martes, 27 de enero de 2009

José Joaquín Burgos: “El mayor premio que puede recibir un escritor es la permanencia de su obra en el tiempo”

Foto de José Antonio Rosales

José Joaquín Burgos (1932) revive, cada día, en la penumbra de la página, la palabra; y le otorga luminosidad, aun escrita en blanco y negro. Y aunque luego de más de siete décadas su ingenio se ha agudizado por el trabajo desarrollado con disciplina, en su labor se advierte la inquietud de un joven espíritu creador.
Estima que vivirá hasta los cien años, y no se queja por los es (tragos) del tiempo y de la vida. Cuando habla se enciende una luz en sus ojos, porque tiene la fuerza de un bonsai. Hace algún tiempo su salud se vio afectada seriamente por un virus misterioso. La contundencia de su recuperación se la atribuye a su hábito de recorrer a pie, solo o acompañado, las calles de esta ciudad. “Acredito que es cierto”, rubrica, mientras esboza la sorpresa de una sonrisa.
Burgos es un hombre educado, en el sentido absoluto de la palabra. Es profesor, egresado del Instituto Pedagógico de Caracas, en la especialidad de Castellano, Literatura, Latín y Raíces Griegas, con mención Cum Laude. Desde entonces se empeñó en compartir esa educación con los alumnos del Liceo “Miguel José Sanz”, de Maturín; del liceo “José Vicente de Unda”, de Guanare; del liceo “Pedro Gual”, de Valencia, y de la propia Universidad de Carabobo, adonde ha sido invitado como profesor a cursos de postgrado, maestrías y doctorados. Y en todos aquellos que han seguido sus pasos a lo largo de esta ciudad.
Burgos posee un don: escribe con sencillez y hondura. Ronda de luz, Los días iniciales, Guanare siempre, Unicornio, Guanare Piedraluz, Coromotanías, Piel de sueño, en poesía; Por aquí se escuchan las pisadas del tiempo, discurso; El Pozo del Arcoiris, Torreparque, Don Juan de los Poderes, La ciudad novelada y Las Murallas del reino, en narrativa, son algunos de los títulos con los cuales el escritor ha construido su propia urbe de letras: el lector puede ver en los libros de José Joaquín Burgos las etapas de una dilatada búsqueda de una existencia policéntrica: los muertos propios, el amor, los antepasados, los futuros imposibles, los naufragios. Un viaje literario que ha evolucionado desde un lugar en sombras en donde los sueños existen, hasta el esplendor. En un recorrido con el que ha hecho recuento de los distintos estadios de su vida, cimentando una biografía que, siendo única y propia, hoy también es colectiva.
Pero la inquietud de sus escritos ha trascendido la labor literaria, y se ha desbordado, durante muchos años, en el campo periodístico como columnista de los diarios El Carabobeño, El Nacional, Notitarde y en periódicos de todo el país.
La ciudad de Guanare le honrado con la creación del Premio Anual de Literatura “José Joaquín Burgos”, institución literaria y cultural del país.
-El que le hayan dado mi nombre, dice, significa un reconocimiento, una manifestación de cariño de mis paisanos, lo que me emociona más que cualquier otra cosa; pero que no aumenta ni rebaja mi estatura. Algunos lo ven, en forma jocosa, como un anticipo del sepulcro; otros le atañen una razón para la vanidad. En lo que a mi concierne, el premio no me hace mejor poeta, ni mejor escritor. A lo sumo, y esto sí me enorgullece, es la identificación tangible con la sencillez de la gente de mi pueblo.
Lo único que lamenta el poeta, y lo dice a manera de guasa, es que él mismo no pueda participar en el concurso.
El premio consta de una suma en metálico, una medalla de oro y la publicación del trabajo ganador. “Como premio, dice el poeta, es una convocatoria nacional, con una recompensa tentadora, y, sobre todo, es una puerta que permite entrar a los creadores del país, incluso a aquellos que están impedidos de su libertad legal”.
-Los premios, dice el poeta, son necesarios en el sentido del estímulo. Aunque el manejo dudoso de algunos certámenes ha dado lugar a la diatriba, a la envidia y a las zancadillas. Me gustan los concursos en cuanto a oportunidad para confrontarse, pero siempre y cuando se asista a ellos con el ánimo limpio, sereno, y exclusivamente con las armas que da el conocimiento del lenguaje y la imaginación.
-El mayor premio que puede recibir un escritor, afirma, es uno que jamás recogerá en vida: la permanencia de su obra en el tiempo. El poeta español Antonio Machado dice que “la poesía es tiempo”. Esto significa que cuando la poesía sobrevive en el tiempo es cuando hay verdadera condición poética. Por eso creo que el mayor premio que puede recibir un escritor es que su obra pueda ser recordada, reconocida y descifrada al cabo de cincuenta o cien años.
