lunes, 15 de febrero de 2010

Juego de niños


“La imaginación es más importante que el conocimiento”, dijo alguna vez Albert Einstein. Y tal vez por ello el rol de la imaginación ha sido impulsado de igual manera por las ciencias y las artes. De esta forma, el científico y el poeta, el matemático y el músico, el cibernauta y el pintor, con procedimientos y lenguajes distintos, indagan en la unidad del mundo, o al menos en sus conexiones, valiéndose de la imaginación como la aptitud que descubre las afinidades que se ocultan entre las cosas.
Y es en la niñez cuando el hombre, guiado por el juego y la imaginación, traza en el cuaderno la expresión más pura de su sensibilidad inteligente, el impulso poético, mediante la geometría y el trazo. La mirada convierte las paredes en pizarra, y la pizarra en ventana, a través de la cual lo invisible se recrea y lo visible se disipa. Aparecen entonces la casa azul con un techo de cristal, y un jardín con esferas y nubes colgadas de las torres de los árboles. En el cielo rosado del dibujo amanece el presentimiento de un paisaje, iluminado apenas por un sol infantil que sale por entre las grietas de las paredes en donde se guardan las huellas digitales de la luz.
Las pisadas del gato en una ventana, las rodillas desnudas de un tallo, la ternura que germina bajo la sombra de un párpado hecho postigo, son los espejos que informan de lo ilimitado del mundo; nada es obstáculo para detener la mirada del niño. Por el contrario, todo lo que percibe y crea, forma parte de la superficie que su mirada perfora. El dibujo es el universo reducido a signos.
Todos los días y en todas las latitudes los niños reproducen en sus juegos los mitos de los hombres. El niño juega, y el muro se vuelve cuadro y el cuadro espacio interior: es decir, lugar de revelación. Los soles infantiles que arden en la pared o en el cuaderno de dibujo son explosiones psíquicas. Devastaciones y resurrecciones del deseo; el aprendizaje en la todavía mirada salvaje del niño.
Podríamos decir como el poeta inglés William Wordsworth que el hombre es el hijo del niño. De allí la importancia de que los poderes infantiles puedan ser expresados desde la más temprana edad mediante los poderes del juego, extraordinarios y divinos, poderes de creación. Porque los niños, como los dioses, juegan. Y sus juegos son la demostración más palpable de lo que son capaces.
Por ello la trascendencia de una atención especial en la formación del niño durante los primeros seis años de vida. En ese momento, el hombre juega, mediante su imaginación, a oler, tocar, ver y probar el mundo que lo circunda pero con absoluta libertad. Es la edad inicial, cuando el alma humana se diseña; un período durante el cual aún no sabemos si los objetos que nos rodean nos darán la felicidad o son sólo un medio para alcanzarla.

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