Foto de José Antonio Rosales.
Los artistas del fuego no se queman ni corrompen sus manos al tocar el fuego con el que producen sus piezas, porque usan un fuego distinto al fuego doméstico. El fuego de las artes es difícil de hallar y se usa siguiendo unas reglas secretas. No es un fuego elemental; es natural, vivificante y celeste. Su condición de ser un fuego diferente a aquel que es preparado y concebido por materia combustible como la madera, el aceite y el carbón, lo inclina en una dirección opuesta a lo vulgar y a lo cotidiano; es un fuego, por el contrario, espiritual y sensible.
A nuestro fuego no lo alegra el aire, ni lo anima algún hálito externo. No ejecuta ninguna operación fuera del horno, que es el templo en donde se enaltece su ritual. Allí, esa llama se oficia suave, benigna y natural; recluida, vaporosa, circulante, dorada, envolviendo la materia, de forma continua y eterna.
Al fuego doméstico no se le puede gobernar adecuadamente, pues se apaga y desaparece cuando le falta la materia combustible; el fuego de las artes cumple perpetuamente su infinita operación, porque se mantiene a sí mismo sin necesidad de nuestras manos, irradiando y circulando por la materia que es ungida mediante el vapor de su espíritu. La primera cualidad del fuego vulgar es la de consumir, destruir, devastar. Nuestro fuego calienta, suave y lentamente, aquello que construye y reanima, cociendo, conservando y congelando, humectando, nutriendo y aumentado su virtud. He aquí lo más admirable del fuego de las artes: es del todo semejante a la materia que moldea, a la purísima sustancia de sus vísceras. Este fuego es el verdadero hacedor. El secreto de su preparación está tan escondido, mediante un código ancestral y secreto, que uno no comprende como simples mortales lo posean.
A nuestro fuego no lo alegra el aire, ni lo anima algún hálito externo. No ejecuta ninguna operación fuera del horno, que es el templo en donde se enaltece su ritual. Allí, esa llama se oficia suave, benigna y natural; recluida, vaporosa, circulante, dorada, envolviendo la materia, de forma continua y eterna.
Al fuego doméstico no se le puede gobernar adecuadamente, pues se apaga y desaparece cuando le falta la materia combustible; el fuego de las artes cumple perpetuamente su infinita operación, porque se mantiene a sí mismo sin necesidad de nuestras manos, irradiando y circulando por la materia que es ungida mediante el vapor de su espíritu. La primera cualidad del fuego vulgar es la de consumir, destruir, devastar. Nuestro fuego calienta, suave y lentamente, aquello que construye y reanima, cociendo, conservando y congelando, humectando, nutriendo y aumentado su virtud. He aquí lo más admirable del fuego de las artes: es del todo semejante a la materia que moldea, a la purísima sustancia de sus vísceras. Este fuego es el verdadero hacedor. El secreto de su preparación está tan escondido, mediante un código ancestral y secreto, que uno no comprende como simples mortales lo posean.
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