En este sentido Burgos recuerda igualmente al poeta español Jorge Manrique, a quien califica como poeta de la sencillez. A través de una lectura de sus textos, sencilla y profunda al mismo tiempo, nos indica que Jorge Manrique “es el poeta que conquista el cielo para pobres y ricos”, en el sentido más democrático que sólo tiene la muerte. “Han transcurrido quinientos sesenta y cinco años de su desaparición física, y aún los lectores repiten con sorprendente actualidad: “Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, que es el morir”.
Otras instituciones que han reconocido la obra del poeta son el Orfeón “José Joaquín Burgos”, que congrega a todos los orfeones de los liceos de Guanare, así como el Taller de Arte Popular de esta misma ciudad que también lleva su nombre. Ha recibido igualmente la Orden “Andrés Bello” en su Primera Clase; la Orden “José Vicente de Unda”, “José Antonio Páez” y “Juan José Mora”, todas en su Única Clase.
Pero nada de esto lo ha afectado en su vanidad. Por el contrario, dice que la arrogancia en los creadores es una enfermedad, que con los años puede desaparecer, o agravarse. Es un vicio en la personalidad del escritor. “Para mí, a medida que escribo más, me acerco también más a lo que quiero decir, pero sin petulancia, porque la vanidad es el peor enemigo del escritor. Hay que pedir a Dios y a la Virgen de Coromoto que la escritura sea como el camino de Ítaca, para que nunca cese la pasión”.
Digamos, pues, con el poeta Burgos que “la función del escritor es la de narrar, describir, juzgar, refutar, aplaudir o condenar lo que ve o vive; observar sus sueños y los de los demás”.
Todos estos aspectos, con acentos mayores o menores en cada uno de ellos, es lo que comúnmente llamamos literatura; “es decidirse, según el poeta, a partir de elementos subjetivos, a cambiar lo único absolutamente objetivo que rodea la conciencia del hombre, es decir, el mundo”.
El escritor deviene en una conciencia que reelabora la realidad. De allí que podríamos expresar con el escritor mexicano Juan Rulfo que “para ver la realidad se necesita mucha imaginación”.
Por todo ello, no es demasiado aventurado inferir de las palabras del poeta Burgos, que como todo creador, él, luego de un fallido intento por racionalizar su mundo para poder entenderlo y definirlo, terminó subjetivando su propia realidad. Vaciando absolutamente su actividad intelectual al plano subjetivo de las ideas, para concretar en sus novelas, en sus cuentos o en su poesía su visión personal de un mundo objetivo y real, que para serle más comprensible y llevadero a él como hombre, requirió y requiere del diario e inagotable ejercicio imaginario de la creación que el poeta efectivamente ejerce con libertad.
-Escribir, dice Burgos, es la manera más libre de ver al mundo desde un ángulo particular y a partir de una concepción metafísica individual. Escribir es el derecho de ver nuestro entorno libre e individualmente, aunque tal visión comporte como consecuencia un determinado compromiso social. Otra cosa muy distinta es la radical militancia política del escritor, afirma.
“Desde ese aspecto, dice el poeta, es el hombre, acosado por su sensibilidad social o por sus necesidades materiales, el que se ve estimulado para que la independencia de su labor se brinde al servicio de ciertas causas. En el infinito literario puro, la única dictadura válida es la que proviene de la necesidad liberadora de expresarse”.
-Y aunque algunos lo hacen pensando en la posteridad; por misantropía o por soledad; por vanidad o por soberbia; por amor o por odio, o simplemente, para darle a su imaginación una válvula de escape, creo que en mi caso también escribo para darle un sentido trascendente a mi vida, intentando mejorar con mi trabajo el mundo mío y el de los demás. Es decir, que inspirado en la memoria individual asumida por los demás a través del tiempo, deseo llevar mediante de mis escritos la inmortalidad a todos los hombres.
La inmortalidad que propone el poeta Burgos no es otra cosa que el deseo válido por trascenderse. No se trata de la gloria de los héroes, se trata de la inmortalidad de la memoria, o mejor, de la inmortalidad como memoria a través de los tiempos: vida perpetua en la memoriosa historia del hombre.
“Es como si al escribir, dice, al tiempo que le damos sentido de inmortalidad a la vida, estamos retrasando nuestra propia muerte, porque buenos o malos, los libros que escribimos nos sobreviven; son el reflejo de nuestro pensamiento, la pasión lúdica de las palabras que quedan. Serán esos libros, en última instancia, el rastro indeleble de nuestro paso por el mundo. La trascendencia es el instrumento con el que cuenta la imaginación del hombre para combatir su postrada condición mortal”.
Todos y cada uno de los seres mortales escogen de una u otra manera su perpetuidad.
José Joaquín Burgos ya escogió la suya: seguir escribiendo.

