Foto de Víctor Hernández
El poeta francés Paul Valery nos previno acerca de dos abismos que intimidan al hombre: el orden y el desorden. En la sostenida lucha por lograr un digno equilibrio entre ambos desenlaces, la comunicación, como medio universal de intercambio entre los habitantes de nuestro planeta, juega un rol fundamental: el de poner la casa en orden, para que esa morada sea habitada en paz.
Lamentablemente, las testas rudas de algunos dirigentes, han sido indolentes a la sabia advertencia del diálogo. Pareciera que se vive en la medida en que otro tipo de comunicación se niega, se torna difícil o, quizá, íntimamente imposible. El esfuerzo ha sido el de acallar, de modo drástico, el llamado apremiante de que la comunicación humana no adquiera la babélica confusión que envuelve en ella a los hombres y sus conductas.
Por el contrario, ocurre un contrasentido. Semejante fenómeno de incomunicación mundial sucede en un tiempo en el que las relaciones humanas son simplificadas por la existencia de todos los medios posibles; en una época en la que además murieron las prohibiciones.
Así, la paz incomunicada, ante una sociedad que no nos satisface, no se inmuta. En la soledad de la impotencia que nos condena, ante el dolor universal sin respuesta, sólo nos queda un camino: Si el hombre habita en el habla, y las palabras son de todos, para comunicar la paz se requerirá de toda una humanidad capaz de sobreponerse a sus propios peligros y de manifestarse en códigos claros. Quizá nunca haya sido más fuerte la tentativa del hombre de proponerse como fin a sí mismo. Y el nudo del problema está aquí: millones de seres humanos aspiran al amor, pero la palabra nunca es pronunciada.
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