libro, Rosa Fernández, y la representante del Centro Nacional del Libro, Beatriz Aiffil, vienen a confirmar los méritos que como diseñadora, Coralia López Gómez ha ido agregando a su carpeta de trabajo.

Nacida en Valencia, comenzó hace 15 años a combinar la utilidad del diseño y el significado de la forma. Más que diseño gráfico, sus destrezas la definen como una diseñadora en comunicación visual, en virtud de que sus trabajos refieren, por una parte, un método de diseño, la comunicación como un objetivo, y, por supuesto, lo visual como el medio, conjugando a través de estas tres coordenadas las preocupaciones y el alcance de su profesión.

“El diseñador gráfico, dice Coralia, debe trabajar en la interpretación, en el ordenamiento y en la presentación visual de los mensajes. A la sensibilidad del diseñador para la forma, debe unírsele su sensibilidad para el contenido. Un diseñador de textos no ordena tipografía, sino que ordena palabras con significados, e imágenes con historias; por lo tanto, trabaja desde la afectividad, en la belleza y, además, en la eficacia de los mensajes”.

El trabajo de Coralia tiene que ver, por consiguiente, con la planificación y estructuración de la comunicación, con su realización y con su estimación.

Coralia es egresada de la Escuela de Artes Plásticas “Arturo Michelena”; realizó estudios de diseño en el Instituto de Diseño Gráfico de Valencia y egresó como licenciada en Comunicación Social, de la Universidad Católica “Cecilio Acosta”. Además es ilustradora por naturaleza propia, y tiene en la fotografía, a la imagen como metáfora del pensamiento.

“El diseñador, afirma, debe tener conocimiento íntimo del lenguaje visual, de la comunicación, de la percepción visual, de la tecnología y de sus propios medios como ser humano”.

Por esta razón estudió comunicación social, dice, de forma tal que el periodismo la ayudara a ampliar su percepción del mundo de la composición gráfica. Así, el periodismo le aporta la comprensión de la importancia del texto, la ilustración le da la oportunidad de participar con sus propias creaciones en el trabajo de diseño, y éste la conecta a la estructura de la página.

Signos de identidad

Los signos de identidad de su trabajo son fáciles de identificar. Tienen en la línea y en los colores planos a sus principales protagonistas. Puede observarse una cierta tendencia al minimalismo, a cierta esencialidad, como si se afincara sólo en un esbozo de estructura, lo que le permite, según ella, una mayor efectividad en la transmisión del mensaje. Eso sí, la imagen ocupa en sus diseños un lugar especial. Pero una imagen que carece de sombras, de volúmenes, de degradaciones.
“Creo, dice, que a medida que transcurre el tiempo, en vez de ponerle, le quito elementos a mis trabajos. No me gustan los artificios en la composición de la página”.
En este sentido maneja con cuidado los recursos que le facilitan las computadoras y los programas. Desprecia el abuso de estos recursos; por el contrario, admira mucho el diseño que se hacía a partir de un buen concepto, valiéndose de las habilidades propias del diseñador: “Ahora pueden observarse trabajos que son más bien catálogos de efectos logrados con la computadora. Que hacen hincapié más en los efectos, que en el mensaje o la idea que se desea comunicar”.

Una característica que la define como diseñadora es su condición de lectora. Al contrario de lo que ocurre con muchos diseñadores, para ella las palabras no son sólo imágenes, sus significados también intervienen en el acto de componer. Sus trabajos guardan el equilibrio necesario entre las palabras y la imagen.

“El color, la tipografía, las palabras y las imágenes son partes importantes de la composición visual. La utilización de todos estos elementos en el espacio de una página en blanco influye en la eficiencia y en la eficacia de los mensajes gráficos. En todo caso, aunque me interesa mucho la estructura de las letras y le otorgo valor a sus formas, creo mucho en la importancia de sus significados”.

Coralia López Gómez ha participado en importantes proyectos editoriales. Diseñó e ilustró la página “La Escuela Viva”, durante nueve años, publicada semanalmente en el diario Notitarde, de Valencia. Espacio, a través del cual, pudo conocer el mundo de la literatura infantil. Ha ilustrado los libros Gatero y yo, de Luis Cedeño; De la escuela salen los caminos (Bejuma, Miranda, Montalbán); De la escuela salen los caminos (Puerto Cabello, Juan José Mora); Carta al Niño Jesús; De la escuela salen los caminos (Zulia), todos de ediciones La Letra Voladora.