EL ROSTRO DEL EXILIO

Portada revista Laberinto de Papel, No. 4, octubre 2006.
Universidad de Carabobo. Venezuela. Foto: Víctor Hernández.

El rostro del exilio se aferra a la nostalgia. La memoria es un velo convertido en viento, que nos da en la cara con la sensación del desarraigo. El desamparo trasciende la anécdota biográfica para convertirse en un vacío que lo domina todo. Pues el exilio es un cerco que aflige a la ciudad, al amor y a la vida. En su mirada, el habitante del exilio refleja un huérfano que escribe, que aprende a modelar en sus manos las palabras, para que en ellas hable un lenguaje con las huellas del cuerpo que recuerda. Vive en el nomadismo, moviéndose en el vértigo y en la limitación. El exiliado siempre es un extranjero que hace de la ruptura y la disidencia una rutina.
Es un ángel que vive en perenne meditación, en cotidiana interiorización, pero bajo una constante “luz provisional”, según lo dicho por el poeta Tomás Segovia. Y esta luz es la que impide que el nómada se refugie definitivamente en la nostalgia, renunciando al mundo. Aunque el perfume del exilio sofoque.
Si el frío del invierno llega a hacer daño, las temperaturas en verano matan. Para vivir en estos extremos, el exiliado camina al ritmo de los termómetros. Por eso en su rostro siempre se ve el cansancio del paisaje, pues cada vez es más difícil celebrar cada nuevo aniversario.
El exiliado debe encontrar la soledad consigo mismo y con su mundo para componer su relato, desapareciendo, a veces, de los espacios cotidianos; abandonando el pensamiento compartido, a través del silencio y la soledad, o mediante el retiro del compromiso afectivo, ocultándose tras la máscara del disfraz emocional.
La distancia existencial, como injusta reclusión, se transporta, entonces, en un esfuerzo de readaptación, a la nueva condición no elegida. El exilado se exige así una fe callada de reconciliación con lo pasado, una conciencia de reposo irrecuperable. El diálogo sin habla se refleja en su rostro como una breve oración.

EL QUE LEE NUNCA ESTÁ SOLO


Ilustración Pedro León Zapata





Leer, dice el premio Nóbel de Literatura José Saramago, es bueno para la salud. El hombre o la mujer que lee lleva a su corazón, a través de la savia de sus arterias, el alfabeto ordenado en pensamientos. Uno lee, y se hace más ilustrado, pero también más cuestionador, porque no hay ningún libro, por inocente que parezca, que sea inocuo. Los libros son un bien, y la lectura una conquista y un privilegio, que te ofrece libertad, pero también puede ser un artilugio que activa incertidumbres sobre tus propias certezas.
Leer un libro es un acto solitario que nos lleva a un destino que nadie conoce. Sabemos quiénes somos al entrar, mas no sabemos qué seremos al salir de ella. Y aunque la soledad de la lectura es absoluta, el que lee nunca está realmente solo.
Las galeras de un libro pueden ser, a un tiempo, geométricas ciudades de aéreas visiones humanas; pueden ser fantásticas realidades, aunque no siempre contengan el perfume de una sonrisa. La lectura de un libro puede asomarnos al rumor de un pensamiento, que nos enseña a desconfiar de las quimeras de la razón, o estar impregnada del humor que es habitado por la paradoja y el absurdo. Su lenguaje puede servirnos de ganzúa con qué asaltar los cerrojos de la indiferencia, o puede ser la llave que cierre las puertas al temor y a la ignorancia.
Aun en medio del fragor de la ciudad, un libro es un objeto ideal para el trayecto en un bus, o para las lecturas en un café. Sentados en una plaza, alzando los ojos para contemplar el paso de la imaginación, el libro puede sernos útil para obtener un mejor enfoque del mundo.
Leer es el aguijón del pensamiento, la vía de regreso al paraíso, el espejo que nos revela nuestra verdadera faz, y la ventana a través de la cual podemos mirarnos.

