Foto de José Antonio Rosales
Valencia ha sido alimento, como otras ciudades del mundo, de verdaderos animales prehistóricos. Con sus fauces de hierro, multitud de saurios mecánicos, han engullido niveles de calles, devorado árboles en urbanizaciones y masticado cerros cruzados de quebradas y barrancos. Sus dientes han sometido a una especie de rasero gastronómico a cuanto obstáculo ha debido ser alisado o pulverizado para dar paso a los ensanches ambiciosos.
Nada más semejante a los monstruos de la mitología inicial que estas máquinas dentadas, que devoraron y devoran pedazos asustados de viejas avenidas, como si de pronto resucitara la respiración ansiosa de un fósil parecido a un inmenso lagarto.
De esta forma, a partir de los años cincuenta, los valencianos comenzaron a sepultar, con la llegada de estos monstruos, todos los recuerdos de un pasado no tan remoto. Enviaron al olvido las añoranzas simples o sentimentales de un viejo estilo de existencia que apenas había evolucionado, sin mudanza radical, desde el tiempo de los abuelos. Así se fue haciendo de la ciudad una especie de amplio –a veces caótico- resumen de las más variadas construcciones, que imitaban las ciudades que en sus cabezas traían los habitantes que entonces llegaban del mundo.
Por eso en Valencia hay trozos de barrios de Madrid, de Lisboa o de Roma. Una especial, violenta y discutida policromía reviste de los colores más cálidos algunas fachadas de casas y de bloques de apartamentos; o se desborda en la desmesura de los grandes centros comerciales.
En esa emulsión y trituración de sangres y corrientes, las bocas mecánicas de los saurios trajeron no sólo la modificación del paisaje, sino también la alteración del rostro valenciano, a través de su fisonomía y su cultura.
El primer símbolo de esa transformación fue la arremetida que convirtió en polvo arquitecturas muy celebradas. Ya nadie recuerda la edificación que fue sede del antiguo Concejo Municipal, frente a la plaza Bolívar, o el redondel de lidia para las corridas de toros de las “Arenas de Valencia”.
Hoy, mientras escribo estas líneas, vuelven a verse en la ciudad los viejos y familiares monstruos. Algunos, corroídos por el óxido, parecen recién extraídos de alguna arqueológica excavación.
Es alto el mediodía y los obreros que trabajan en la construcción, de pronto han suspendido la tarea. La ciudad ha quedado paralizada. Al fondo, las máquinas dentadas que estuvieron engullendo tierras y triturando pedruscos, alzan una boca congelada de asombro
El barro excavado se amontona ahora con la simetría de un triángulo que se derrite, y la yerba crece en donde antes el trajín de los trabajadores no daba tregua. Las sombras del mediodía parecen abocetar el rostro de una ciudad cerrada por remodelación.
La ciudad quedó atenta a la reanudación de los trabajos en la avenida Bolívar de Valencia, al ruido de las palas mecánicas, para continuar, mediante la misma trituración de los materiales, la ampliación parsimoniosa de sus vías, y la perforación flemática de los túneles del metro que se construye.
Nos cubrimos del polvo de las demoliciones; somos transeúntes condecorados por el escombro. Y aun en medio del escenario de prehistoria, tratamos de ascender a la claridad de la percepción, porque sabemos que asistimos a la formación de un nuevo espíritu de ciudad, que surgirá de sus cascajos, seguramente, en los próximos 50 años.
Por ahora en ella se resume su perplejidad, la esencia de un país que nació para ser una construcción que no se termina nunca.
Por ahora Valencia gira sempiterna sobre su propio futuro.
Valencia ha sido alimento, como otras ciudades del mundo, de verdaderos animales prehistóricos. Con sus fauces de hierro, multitud de saurios mecánicos, han engullido niveles de calles, devorado árboles en urbanizaciones y masticado cerros cruzados de quebradas y barrancos. Sus dientes han sometido a una especie de rasero gastronómico a cuanto obstáculo ha debido ser alisado o pulverizado para dar paso a los ensanches ambiciosos.
Nada más semejante a los monstruos de la mitología inicial que estas máquinas dentadas, que devoraron y devoran pedazos asustados de viejas avenidas, como si de pronto resucitara la respiración ansiosa de un fósil parecido a un inmenso lagarto.
De esta forma, a partir de los años cincuenta, los valencianos comenzaron a sepultar, con la llegada de estos monstruos, todos los recuerdos de un pasado no tan remoto. Enviaron al olvido las añoranzas simples o sentimentales de un viejo estilo de existencia que apenas había evolucionado, sin mudanza radical, desde el tiempo de los abuelos. Así se fue haciendo de la ciudad una especie de amplio –a veces caótico- resumen de las más variadas construcciones, que imitaban las ciudades que en sus cabezas traían los habitantes que entonces llegaban del mundo.
Por eso en Valencia hay trozos de barrios de Madrid, de Lisboa o de Roma. Una especial, violenta y discutida policromía reviste de los colores más cálidos algunas fachadas de casas y de bloques de apartamentos; o se desborda en la desmesura de los grandes centros comerciales.
En esa emulsión y trituración de sangres y corrientes, las bocas mecánicas de los saurios trajeron no sólo la modificación del paisaje, sino también la alteración del rostro valenciano, a través de su fisonomía y su cultura.
El primer símbolo de esa transformación fue la arremetida que convirtió en polvo arquitecturas muy celebradas. Ya nadie recuerda la edificación que fue sede del antiguo Concejo Municipal, frente a la plaza Bolívar, o el redondel de lidia para las corridas de toros de las “Arenas de Valencia”.
Hoy, mientras escribo estas líneas, vuelven a verse en la ciudad los viejos y familiares monstruos. Algunos, corroídos por el óxido, parecen recién extraídos de alguna arqueológica excavación.
Es alto el mediodía y los obreros que trabajan en la construcción, de pronto han suspendido la tarea. La ciudad ha quedado paralizada. Al fondo, las máquinas dentadas que estuvieron engullendo tierras y triturando pedruscos, alzan una boca congelada de asombro
El barro excavado se amontona ahora con la simetría de un triángulo que se derrite, y la yerba crece en donde antes el trajín de los trabajadores no daba tregua. Las sombras del mediodía parecen abocetar el rostro de una ciudad cerrada por remodelación.
La ciudad quedó atenta a la reanudación de los trabajos en la avenida Bolívar de Valencia, al ruido de las palas mecánicas, para continuar, mediante la misma trituración de los materiales, la ampliación parsimoniosa de sus vías, y la perforación flemática de los túneles del metro que se construye.
Nos cubrimos del polvo de las demoliciones; somos transeúntes condecorados por el escombro. Y aun en medio del escenario de prehistoria, tratamos de ascender a la claridad de la percepción, porque sabemos que asistimos a la formación de un nuevo espíritu de ciudad, que surgirá de sus cascajos, seguramente, en los próximos 50 años.
Por ahora en ella se resume su perplejidad, la esencia de un país que nació para ser una construcción que no se termina nunca.
Por ahora Valencia gira sempiterna sobre su propio futuro.
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