viernes, 23 de enero de 2009

CADA CIUDAD ES UN LIBRO

Foto Graciela López

Las ciudades son un invento remoto. Desde la ciudad ática de los griegos, hasta las legendarias Sodoma y Gomorra, la idea de ciudad ha hecho un recorrido por más de veinte siglos de historia, a través de la mirada de sus habitantes.
La ciudad, por tanto, es y ha sido del ojo del que la mira, y del que viviéndola a diario, la construye y la reconstruye. Por eso decimos que cada ciudad es un libro; del que la lee y, sobre todo, del que la relee.
Es un libro escrito en el papel o en la piel del transeúnte, que con buena o mala sintaxis, teje una densa red de significados, en el que cada edificio, cada calle, cada paso, abarca en su precisa constitución, una revelación individual y colectiva.
Es una lectura que permanentemente nos abre a otro lugar, adonde ocurrimos, donde nos decimos, en el que elaboramos nuestra historia apoyándonos en fragmentos de relatos, a veces en frases escritas por otros.
Hay, por lo mismo, accesos ciertos y falsos. Callejones ciegos, avenidas que no conducen, calles sin. Por lo tanto, nadie puede entrar o salir de una ciudad sin una cierta iniciación, sin un mapa, sin una brújula que permita su lectura, la cual empieza y termina en nosotros.
Es la ciudad imaginada, sólo visible a los ojos de quien es capaz de decodificar, a través ella, esa otra invisibilidad urbana que hace referencia a aquello sobre lo que fijamos la vista –las casas, los monumentos, las vías asfaltadas- que no constituyen, por cierto, la ciudad absoluta, sino marcas sobre el territorio que dan cuenta del infinito proceso por el cual el ser humano (urbano), se da sentido a sí mismo, pues las ciudades son fragmentos de un relato único que transforma un planeta en mundo.
Para estos fotógrafos, las ciudades son el extremo de la voluntad, la expresión más acabada del ser. Un sueño turbulento, humano en esencia, pero que despierta a una ciudad que se resiste a sucumbir, y sobrevive en la imaginación. Para ello es necesario que el lugar retratado primero logre convertirse en paisaje interior, para que la imaginación lo habite y haga de él su teatro. Retratarla, entonces, es una osadía.
El primer plano de esta vista lejana es la ciudad, con sus edificios, cúpulas e iglesias. La ciudad, como un conglomerado de casas, con calles muy estrechas; con plazas y jardines se reflejan en el espejo de los charcos de agua, y dos o tres avenidas por donde corre una vida alterada por la indisciplina.
Es la imagen de esa ciudad que ha venido refugiándose en ella, contrayéndose en la umbría de un recuerdo, en la mirada que se vuelve en una esquina en el centro mismo de la ciudad, o en el fondo de una calle que estiliza su última existencia posible, con lo que da el recuerdo; el que queda, desvaneciéndose sobre el óleo de un pintor de provincia, o en fotos polvorientas de un aserrín impalpable que es la traza misma del tiempo.
Es esa ciudad irrecuperable que asciende lentamente, entregándose en su hermosura imperfecta, pero confiada a un registro sensible, a través de la memoria del hombre, que es su cámara diaria.
Si los ojos se esfuerzan, casi capturan esa ciudad perdida, leve como el oro de la luz, que desaparece interminablemente en una atmósfera dorada sobre la ciudad real, la ciudad del presente. La que se retrata y es intervenida por una nueva forma de mirar. Se retrasa así el triunfo de la muerte, confiado en esa imagen llena de nobleza a las sales de plata, al yoduro argéntico, o al registro preparado con las nuevas tecnologías de la computación.
Llevamos la carne atada al espíritu; pero lejos de arrastrar el espíritu por el barro, es él quien domina la materia y la sublima. El Paraíso era un huerto como el nuestro, antes de ser expulsados de la ciudad, si alguna vez la habitamos; aunque, a decir verdad, el nuestro no es un paraíso, porque la melancolía lo inunda, quizá por la expiación del primer pecado.
En este seno se perfilan los dintornos de la ciudad que se ha hecho, señorial y fina, decadente y ruinosa. El señorío hubiese sido la mirada que domina, si una carcoma invisible no hubiese demolido sus apariencias externas de distinción. No han cesado de apagarse las floraciones de los siglos que son las casas solariegas y otros edificios asesinados por una triste desidia.
A veces, la ciudad es una galería de exposiciones que nos odia; otras, una ciudad viajera en el tiempo que se acendra, y otras, una dorada concentración del ser, que se ilumina unos días, ante el ser de la nueva ciudad.
Las ciudades se salvan no como ficciones inmaculadas, sino como realidades que aún pueden mirarse, describirse y hacerse humanas, pues la percepción de la ciudad no se efectúa en la imagen que recoge el ojo, sino en la reconstrucción que hace la memoria. La fotografía y la memoria construyen la ciudad, llenando el vacío con los descubrimientos de la imaginación.
En algunas imágenes, la ciudad es geometría que intenta proporcionar lo inconmensurable. En otras, sobre el cuaderno de campo, el fotógrafo anota los nuevos alfabetos del computador. En otras, hay ventanas abiertas a las representaciones de la cultura, vestigios de la vida anterior, la historia sedimentada, que nos permite el encuentro con los naufragios del origen. Fragmentos de formas desintegradas, ennoblecidas con el fluir del tiempo.
La ciudad aparece, sin embargo, invencible con sus recuerdos, símbolos y fetiches. En ella nos queda también la mirada de los objetos transitorios, y el cuerpo del hombre que hace tiempo fue arrojado del edén urbano.
Comenzado el siglo XXI, estamos apenas aprendiendo a leer estéticamente la esencia existencial de las ciudades. Las puertas de los libros siguen abiertas, porque nuestras urbes son apenas adolescentes que buscan aprender el amor de sus habitantes.

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