HIROSHIMA, LA NOTICIA QUE NUNCA FUE


Interesada por la historia del día a día y del papel del periodista en ella, en el caso de este libro, sobre el lanzamiento de la bomba atómica que dio fin a la Segunda Guerra Mundial, la investigadora y comunicadora social mexicana, Silvia Lidia González Longoria, escribió Hiroshima, la noticia que nunca fue, el cual realizó como tesis doctoral en el Colegio de México. Dice la autora: “La Hiroshima que yo conocí, me la recuerdan en las lecciones de la escuela, después empecé a sentir que había una visión en los libros de texto y una visión periodística”.
Cando se dio a la tarea de investigar encontró que las noticias sobre la bomba, publicadas el 7 de agosto de 1945, eran por demás insuficientes, “encontré tres líneas en un periódico donde decía: ‘Ayer cayó una bomba en Hiroshima y parece que hubo leves daños’, a mí me pareció un vacío, no sólo en las hemerotecas, sino un vacío de historia de la humanidad”.
Factores como la censura o la manipulación influyeron en el tratamiento superficial que se le dio a “la noticia más trascendente del siglo XX”. Las sociedades japonesa y estadounidense, así como la sociedad en general, fueron víctimas de la mala información. Hiroshima, la noticia que nunca fue define la idea de silencio que mató a tantos miles de seres humanos y a la noticia misma.
En su libro revela el funcionamiento de los medios de comunicación, durante la Segunda Guerra Mundial y en cualquier conflicto reciente. Además de centrar su investigación en los sucesos, Silvia Lidia voltea su atención hacia las víctimas, algunos de cuyos sobrevivientes entrevistó y a otros participantes como el científico de origen hispano, Luis Álvarez, encargado de indicar el momento del lanzamiento de la bomba.
“A partir de su voz se lanzó el misil atómico, el hombre que se va a la cola del avión a dibujar la nube atómica empieza a pensar en su hijo de cinco años y a escribir una carta preguntando si realmente valió la pena.”

Leonardo Lozano: “Deseo llevar el alba histórica de la música académica a mis contemporáneos en manos de su instrumento nacional”

Foto de José Antonio Rosales


Leonardo Lozano (1966) es, según lo expresado por el maestro de guitarra venezolano Alirio Díaz, “un personaje iluminado por el genio de la música”, la que llegó a su vida, según dice Leonardo, mediante tres descubrimientos. Una primera revelación tuvo que ver con el hallazgo de la música como opción existencial; una segunda develación fue su encuentro con el cuatro como instrumento, y una tercera manifestación se materializó a través en las infinitas posibilidades musicales del cuatro.

“El cuatro, dice Leonardo Lozano, era mi instrumento perfecto para narrar la historia del nacimiento del ámbito cortesano en el género de las guitarras, y esa narración había que dársela también al público venezolano. Por eso escogí el cuatro para contar esa parte de nuestra historia, el período durante el cual España hizo contacto primigenio con nuestras tierras”.

Leonardo tuvo sus inicios en la música en el ámbito familiar, con el piano como uno más de los muebles de la casa. “Soy el menor de cuatro hijos. La menor de mis hermanas tiene siete años más que yo, de manera que cuando tenía seis o siete años, mis hermanos ya andaban por el mundo musical. Algunas amistades de nuestra familia, vinculadas con la música popular, tocaban el piano y la guitarra, y como un piano no es un instrumento frecuente en las casas valencianas, en mi casa, en donde había uno, teníamos el privilegio de las visitas musicales de estos amigos. La presencia de ese piano fue enriquecedora para mi niñez. Cuando llegaban visitas, como las del músico Carlos Bellón o Laura Casasola, quien fue con los años concertista de piano, se producían momentos especiales, porque, músico como era sin saberlo, la música me alborotaba la sangre. El sonido del piano era un jolgorio en el alma”.

“La riqueza más grande en mi niñez fue la presencia en mi casa de los músicos populares. Fueron los que realmente pusieron el sabor, el condimento. Ellos iban no para ganarse la vida, sino para darle vida a la casa. Ese tipo de música, realizada con intenciones tan puras, fue lo que me atrajo. El repertorio, era el de música venezolana, pero además, a través de una amiga de mi hermana, Laura Casasola, también se interpretaba un repertorio de música clásica y romántica”.

“Cuando estaba pequeño, quise estudiar piano, pero las cátedras estaban copadas en la escuela de música de Valencia. Y el otro instrumento que quería tocar era el cuatro, pero no se estudiaba académicamente. Un instrumento que yo quería, no se impartía en la escuela de música, y el otro tenía tanta demanda que la matrícula ya estaba copada. Me ofrecieron otras cátedras que no estaban dentro de mis gustos, por lo que no acepté estudiar ninguna”.

