Universidad de Carabobo. Venezuela. Foto: Víctor Hernández.
El rostro del exilio se aferra a la nostalgia. La memoria es un velo convertido en viento, que nos da en la cara con la sensación del desarraigo. El desamparo trasciende la anécdota biográfica para convertirse en un vacío que lo domina todo. Pues el exilio es un cerco que aflige a la ciudad, al amor y a la vida. En su mirada, el habitante del exilio refleja un huérfano que escribe, que aprende a modelar en sus manos las palabras, para que en ellas hable un lenguaje con las huellas del cuerpo que recuerda. Vive en el nomadismo, moviéndose en el vértigo y en la limitación. El exiliado siempre es un extranjero que hace de la ruptura y la disidencia una rutina.
Es un ángel que vive en perenne meditación, en cotidiana interiorización, pero bajo una constante “luz provisional”, según lo dicho por el poeta Tomás Segovia. Y esta luz es la que impide que el nómada se refugie definitivamente en la nostalgia, renunciando al mundo. Aunque el perfume del exilio sofoque.
Si el frío del invierno llega a hacer daño, las temperaturas en verano matan. Para vivir en estos extremos, el exiliado camina al ritmo de los termómetros. Por eso en su rostro siempre se ve el cansancio del paisaje, pues cada vez es más difícil celebrar cada nuevo aniversario.
El exiliado debe encontrar la soledad consigo mismo y con su mundo para componer su relato, desapareciendo, a veces, de los espacios cotidianos; abandonando el pensamiento compartido, a través del silencio y la soledad, o mediante el retiro del compromiso afectivo, ocultándose tras la máscara del disfraz emocional.
La distancia existencial, como injusta reclusión, se transporta, entonces, en un esfuerzo de readaptación, a la nueva condición no elegida. El exilado se exige así una fe callada de reconciliación con lo pasado, una conciencia de reposo irrecuperable. El diálogo sin habla se refleja en su rostro como una breve oración.
Es un ángel que vive en perenne meditación, en cotidiana interiorización, pero bajo una constante “luz provisional”, según lo dicho por el poeta Tomás Segovia. Y esta luz es la que impide que el nómada se refugie definitivamente en la nostalgia, renunciando al mundo. Aunque el perfume del exilio sofoque.
Si el frío del invierno llega a hacer daño, las temperaturas en verano matan. Para vivir en estos extremos, el exiliado camina al ritmo de los termómetros. Por eso en su rostro siempre se ve el cansancio del paisaje, pues cada vez es más difícil celebrar cada nuevo aniversario.
El exiliado debe encontrar la soledad consigo mismo y con su mundo para componer su relato, desapareciendo, a veces, de los espacios cotidianos; abandonando el pensamiento compartido, a través del silencio y la soledad, o mediante el retiro del compromiso afectivo, ocultándose tras la máscara del disfraz emocional.
La distancia existencial, como injusta reclusión, se transporta, entonces, en un esfuerzo de readaptación, a la nueva condición no elegida. El exilado se exige así una fe callada de reconciliación con lo pasado, una conciencia de reposo irrecuperable. El diálogo sin habla se refleja en su rostro como una breve oración.
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