jueves, 4 de septiembre de 2025
Más acá (ficción)
Más acá, el cuento de Rafael Simón Hurtado es una meditación poética sobre la muerte, la memoria y la conexión humana, entrelazada a través de la experiencia de Lucía como médium. Su prosa oscila entre lo cotidiano y lo trascendental, invitando al lector a reconsiderar la muerte no como un fin, sino como un diálogo continuo con los vivos. El relato deja una impresión duradera, recordándonos que, como dice Esther, "cuando inspiras, mueres; al respirar, vives".
Hoy recuerdo a los muertos de mi casa.
Al que se fue por unas horas
y nadie sabe en qué silencio entró.
Hoy recuerdo a los muertos de mi casa…
Octavio Paz
Fotografía de Giuseppe Milo.
I
El apartamento de Lucía era un rompecabezas de objetos que no terminaban de encajar: una lámpara de pie, con una base rota; un sillón con manchas de café y sudor vuelto polvo; la mesa de madera del comedor que crujía como si tuviera algo que decir. La luz de la mañana se colaba por las persianas a medio cerrar, como la luz que brota del proyector del cine; un haz que corta el aire llevando en su corriente imágenes que son memoria, fragmentos de un tiempo que no existe sino en la pantalla. Lucía, descalza, caminaba con cuidado, no por el frío del piso, sino porque sabía que los objetos, en su interior, guardan recuerdos, y los suyos, en particular, parecían conversar. Preparaba el café con gestos mecánicos: el colador filtraba el líquido ámbar, mientras el aroma inundaba la cocina con la evocación de la madre fallecida. Ya, con la taza humeante en la mano, se sentaba a mirar por la ventana. Desde el tercer piso, Valencia era un clamor de autobuses, carros y cornetas, pero dentro de su casa, el silencio era otro. Un silencio poblado.
Lucía era médium. La primera vez que habló con un muerto tenía siete años. Fue en el patio de la casa de su abuela. Estaba jugando con las muñecas que le habían traído los reyes magos, cuando sintió que alguien la miraba. Levantó la vista y ahí estaba: un hombre flaco, con un traje gris que le quedaba grande, sentado en el borde de un matero. “Eres Lucía, ¿no?”, dijo, con una voz que sonaba a radio mal sintonizada. Ella asintió, más por curiosidad que por miedo. “Soy tu tío Roberto. Dile a tu mamá que no se preocupe, que estoy bien”. Lucía corrió adentro, repitió el mensaje, y su madre, pálida, dejó caer un plato. Nunca hablaron de eso otra vez, pero Lucía entendió que había algo en ella que los demás no tenían.
Con los años, aprendió a convivir con ellos. No era un don que se encendía o apagaba a voluntad. Los muertos llegaban cuando querían, como gatos que eligen tu regazo sin pedir permiso. Lucía no los invocaba, no prendía velas ni hacía rituales. Simplemente, escuchaba. Y ellos hablaban. A veces, demasiado.
Como en un relato donde los relojes se disuelven y los espejos se ríen, Lucía aprendió a conversar con las apariciones. Mezcladas con los olores de la casa, en donde vivía sola, luego del fallecimiento de su madre, supo que tenía que respirar el humo de las esperanzas con el vaho de sus miedos. Allí aprendió a compartir sus alegrías con las migajas de sus sustos, mientras jugaba cuando era niña, cuando asistía a la escuela, en el salón de clases o en el recreo, o cuando supo cómo hornear un pan con sus propias manos. Siendo ya una adolescente, con la curiosidad apasionada de esta edad, mientras leía La caída de la casa Usher, de Edgar Allan Poe, una noche en su habitación, una voz salida de no se sabe dónde, le dijo: “El cuerpo se quiebra en su última esquina, no queda más que disolverse, como una cucharada de azúcar en el café amargo de la existencia. Y ahí, en esa huida hacia adelante, en esa catarsis de bolero y lágrima, debes aprender a anticipar el final.”
II
Lucía no necesitaba un escenario ni un público. Los muertos se colaban en su vida sin invitación, como vecinos que llegan a una reunión con una botella a medio beber y sin avisar. No siempre eran apariciones teatrales, nada de fantasmas con sábanas flotando en la penumbra. A veces era un aroma que se metía sin permiso: el humo incómodo de un cigarrillo, un soplo de lavanda, o ese olor a desinfectante de hospital que aún llevaba la ropa de su madre cuando se fue. Otras veces, un roce frío en la nuca, un balbuceo que se enredaba con el zumbido del ventilador, o, en los días más claros, un rostro borroso, como una proyección que alguien olvidó apagar en el fondo de sus ojos.