Para Leonardo, como niño, no había prejuicios. El niño que era simplemente contemplaba dos instrumentos sonoros, dos medios de producción musical. “Un niño, dice, no está al punto de saber si un instrumento tiene un repertorio. Si Chopin o Bach escribieron para piano y no para cuatro. Sencillamente el niño se acerca a la música por el contenido cándido que hay en ella, por su sonido”.

“Mis amigos de infancia me acompañaron en la música. La misma tolerancia que me tuvieron ellos en la práctica del deporte, se las tuve yo a ellos en el campo musical, porque así como yo era un torpe deportista, ellos no siempre fueron unos buenos ejecutantes, aunque eran estudiantes de la práctica musical, pero no en el sentido académico. Esa amistad me sirvió en mi crecimiento musical”.

Leonardo tuvo un maestro de cuatro, en una relación definitiva para su vida que duró tres años. “Fue mi único maestro de cuatro, durante dos años, y el primero en guitarra popular, durante un año. Se trataba del profesor Abundio López. Él no era músico académico, pero era un hombre muy inteligente. Sabía cómo adiestrar musicalmente a un niño, desde el punto de vista armónico, melódico y rítmico. Poesía un olfato pedagógico especial. Era un superdotado de la pedagogía, pero silvestre en su formación académica. Con él descubrí las posibilidades del instrumento. Haber escuchado en sus manos la ejecución del cuatro, que ya había oído en el rasgueo de los niños de la escuela, me deslumbró. Teniendo a mis padres por testigos, y en presencia de aquél músico virtuoso, me propuse llegar al mayor grado de dominio posible del instrumento”.

Cuenta Leonardo que desde el punto de vista de Abundio López, el músico tenía que hacer música, en lugar de leerla. “Esto para mí fue una revelación, porque me hizo un hacedor de música y no solamente un lector de ella. Y he hecho las dos cosas, y las he hecho de forma natural. Pero en el cuatro hay una obligación aunada al disfrute; pues en el cuatro existe la necesidad de hacer un repertorio que le vaya dando solidez al instrumento, como la tiene la parte folclórica y la popular, con el aporte académico de un repertorio escrito que lo enriquezca”.
Para Leonardo el recuerdo de este maestro ha crecido en él en la medida en que el tiempo ha pasado, “porque fue un hombre fiel a su carácter desprendido, dando su música y su tiempo”, dice.

El cuatro: instrumento de enseñanza académica


Leonardo Lozano piensa que al cuatro se le ha hecho un instrumento emblemático, basado en una usanza popular y folclórica, y no en una usanza solística. “Ese uso folclórico, expresa, nos da un dominio básico, sencillo, del instrumento. Es un acompañante armónico-rítmico, y esto desde el punto de vista académico tiene un valor muy grande, pero la frecuencia de uso en el ámbito folclórico y en el ámbito popular no necesariamente significa que académicamente el instrumento tenga un crecimiento, una presencia sólida. En comparación con otros instrumentos que vinieron desde Europa con un repertorio, el cuatro académicamente estaba en desventaja. Sin embargo, y aunque sigue siendo el instrumento típicamente nacional, el cuatro ha alcanzado reconocimientos académicos, gracias a los logros de muchos instrumentistas, en virtud de lo cual uno puede hablar del cuatro como instrumento de enseñanza académica. En este sentido, comienza a haber escuela y alumnos en constante crecimiento”.

Leonardo Lozano es el creador de la primera cátedra académica de cuatro solista, tanto en el Conservatorio Nacional de Música “Juan José Landaeta”, como en la Escuela de Música “Manuel Alberto López”, por lo que podemos afirmar que es, en el país, el fundador de esta cátedra.
En el Conservatorio Nacional de Música “Juan José Landaeta”, por iniciativa de la directora Ada Elena de Sauce, se creó la cátedra de cuatro solista a cargo de Leonardo Lozano. Ya el anterior director, Ángel Sauce, un discípulo de Vicente Emilio Sojo, cuando Lozano era un estudiante de guitarra clásica, había reconocido en la ejecución que Leonardo hacía del instrumento, a la guitarra tenor, es decir, la ejecución de un instrumento solista, a la par de la guitarra, pero en un registro agudo.

-“Con este hecho el maestro Sauce abrió las puertas de mi mente, recuerda Leonardo”.

En este sentido, se puede decir que Lozano es el primer músico conocido en el mundo que ha grabado melodías del renacimiento europeo en cuatro venezolano. Y aunque Freddy Reina ya había ejecutado antes este tipo de música, no dejó grabaciones. La relación con este repertorio, afirma Leonardo, le viene por herencia.