Le reconoce a la escritora Laura Antillano el incentivo para dedicarse a la ilustración de libros dirigidos a niños. El primer libro que ilustró, ¡A que no me la adivinas! Repertorio de adivinanzas iberoamericanas, de Avilio González Tineo, fue publicado en México, editado por la Secretaría de Educación Pública. Este libro es una antología con adivinanzas de todo Ibero América, con ilustraciones suyas que ayudan a obtener pistas sobre las posibles soluciones de los acertijos publicados. Esta edición fue distribuida en las bibliotecas de todos los estados del país azteca.

También trabajó durante dos años en Brújula de Papel, experiencia editorial auspiciada por el diario El Nacional, cuyo objetivo abarcaba, a través de libros dirigidos a los niños, el suministro de herramientas para apoyar su proceso de formación educativa. Ha ilustrado algunos libros para niños que forman parte de una colección para jóvenes lectores: El discurso de angostura, de Simón Bolívar, y Vida ejemplar de Simón Bolívar, de Santiago Key Ayala.

Otra de las experiencias importantes llevadas a cabo por Coralia López, fue la de haber sido incorporada para realizar el desarrollo gráfico de la edición 74 aniversario del diario El Carabobeño, en Valencia: Ubuntu, buscando líderes para la convivencia. En un trabajo en equipo que califica de altamente positivo, Coralia desarrolló todo el concepto que lució esta edición especial.

Su trabajo más reciente, pudo ser observado en la 8va. Feria Internacional del Libro de la Universidad de Carabobo, cuando el Vicerrectorado Académico y el CDCH-UC, presentaron a la comunidad universitaria dos nuevas publicaciones: la revista Saberes compartidos y el periódico A ciencia cierta, Premio Nacional de Periodismo Científico 2008.

“El diseño es parte de mi vida, dice. Disfruto asistir a una feria de libros y ver libros y revistas bellamente editadas. Por esta razón, mi mayor aspiración es que quien vea uno de mis diseños, también pueda disfrutarlo como yo lo hice”.

En el año 2010, la diseñora y comunicadora social Coralia López Gómez compartió con su espeso, el fotógrafo y museógrafo Argenis Agudo, el Premio Nacional de Periodismo.

sábado, 11 de abril de 2009

LUMBRE DE LUNA


Foto de Orlando Baquero


Lo que más concierne a una ciudad no es el invento de algún personaje glorioso. Lo que más le atañe a ella es recrearse a sí misma, cada día, desde la nada y desde el vacío de sus habitantes. Ser ciudad es conversar con alguien a quien no conocemos; es echar una piedra a la piel rugosa del cielo para presentir las palabras que alguien estaba a punto de decir. El cielo, la conciencia del cielo, es como un espejo de agua inmóvil, en el que de pronto esa palabra convoca un ritmo de ondulaciones que remueven el limo del fondo, para resucitar la sensación que yacía para siempre en el osario del olvido, en la lumbre de la luna. Ser ciudad es estar dispuesto a la persecución y al asedio, y descender a esa parte escondida donde guarda el residente los recónditos tesoros de la felicidad y el error. El verdadero habitante es una sombra que espera siempre para encarnarse y vivir en la mirada de quien respira, con el sólo deseo de dibujar su rostro, para reconocerse en el otro algún día.

viernes, 10 de abril de 2009

ARTES DEL FUEGO


Foto de José Antonio Rosales.

Los artistas del fuego no se queman ni corrompen sus manos al tocar el fuego con el que producen sus piezas, porque usan un fuego distinto al fuego doméstico. El fuego de las artes es difícil de hallar y se usa siguiendo unas reglas secretas. No es un fuego elemental; es natural, vivificante y celeste. Su condición de ser un fuego diferente a aquel que es preparado y concebido por materia combustible como la madera, el aceite y el carbón, lo inclina en una dirección opuesta a lo vulgar y a lo cotidiano; es un fuego, por el contrario, espiritual y sensible.
A nuestro fuego no lo alegra el aire, ni lo anima algún hálito externo. No ejecuta ninguna operación fuera del horno, que es el templo en donde se enaltece su ritual. Allí, esa llama se oficia suave, benigna y natural; recluida, vaporosa, circulante, dorada, envolviendo la materia, de forma continua y eterna.
Al fuego doméstico no se le puede gobernar adecuadamente, pues se apaga y desaparece cuando le falta la materia combustible; el fuego de las artes cumple perpetuamente su infinita operación, porque se mantiene a sí mismo sin necesidad de nuestras manos, irradiando y circulando por la materia que es ungida mediante el vapor de su espíritu. La primera cualidad del fuego vulgar es la de consumir, destruir, devastar. Nuestro fuego calienta, suave y lentamente, aquello que construye y reanima, cociendo, conservando y congelando, humectando, nutriendo y aumentado su virtud. He aquí lo más admirable del fuego de las artes: es del todo semejante a la materia que moldea, a la purísima sustancia de sus vísceras. Este fuego es el verdadero hacedor. El secreto de su preparación está tan escondido, mediante un código ancestral y secreto, que uno no comprende como simples mortales lo posean.