Atrapada en esa cotidianidad, donde los vivos y los muertos se cruzaban como si compartieran el mismo espacio, Lucía aceptaba aquellos encuentros que se daban a diario, sin que ella los buscara. Algunos con la calidez de un abrazo, otros cargados de una urgencia que le apretaban el pecho. Los mensajes llegaban en los momentos más inoportunos, como si los difuntos no entendieran de horarios o conveniencias.
Un sábado, el supermercado estaba a reventar, como siempre. Lucía empujaba el carrito entre estanterías abarrotadas, esquivando a una señora que regateaba el precio de los tomates con un empleado macilento. Frente a los lácteos, el aire se volvió denso, cargado de un olor a tabaco que no pertenecía al lugar. “No ahora, por favor”, rogó al vacío mientras fingió leer la etiqueta de un yogur. Una empleada se acercó, preguntando si necesitaba ayuda. “No, gracias”, respondió Lucía, y se alejó hacia las neveras, aunque sabía que no podía escapar. “Lucía, soy yo. Juan”, dijo una voz grave, rasposa, que reconoció al instante. Era el padre de Martín, su amigo de la secundaria, muerto a los dieciocho en un accidente de moto. Juan lo siguió un año después, a causa de un infarto. “Martín no tuvo la culpa. Fue el camión. El tipo venía borracho, no vio la curva. Dile a mi mujer que no fue culpa de nuestro hijo”. Lucía sintió un nudo en el pecho. Silvia, la madre de Martín, aún guardaba la moto destrozada en el garaje, como si fuera un relicario. “Está bien, Juan. Se lo diré”, susurró, apretando el paquete de carne que sostenía. Esa noche, llamó a Silvia. La conversación fue breve, pero tensa, y Silvia colgó sin despedirse. Dos días después, un mensaje llegó: “Gracias. No sé si creer, pero gracias”. A veces, pensó Lucía, eso era suficiente.
Días después, mientras planchaba en su apartamento, un perfume a eucalipto inundó la sala, tan intenso que parecía venir de alguien parado a su lado. Era el aroma de Marta, su vecina de enfrente, que murió meses atrás, pero cuya presencia aún rondaba el edificio. Lucía dejó la plancha y se acercó a la pared que separaba su apartamento del de Raúl, el viudo de Marta. “¿Eres tú, Marta?”, preguntó al aire. “Lucía, dile a Raúl que los documentos están detrás del cuadro del salón. El de la virgen”, respondió una voz suave pero firme. Lucía sonrió; Marta siempre había sido desconfiada, incluso en la muerte. Esa tarde, tocó la puerta de Raúl. El hombre, encorvado y con los ojos hundidos, la miró con recelo. “Raúl, mira detrás del cuadro de la virgen. Marta dice que hay algo ahí”. Él no respondió, pero días después, Lucía lo vio entrar con una caja llena de latas de pintura. “Para arreglar el apartamento”, dijo con una sonrisa tímida. No hizo falta preguntar más.
La cotidianidad de Lucía también se tejía en los encuentros familiares, como la reunión en casa de su tía Susana. El comedor era un caos de risas, platos llenos de comida y un televisor encendido que nadie miraba. Lucía cortaba una torta de piña, la favorita de la abuela Rosa, cuando el teléfono de Susana sonó. Atendió, y luego de escuchar la voz al otro lado, colgó asustada, pálida. Los presentes la miraron extrañados, esperando a que dijera que había oído. El teléfono volvió a repicar, Susana puso esta vez el teléfono para que todos escucharan, y una voz inconfundible llenó la sala. “Susana, soy mamá”. Era la abuela Rosa, muerta hacía cinco años. El silencio se apoderó del comedor, roto solo por el zumbido del televisor. “No se peleen por la casa. No vale la pena. Y dile a Carlitos que deje de fumar, que lo veo tosiendo como loco. Si sigue así, pronto estará conmigo”, sonrió la voz de la abuela. El tío Carlos, con un cigarrillo a medio encender, lo dejó caer abruptamente al suelo. Susana, con lágrimas en los ojos, preguntó: “Mamá, ¿estás bien?”. “Estoy más que bien, hija. Aquí no hay apuro, no hay cuentas. Solo amor. Los veo siempre.” Nadie habló por un rato. Luego, la reunión siguió, pero algo había cambiado. Lucía, desde un rincón, miró con la satisfacción de saber lo que había pasado. Sabía que su abuela no necesitaba un teléfono para hablar, pues los muertos usaban lo que encontraban para hacerse escuchar.