-“Los antecesores congéneres del cuatro y el primer contacto que tiene España con Venezuela y con el nuevo mundo, se dan, precisamente, durante el período histórico conocido como Renacimiento, en 1492, a finales del siglo XV. El siglo siguiente, XVI, es un período importante para los instrumentos de la península ibérica, uno de ellos se llamó la vihuela que tuvo en ese siglo sus principales cultores. En España, durante este tiempo, se hicieron unos siete métodos para este instrumento, que hoy en día constituyen una parte importante de la literatura guitarrística clásica. Estas interpretaciones, en todo caso, no fueron otra cosa que la cúspide interpretativa de este instrumento que, a nivel folclórico y popular, tenía una gran difusión. Tal cual como ocurre hoy con el cuatro venezolano.

Otro instrumento, antecesor del cuatro y presente también en esta época, revela Leonardo, es la guitarra, pero no la guitarra española conocida hoy día, sino un instrumento pequeño de cuatro órdenes de cuerdas que contaba entre sus afinaciones una muy parecida a la que usó Freddy Reina para el cuatro venezolano: Sol, Do. Mi, La, lo que él llamaba no Cambur pintón, sino Cambur tonpín, porque la última nota era la más aguda. Freddy Reina se da cuenta de que esta afinación tenía una semejanza interválica que la equiparaba con la afinación de la guitarra renacentista, y para esta guitarra renacentista, existió, entre 1546 y 1554, un importante repertorio en el ámbito cortesano, que es el equivalente al ámbito académico hoy.

-“Luego de este descubrimiento, me conquistó la idea de utilizar un instrumento folclórico nuestro, para llevar el alba histórica de la música académica a mis contemporáneos en manos de su instrumento nacional. El primer contacto que tuve con la música del Renacimiento fue con la guitarra, y de allí mi interés también en este instrumento. Las armonías del periodo renacentista cautivaron mis sentidos. De lo cortesano me atrajo su elegancia, la perfección en los detalles, la ornamentación, la pureza del sonido, la estructura interválica, cuya preferencia hacia el uso de quintas, octavas y cuartas, le confieren a la música renacentista un carácter cristalino, prístino, traslúcido, que tuvo su mayor altura, sin duda alguna, en la época del Renacimiento”.

-“Todo esto me llevó, confiesa Leonardo, a romper las fronteras paradigmáticas que acostumbraba a usar el instrumento en nuestra música. A nivel del público he recibido aceptación, y como artista he logrado el desarrollo musical del instrumento, para satisfacer, al final, a los amantes del cuatro y a los amantes de su nacionalidad. Esta vía nos abrió a todos las puertas hacia un vecino histórico nuestro. Y el emisario para ver ese pasado hermoso, es, precisamente, el cuatro. Un emisario a quien sé que mis contemporáneos no le iban a cerrar las puertas”.

Leonardo Lozano: un virtuoso del cuatro

Leonardo Lozano es un joven cuatrista y guitarrista venezolano. Estudió cuatro solista con el maestro Abundio López y egresó como Profesor Ejecutante de Guitarra en el Conservatorio Nacional de Música “Juan José Landaeta”, bajo la tutela del maestro Armando Cisneros en Caracas, Venezuela. Es licenciado en Artes, mención música, de la Universidad Central de Venezuela.
En 1995 grabó el CD “Un Cuatro Peregrino”, el cual contiene obras originales del Renacimiento francés y español, así como composiciones y armonizaciones suyas sobre música latinoamericana y venezolana. En abril del 2000 estrenó su “Passacaglia”, escrita para cuatro y orquesta sinfónica, acompañado por la Orquesta Sinfónica Municipal “Ciudad de Valencia”, dirigida por el maestro Jorge Castillo, y el mismo año compuso y estrenó la música incidental para la obra de teatro “El Caballero de Pogolotti”, del autor cubano Héctor Quintero, llevada a escena por la compañía teatral “La Gruta”, bajo la dirección de Lourdes Fernández.
Desde 1995 hace dúo de cámara junto a la pianista Coromoto Ramírez, a cuyo efecto ha compuesto las primeras obras de cámara escritas para este tipo de agrupación.
Fue profesor de las cátedras de cuatro solista y guitarra clásica en la Escuela de Música “Manuel Alberto López” (antes llamada “Olga López”), y actualmente es asesor de dicha cátedra.
Regenta las cátedras de Cuatro Solista de la Escuela “Lino Gallardo” y el Conservatorio Nacional “Juan José Landaeta”.
Como intérprete de sus instrumentos se ha presentado en casi todos los estados de Venezuela así como en Ecuador, Chile, Estados Unidos, Austria, Italia y Alemania. Recientemente estrenó un CD de música renacentista de Italia, Francia y España, interpretada en cuatro venezolano que se vende actualmente en Japón. Es profesor de Guitarra Clásica de la Dirección de Cultura de la Universidad de Carabobo y profesor de Historia Comparada de las Artes en la Escuela de Teatro “Ramón Zapata” de la ciudad de Valencia. En febrero de 2003 ingresó como profesor de guitarra clásica de la Escuela de Música “Sebastián Echeverría Lozano” de la misma ciudad. Junto a Coromoto Ramírez, grabó un trabajo discográfico de música originalmente escrita para piano y cuatro solista. Leonardo Lozano es un valor valenciano, cuya presencia se impone cada día a través de la fuerza de sus presentaciones.