martes, 7 de abril de 2009

Mujer: una historia contada por hombres


La opresión hacia las mujeres, cometida por una sociedad pensada desde lo masculino, es un fenómeno social que se ha prolongado indefinidamente, ha abarcado todos los ámbitos de la existencia humana, y ha estado omnipresente en todas las culturas y en todas las religiones.
En nuestro hemisferio, el estado de sumisión y servidumbre a que se les ha sometido ha sido escrupulosamente definido y constantemente demandado por autorizados pensadores laicos y religiosos, quienes al deducir “la naturaleza inferior" de las mujeres, determinaron su obligación de servir al hombre.
Este estado de sumisión histórica ha sido decisivo en la vida de ellas, pues las ha limitado a una perpetua minoría, a una radical subordinación y a una absoluta dependencia, que ha demostrado las claras relaciones verticales, jerárquicas y androcéntricas de dominación ancestral que ha ejercido el macho de la especie.
Esta afirmación podría encontrar eco en lo dicho por Federico Nietzsche, en su obra Más allá del bien y del mal (1886): "El hombre debe considerar a la mujer como propiedad, un bien que es necesario poner bajo llave, un ser hecho para la domesticidad y que no tiende a su perfección más que en esta situación subalterna”.
La aseveración del influyente pensador alemán nos muestra cómo la historia de la mujer ha sido una historia decidida y contada por los hombres.
Desafortunadamente, tan cruel posición no se ha podido quedar en el pasado, sino que se ha afirmado y se prolonga en el tiempo, abarcando, incluso, las circunstancias actuales. Algunas estadísticas podrían ayudarnos a comprobarlo: en las mismas condiciones de trabajo, en diferentes regiones, el salario de la mujer es del 30 al 40% menor que en el hombre. El paro forzoso femenino es mucho más alto que el masculino. 500.000 mujeres mueren cada año por complicaciones del embarazo, y 500, cada día, pierden la vida por abortos. En el Tercer Mundo ellas constituyen el 80% de la mano de obra campesina. Tres cuartas partes de los pobres del planeta son mujeres; y el 70%, de los 960 millones de analfabetos, también lo son.
Este desequilibrio cimienta unos vínculos injustos y jerarquizados, basados en el poder, que relegan la dimensión femenina y afectan a la humanidad entera. De allí que los movimientos feministas de liberación, asfixiados bajo el peso de la estrechez, hayan asomado la urgencia de una nueva sensibilidad en las formas de conectarnos, de sentir el mundo y a la humanidad, a través de una nueva conciencia.
Y, si nos detenemos a mirar bien, nos daremos cuenta de que es el resultado inevitable de la evolución humana que va descubriendo y necesitando distintas maneras, más ennoblecidas, de relación, que permita caminar hacia una liberación conjunta. "Las mujeres siempre lucharon al lado de los hombres contra la esclavitud, la colonización, el apartheid y por la paz. Que los hombres se unan con las mujeres en su lucha por la igualdad", ha pedido a los varones la feminista Gertrude Monguella.
La constatación de esta realidad es totalmente posible. Comporta un reconocimiento histórico y suministra también una idea de la perspectiva y de los intereses globales presentes en la lucha liberadora de las mujeres.
La dominación masculina, y todos esos comportamientos injustos y opresores contra ellas "ofenden la dignidad tanto del varón como de la mujer", y, por lo tanto, menoscaban a ambos. Es ineludible, entonces, reconocer que la nueva conciencia femenina debe ayudar también a los hombres a revisar sus esquemas mentales, su manera de autocomprenderse y de situarse en la historia e interpretarla.

Hace unos 14.000 millones de años, un huevo resplandeciente se rompió en medio de la nada y dio principio a los cielos y a las estrellas y a los mundos. Hace 4.500 millones de años, la célula originaria bebió el caldo del mar y se duplicó para tener a quién convidar un sorbo. Hace unos 2 millones, la mujer y el hombre, casi primates aún, se empinaron sobre sus patas y extendieron los brazos, y por primera vez tuvieron el espanto y el gozo de verse cara a cara mientras copulaban.
Hace unos 450.000 años la mujer y el hombre frotaron dos piedras y encendieron el primer fuego que los ayudó a soportar el invierno en el hogar primitivo. Hace unos 300.000, la mujer y el hombre se dijeron las primeras palabras y, entonces, creyeron comprenderse.

Aun hoy, queriendo ser dos, muertos de miedo y de frío, seguimos buscando las palabras.