Foto de Kent Klich
La calle es una escuela, y cada año, las de nuestras ciudades, incrementan su matrícula y renuevan su pensum de estudios para recibir a los nuevos “estudiantes”. Las asignaturas más difíciles son droga, delincuencia y prostitución. Pero la aplicación de los alumnos y la indiferencia de nuestra sociedad, favorecen la aprobación del curso sin contratiempos.
En el mundo, el registro asciende a 100 millones, de acuerdo a cifras del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF). Las facciones del rostro de cada uno de ellos cambian de acuerdo al país: Manila, Nueva York, Sao Paulo; Lima, Beijing, Marruecos. Pero el niño detrás de la mirada perdida siempre es el mismo.
No juegan nunca, y las razones que los conducen a la calle son diversas. Son desertores; han sido expulsados del sistema escolar o jamás han estado en él. No tienen documentos de identidad, por lo que para la sociedad formal, los niños de la calle no existen.
Un motivo fundamental de su deserción es la realidad socioeconómica en que viven sus familias, y, sobre todo, la desintegración de los lazos afectivos. La situación en los hogares conlleva, invariablemente, abuso físico y emocional por parte de los padres o padrastros. Es por lo que los niños escapan y toman las calles, donde viven eventualmente con otros niños con quienes forman –es el sino de sus vidas-, nuevos “núcleos familiares”.
Irse del hogar, en la mayoría de los casos, no es un hecho repentino. La decisión es tomada de forma gradual. El contacto diario en sus casas con la pobreza, el abuso sexual y el maltrato físico o psicológico, hacen que cada vez sea más difícil volver a ellas. En la calle encuentran, en medio de un mundo de aventuras, una aparente libertad. Pero es sólo la ilusión de vivir sin normas. En la calle son víctimas del mismo o peor maltrato.
Los más desafortunados caen en manos de gente inescrupulosa que los prostituye a cambio de estupefacientes o de unas pocas monedas, y deben enfrentarse a todo tipo de riesgos, incluso, el de ser agredidos por la policía cuando son protagonistas de algún delito.
“En nuestra sociedad encarcelamos a los niños hambrientos cuando roban algún alimento. Algún día existirá una sociedad en donde la policía detenga a todo niño hambriento para obligarlo a comer”, dijo alguna vez el escritor inglés Bernard Shaw, de los niños de la calle del Londres del siglo XIX, y seguramente del XX.
El único alimento que les sirve a los nuestros para sobrellevar la pesadilla, es un pote de pegamento para zapatos. Con él evaden el miedo, el hambre y el frío, a cambio de otros dolores más terribles.
La mayoría acaba adicta a cualquier droga, y al final su capacidad para sentir y su inteligencia se ven reducidas al mínimo, lo mismo que su voluntad.
Desean un hogar, pero le temen al encierro, por lo que se mudan permanentemente para evadir las agresiones de la gente que los mira como si fuesen un cargo de conciencia. El transeúnte, común y corriente, recela de su presencia, sin darse cuenta de que al fin y al cabo son niños. Simplemente seres humanos; desaventajados discípulos en una sociedad que imparte una enseñanza brutal.
En el mundo, el registro asciende a 100 millones, de acuerdo a cifras del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF). Las facciones del rostro de cada uno de ellos cambian de acuerdo al país: Manila, Nueva York, Sao Paulo; Lima, Beijing, Marruecos. Pero el niño detrás de la mirada perdida siempre es el mismo.
No juegan nunca, y las razones que los conducen a la calle son diversas. Son desertores; han sido expulsados del sistema escolar o jamás han estado en él. No tienen documentos de identidad, por lo que para la sociedad formal, los niños de la calle no existen.
Un motivo fundamental de su deserción es la realidad socioeconómica en que viven sus familias, y, sobre todo, la desintegración de los lazos afectivos. La situación en los hogares conlleva, invariablemente, abuso físico y emocional por parte de los padres o padrastros. Es por lo que los niños escapan y toman las calles, donde viven eventualmente con otros niños con quienes forman –es el sino de sus vidas-, nuevos “núcleos familiares”.
Irse del hogar, en la mayoría de los casos, no es un hecho repentino. La decisión es tomada de forma gradual. El contacto diario en sus casas con la pobreza, el abuso sexual y el maltrato físico o psicológico, hacen que cada vez sea más difícil volver a ellas. En la calle encuentran, en medio de un mundo de aventuras, una aparente libertad. Pero es sólo la ilusión de vivir sin normas. En la calle son víctimas del mismo o peor maltrato.
Los más desafortunados caen en manos de gente inescrupulosa que los prostituye a cambio de estupefacientes o de unas pocas monedas, y deben enfrentarse a todo tipo de riesgos, incluso, el de ser agredidos por la policía cuando son protagonistas de algún delito.
“En nuestra sociedad encarcelamos a los niños hambrientos cuando roban algún alimento. Algún día existirá una sociedad en donde la policía detenga a todo niño hambriento para obligarlo a comer”, dijo alguna vez el escritor inglés Bernard Shaw, de los niños de la calle del Londres del siglo XIX, y seguramente del XX.
El único alimento que les sirve a los nuestros para sobrellevar la pesadilla, es un pote de pegamento para zapatos. Con él evaden el miedo, el hambre y el frío, a cambio de otros dolores más terribles.
La mayoría acaba adicta a cualquier droga, y al final su capacidad para sentir y su inteligencia se ven reducidas al mínimo, lo mismo que su voluntad.
Desean un hogar, pero le temen al encierro, por lo que se mudan permanentemente para evadir las agresiones de la gente que los mira como si fuesen un cargo de conciencia. El transeúnte, común y corriente, recela de su presencia, sin darse cuenta de que al fin y al cabo son niños. Simplemente seres humanos; desaventajados discípulos en una sociedad que imparte una enseñanza brutal.
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