viernes, 23 de enero de 2009

EL PAÍS: UN DESAFÍO

Foto Miguel Quintero

Quiero estarme en ti, junto a ti, sobre ti, Venezuela, pese aun a ti misma”, afirmó el poeta Antonio Arráiz (1903-1962) sobre ese cuerpo desconocido que llamamos país y sobre el cual creemos ejercer algún dominio. Ese espacio que es una hechura infinita que intentamos sojuzgar sin recorrerla, y que, al igual que el organismo del que somos dueños, nos es inaccesible; y al que sólo podemos dominar mediante la confiscación imaginaria.
Tal vez a eso se deba el desapego con la geografía vertiginosa, imposible de ser perseguida por alguna conciencia, en donde conviven la obstinada expansión de los espacios inhabitados, por desconocidos, y la admiración por las urbes repletas de los vestigios que vamos siendo. Entre ambos extremos vivimos, y entre ellos, apenas media, frágilmente, lo imaginario.
Al agua, a la selva, a los tepuyes, al llano y a las montañas, se contrapone ese otro país que es un espacio sin pertinencia, abierto al impacto de lo que se expresa con el tono de las emociones: los afectos o los malentendidos. Vivimos entre un rumor que nos desestima, el de la metrópoli, y otro al que menospreciamos, las afueras. Una ignorancia rige las relaciones entre el centro que suponemos ejemplar y la remota periferia. Con los recursos de esta última financiamos nuestro simulacro de país. La capital sigue siendo el punto de partida, por lo que el atraso se mide en kilómetros de distancia desde la Plaza Bolívar.
Todos estos rasgos constituyen lo más evidente y lo más secreto de un lenguaje que se ha venido traduciendo en un cierto desprecio por el país. Ante una urbe descrita, unánimemente, como degradación y engaño, escatología y pusilanimidad, para algunos venezolanos la naturaleza es alternativamente infierno y olvido. El país es un bonsái que otea lo desconocido, sobre la cresta de una montaña, con un rostro de piedra. Así, esas casi dos terceras partes de los espacios de Venezuela que son todavía vastedades apenas penetradas, lo son también para su imaginario, salvo, como hemos dicho, para el pavor o la abominación. Quizás esto explique la huida o la emigración que se insinúa como proyecto para algunos venezolanos: tal vez sea la forma de evadir el desafío y la novedad de los espacios deshabitados que lo rodean, lo retan o lo acosan.