Fotografía de Kerri-Lee-Smith.
III
Así era la vida de Lucía: un ir y venir entre el bullicio de los vivos y los susurros de los que ya no estaban. Cada mensaje, cada encuentro, era un puente entre dos mundos, y ella, sin quererlo, se había convertido en la mensajera. A veces era un peso, otras un alivio. Pero siempre, de alguna forma, era suficiente.
A veces, antes de salir al mercado, el anuncio de una presencia era un tirón en el aire, como si una puerta invisible se hubiera entreabierto. Lucía ya no se inmutaba. Era parte del guion de su vida. Se levantaba, caminaba al baño, se lavaba la cara con agua fría. En el espejo, detrás de su reflejo, una sombra se deslizaba, como apenas un parpadeo. Mas, no giraba la cabeza, pues sabía que mirar de frente los ahuyentaba, como si fueran criaturas tímidas que preferían el rabillo del ojo. “Dime qué quieres, pero rápido, que tengo que ir al mercado”, murmuraba mientras se secaba las manos. No había respuesta, solo un traquido en el pasillo, como si alguien arrastrara los pies sobre el piso. Lucía suspiraba. Los muertos eran insistentes, pero rara vez claros.
Y mientras el traquido se desvanecía, Lucía pensaba en el miedo que todos cargamos, ese duelo anticipado que empieza mucho antes del final.
“El miedo a la muerte, ¿sabes?, es el primer luto, un adiós prematuro a lo que ya sabemos que vendrá, como un avión que nunca se desvía de su ruta. ¿Por qué tanto pavor ante ese telón que cae sin remedio? Vivimos aferrados al yo, ese necio trapo que cargamos como si fuera un tesoro, cosido con hilos de orgullo. La muerte, en cambio, llega con su tijera implacable, deshace las costuras y nos deja desnudos.”
Lucía lo había comprendido. Es la soledad absoluta, el apagón del reflector que ilumina el escenario del ego.
“Si tan solo nos hubiéramos enredado más en los brazos de la naturaleza, esa madre inmensa que no distingue entre el musgo que crece en la piedra y las estrellas que arden en el cielo, tal vez el salto al abismo no nos cortaría la respiración. Pero no. Nos aferramos al nombre, a esa etiqueta bordada en el pecho, y la muerte, con su ley inapelable, viene a borrarla.”
Esto fue lo que pensó el día que tomó la decisión de dar un giro, recibiendo a la muerte como a una vieja amiga, un cairós, un tiempo oportuno, un instante de gracia, como lo llamaban los griegos entre sorbos de vino y debates bajo las estrellas. Para eso habría que mirarla sin ese escalofrío que nos trepa por la espalda, verla como un puente hacia lo que somos en verdad, no como un pozo que nos devora. Lucía lo sabía, en el fondo. Los muertos que la visitaban no eran enemigos, solo mensajeros torpes, sombras que venían a recordarle que el telón, tarde o temprano, cae para todos. Pero mientras tanto, había que ir al mercado.
Fotografía de Gemma-Bou.
IV
Lucía se había acostumbrado al aleteo, a esa presencia que llegaba sin aviso, como una brisa que no mueve las cortinas, pero sí el alma. Una mañana, mientras fregaba los platos con movimientos mecánicos, el agua tibia resbaló por sus manos enjabonadas, formando una espuma que se deshizo en pequeños arcoíris. En ese instante el soplo del aire fue el anuncio. Sutil al principio, como un roce invisible, un revoloteo que no era de alas, sino de algo más etéreo. Lucía lo reconoció de inmediato. No era la primera vez.
