Foto de Orlando Baquero
Lo que más concierne a una ciudad no es el invento de algún personaje glorioso. Lo que más le atañe a ella es recrearse a sí misma, cada día, desde la nada y desde el vacío de sus habitantes. Ser ciudad es conversar con alguien a quien no conocemos; es echar una piedra a la piel rugosa del cielo para presentir las palabras que alguien estaba a punto de decir. El cielo, la conciencia del cielo, es como un espejo de agua inmóvil, en el que de pronto esa palabra convoca un ritmo de ondulaciones que remueven el limo del fondo, para resucitar la sensación que yacía para siempre en el osario del olvido, en la lumbre de la luna. Ser ciudad es estar dispuesto a la persecución y al asedio, y descender a esa parte escondida donde guarda el residente los recónditos tesoros de la felicidad y el error. El verdadero habitante es una sombra que espera siempre para encarnarse y vivir en la mirada de quien respira, con el sólo deseo de dibujar su rostro, para reconocerse en el otro algún día.
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