CADA CIUDAD ES UN LIBRO

Foto Graciela López

Las ciudades son un invento remoto. Desde la ciudad ática de los griegos, hasta las legendarias Sodoma y Gomorra, la idea de ciudad ha hecho un recorrido por más de veinte siglos de historia, a través de la mirada de sus habitantes.
La ciudad, por tanto, es y ha sido del ojo del que la mira, y del que viviéndola a diario, la construye y la reconstruye. Por eso decimos que cada ciudad es un libro; del que la lee y, sobre todo, del que la relee.
Es un libro escrito en el papel o en la piel del transeúnte, que con buena o mala sintaxis, teje una densa red de significados, en el que cada edificio, cada calle, cada paso, abarca en su precisa constitución, una revelación individual y colectiva.
Es una lectura que permanentemente nos abre a otro lugar, adonde ocurrimos, donde nos decimos, en el que elaboramos nuestra historia apoyándonos en fragmentos de relatos, a veces en frases escritas por otros.
Hay, por lo mismo, accesos ciertos y falsos. Callejones ciegos, avenidas que no conducen, calles sin. Por lo tanto, nadie puede entrar o salir de una ciudad sin una cierta iniciación, sin un mapa, sin una brújula que permita su lectura, la cual empieza y termina en nosotros.
Es la ciudad imaginada, sólo visible a los ojos de quien es capaz de decodificar, a través ella, esa otra invisibilidad urbana que hace referencia a aquello sobre lo que fijamos la vista –las casas, los monumentos, las vías asfaltadas- que no constituyen, por cierto, la ciudad absoluta, sino marcas sobre el territorio que dan cuenta del infinito proceso por el cual el ser humano (urbano), se da sentido a sí mismo, pues las ciudades son fragmentos de un relato único que transforma un planeta en mundo.
Para estos fotógrafos, las ciudades son el extremo de la voluntad, la expresión más acabada del ser. Un sueño turbulento, humano en esencia, pero que despierta a una ciudad que se resiste a sucumbir, y sobrevive en la imaginación. Para ello es necesario que el lugar retratado primero logre convertirse en paisaje interior, para que la imaginación lo habite y haga de él su teatro. Retratarla, entonces, es una osadía.
El primer plano de esta vista lejana es la ciudad, con sus edificios, cúpulas e iglesias. La ciudad, como un conglomerado de casas, con calles muy estrechas; con plazas y jardines se reflejan en el espejo de los charcos de agua, y dos o tres avenidas por donde corre una vida alterada por la indisciplina.
Es la imagen de esa ciudad que ha venido refugiándose en ella, contrayéndose en la umbría de un recuerdo, en la mirada que se vuelve en una esquina en el centro mismo de la ciudad, o en el fondo de una calle que estiliza su última existencia posible, con lo que da el recuerdo; el que queda, desvaneciéndose sobre el óleo de un pintor de provincia, o en fotos polvorientas de un aserrín impalpable que es la traza misma del tiempo.
Es esa ciudad irrecuperable que asciende lentamente, entregándose en su hermosura imperfecta, pero confiada a un registro sensible, a través de la memoria del hombre, que es su cámara diaria.
Si los ojos se esfuerzan, casi capturan esa ciudad perdida, leve como el oro de la luz, que desaparece interminablemente en una atmósfera dorada sobre la ciudad real, la ciudad del presente. La que se retrata y es intervenida por una nueva forma de mirar. Se retrasa así el triunfo de la muerte, confiado en esa imagen llena de nobleza a las sales de plata, al yoduro argéntico, o al registro preparado con las nuevas tecnologías de la computación.
Llevamos la carne atada al espíritu; pero lejos de arrastrar el espíritu por el barro, es él quien domina la materia y la sublima. El Paraíso era un huerto como el nuestro, antes de ser expulsados de la ciudad, si alguna vez la habitamos; aunque, a decir verdad, el nuestro no es un paraíso, porque la melancolía lo inunda, quizá por la expiación del primer pecado.
En este seno se perfilan los dintornos de la ciudad que se ha hecho, señorial y fina, decadente y ruinosa. El señorío hubiese sido la mirada que domina, si una carcoma invisible no hubiese demolido sus apariencias externas de distinción. No han cesado de apagarse las floraciones de los siglos que son las casas solariegas y otros edificios asesinados por una triste desidia.
A veces, la ciudad es una galería de exposiciones que nos odia; otras, una ciudad viajera en el tiempo que se acendra, y otras, una dorada concentración del ser, que se ilumina unos días, ante el ser de la nueva ciudad.
Las ciudades se salvan no como ficciones inmaculadas, sino como realidades que aún pueden mirarse, describirse y hacerse humanas, pues la percepción de la ciudad no se efectúa en la imagen que recoge el ojo, sino en la reconstrucción que hace la memoria. La fotografía y la memoria construyen la ciudad, llenando el vacío con los descubrimientos de la imaginación.
En algunas imágenes, la ciudad es geometría que intenta proporcionar lo inconmensurable. En otras, sobre el cuaderno de campo, el fotógrafo anota los nuevos alfabetos del computador. En otras, hay ventanas abiertas a las representaciones de la cultura, vestigios de la vida anterior, la historia sedimentada, que nos permite el encuentro con los naufragios del origen. Fragmentos de formas desintegradas, ennoblecidas con el fluir del tiempo.
La ciudad aparece, sin embargo, invencible con sus recuerdos, símbolos y fetiches. En ella nos queda también la mirada de los objetos transitorios, y el cuerpo del hombre que hace tiempo fue arrojado del edén urbano.
Comenzado el siglo XXI, estamos apenas aprendiendo a leer estéticamente la esencia existencial de las ciudades. Las puertas de los libros siguen abiertas, porque nuestras urbes son apenas adolescentes que buscan aprender el amor de sus habitantes.

MANCHETA


Foto de José Antonio Rosales.
Sembrar libros, para que crezcan bosques.