Dejó el plato a medio lavar en el fregadero, se secó las manos en el delantal con un gesto lento, casi ritual, y se dirigió al sillón del salón. Se sentó, cerró los ojos y respiró hondo. El mundo exterior —el rumor lejano de un auto, el ladrido de un perro en la calle— se desvaneció. “Está bien, ven, háblame”, susurró, su voz apenas un hilo que se perdía en el silencio de la casa.
El aire se transformó. No era solo la quietud de la mañana; había algo más, una dulzura que no provenía de ningún lugar físico, como si alguien hubiera derramado miel en el espacio entre las cosas. Lucía sintió un calor suave en el pecho, no ardiente, sino reconfortante, como el abrazo de una manta en una noche fría. Y entonces, la escuchó.
“No estoy triste, ¿sabes? Aquí es como flotar en un tibio sueño”. La voz era clara, aguda, pero no del todo infantil. Era la voz de alguien que había sido atrapada en el limen, en ese lugar donde el tiempo no termina de decidir si avanzar o detenerse. Lucía sonrió, aunque sus ojos se humedecieron, las lágrimas asomando como gotas de rocío. Era ella, la niña que nunca llegó a nacer, la hija de Laura, su vecina. La que se desvaneció en el séptimo mes, llevándose consigo un pedazo del corazón de su madre.
Lucía no sabía por qué la niña la había elegido a ella. Tal vez porque vivía al lado, porque compartía con Laura el café de las tardes, los chismes del conjunto residencial, las risas y los silencios. O tal vez porque Lucía tenía ese don, esa grieta en el alma que permitía que los que ya no estaban cruzaran para hablarle. Fuera cual fuera la razón, la niña venía a ella desde hacía años. Al principio, Lucía se asustaba, se preguntaba si el duelo de Laura se le había metido bajo la piel como una fiebre. Pero con el tiempo, las visitas se volvieron parte de su vida, tan normales como el canto de los pájaros en los árboles en la calle.
“¿Cómo es allá?”, preguntó Lucía, aunque ya había oído la respuesta muchas veces. Cada vez era un poco distinta, como si la niña encontrara nuevas palabras para describir lo indescriptible.
“Es como estar en el agua, pero sin mojarte. Todo brilla, como si el sol estuviera dentro de las cosas. No hay paredes, no hay puertas. A veces veo a mamá y a papá. Están en la casa, haciendo cosas. Mamá me canta en la ducha. Me gusta cuando lo hace. Su voz sube hasta aquí, como burbujas. Pero ellos no me ven. No saben que estoy cerca. Estoy más acá”.
¿Qué era realmente ese “acá” del que hablaba la niña? ¿Un sueño tibio, un océano sin orillas, un destello eterno? Quería entender, no con la razón, sino con el corazón, como si al hacerlo pudiera acercarse más a la pequeña, a Laura, a sí misma.
La casa estaba en silencio, salvo por el tictac del reloj en la sala, un sonido que parecía marcar el paso de un tiempo que, de pronto, se le antojaba insignificante. Sentada en el sillón, el mismo donde siempre recibía a la niña, cerraba los ojos. Y como siempre esperó, con las manos cruzadas sobre el regazo, como quien aguarda la llegada de un invitado.
Esta vez fue distinto. No hubo dulzura de miel, ni calor reconfortante. Era más bien una quietud densa, como si el mundo entero contuviera el aliento. Lucía sintió un cosquilleo en la nuca, una invitación. “Está bien”, pensó, aunque no supo si lo dijo en voz alta. “Muéstrame”, le dijo, como si hablaran a través del pensamiento.
No hubo transición, no hubo un paso físico de un lugar a otro. Fue como si el sillón, la sala, la casa misma se desvanecieran, no con violencia, sino con la suavidad de una nube que se disipa bajo el sol. La niña la llevó a ese “acá”, para que la propia Lucía pudiera dar respuesta a su pregunta. No flotaba, no caminaba, no estaba segura de si tenía cuerpo o solo era un pensamiento suspendido. Pero allí estaba, en el “acá” que la niña siempre describía, aunque ahora no había palabras para contenerlo.
Fotografía de Damon Jah.
Era agua, pero no mojaba. Era luz, pero no cegaba. Era espacio, pero sin límites ni confines. Lucía sintió que se expandía, como si su ser se diluyera en algo más grande, algo que no era ella, pero tampoco le era ajeno. No había suelo bajo sus pies, ni cielo sobre su cabeza, solo una vastedad que vibraba con una calma imposible. Y en medio de esa calma, había presencias. No cuerpos, no rostros, sino esencias, como notas de una melodía que no necesitaba instrumento. Algunas eran pequeñas, como la niña; otras, inmensas, vetustas, como si llevaran siglos flotando en un sueño.
