martes, 8 de diciembre de 2009

LA CASA


Foto de José Antonio Rosales.



He recordado, vagamente, el fogón al final del patio de la abuela. El recuerdo lo ha traído un remolino de tiempo que pasa y se aleja. Han aparecido, como si de fotogramas se tratara, el laberinto de la brasa, el calor de unas manos asándose al fuego, el jardín de flores redondas y blancas ardiendo sobre un budare sombrío. Más al fondo, he escuchado al abuelo que, con su azada, arrancaba las matas de tomillo y romero, mientras el viento peinaba los penachos del maíz y las copas redondas de los pequeños mangales. Dentro de la casa, el olor de la cocina era aroma de café y huevos revueltos. Un haz de luz con mil partículas del polvo penetraba por una rendija del techo y se aposentaba como una luz cinematográfica sobre las paredes blancas. La puerta era fuerte, de roble. Y por las ventanas entraba el suave calor de un aire transparente. La casa fue antes un convento, un edificio con corredores claustrales. Las campanas de la iglesia vecina nos despertaban cada día, y a ella solíamos asistir para expresar nuestra devoción por el pan. Echo de menos esa casa, y aunque todavía existe, de ella ya no salen por sus puertas y ventanas los aromas del hogar que respirábamos.

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