Foto de José Antonio Rosales
El verdadero conocimiento de la ciudad está condicionado a la vista que podamos tener de ella desde la lejanía. Cuando nos alejamos, un gesto de revelación salta frente a nuestros ojos y descubrimos en los rasgos de una calle, de una plaza o de un café, la sustancia que nos forma a través de la prolongación de esos objetos. Cuando estamos demasiado cerca de ella, nos asfixia su esencia, nos invade su naturaleza, al punto que tocamos el mundo a través de una epidermis que nos sustituye. A veces, para comprender mejor a esta o a cualquier ciudad hay que ausentarse de ella, aunque sea temporalmente, sin dejar de mirarla, de pensarla o de amarla. Para ver, en el espejo de sus calles y avenidas, cómo se contempla, o mejor, se escenifica: monumental o privada, elegante o popular, cosmopolita o provinciana. Es decir, el asfalto abajo, y nosotros asomados a las ventanas. Viendo, en la totalidad de ese cuerpo, una personalidad que se nos impone como una necesidad colectiva. Cuerpo que nos contiene también en sus órganos y arterias; corazón en donde late la mirada de millones de pequeños e instintivos sueños; conciencia de un itinerario y una aventura. Porque la ciudad, quién lo duda, es un vasto organismo que nos toca, y cuya escala trasciende su propio control. El homenaje será recorrerla, para poder expresarle nuestra necesidad de amarla, con un amor espléndido e insobornable, y en el que sólo tendrá cabida, es bueno decirlo, la voz terrible del afecto y la ternura.
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