Esa noche, mientras el conjunto residencial se sumió en el silencio, Lucía cruzó el pasillo que separaba su casa de la de Laura. Llevaba una bandeja con galletas recién horneadas, como una excusa para tocar la puerta. Laura abrió, con el pelo desordenado y una sonrisa cansada. “¿Café?”, preguntó, como siempre. Lucía asintió, pero mientras se sentaban en la cocina, percibió el aleteo otra vez, leve, pero inconfundible. La niña estaba allí, escuchando, esperando.
“Laura”, empezó Lucía, con la voz temblorosa, “hay algo que necesito decirte. Es sobre ella. Sobre tu pequeña”.
Laura se tensó, sus manos apretando la taza hasta que los nudillos se pusieron blancos. No había vuelto a ser la misma desde la pérdida. La niña, que nunca tuvo un nombre porque Laura no quiso dárselo, era un hueco en su vida, un espacio que nadie mencionaba pero que todos sentían. Lucía había intentado hablarle de las visitas alguna vez, con cuidado, tanteando el terreno. Pero Laura se había roto como un vaso de cristal, llorando hasta quedarse sin aire, pidiéndole que no volviera a mencionar a “esa niña”. Desde entonces, Lucía guardaba las palabras de la pequeña como un secreto sagrado, aunque cada mensaje era una carga que pesaba más.
Pero esta vez, Lucía no se detuvo, pues sabía que no podía ignorar a la niña. Los muertos no pedían cosas por capricho. Siempre había un propósito, aunque a veces estuviera envuelto en niebla.
Habló del brillo, del agua que no moja, de la voz que subía como burbujas cuando Laura cantaba. Habló hasta que las palabras se agotaron y el silencio llenó la cocina. Laura no lloró. No en esta ocasión. Solo miró a Lucía, con los ojos llenos de algo que no era dolor, sino un gesto de alivio, como si por fin hubiera encontrado un hilo suelto en el nudo de su duelo.
“¿Me oye cantarle?”, susurró Laura, casi para sí misma. “¿De verdad le gusta cuando canto?”.
“Dile que no deje de cantar”, dijo la niña, y su voz vibró con una urgencia que Lucía no había sentido antes. “Dile que no estoy lejos. Que no estoy perdida”.
Lucía asintió, y por un instante, el aleteo se volvió más fuerte, como si la niña estuviera riendo, flotando en su tibio sueño, más cerca que nunca.
Fotografía de Fermín-R.F
V
La madre de Lucía, Esther, había muerto hacía tres años. El Alzheimer se la llevó de a pedazos, primero la memoria, luego las palabras, pronto la mirada, dejando apenas un destello opaco donde antes brillaba un alma. Lucía la veló hasta el último suspiro, cuidando un cuerpo que, a veces, parecía solo un hueco, una cáscara que el viento podía deshacer. Cuando la muerte llegó, Lucía quiso verla una vez más. En la morgue, el aire cortaba, metálico y frío. El cuerpo de su madre estaba cubierto por una sábana blanca, salvo los pies, que asomaban, pálidos y pequeños. Lucía los tomó con cuidado, como si fueran de cristal. Todavía tenían cierta tibieza, una energía que aún temblaba, como si la piel se resistiera a apagarse. Los apretó con fuerza, como si quisiera impedir que su madre se fuera. Pero no había nada que retener. La energía de Esther ya estaba en otra parte. Agobiada, Lucía soltó los pies de su madre y salió de la morgue, con el sol dándole en la cara, como un recado de luz.
Luego de los rosarios, Esther comenzó a aparecerse en la casa. La primera vez que Lucía la sintió fue en la cocina, mientras pelaba papas. El aire olía a su crema de manos, esa que usaba religiosamente antes de dormir. “Lucía, no te olvides de regar las plantas”, dijo con voz clara, como si Esther estuviera parada junto a la mesa. Lucía dejó caer el cuchillo. “¿Mamá?”, preguntó, dando la vuelta. No había nadie, pero la voz siguió. “Estoy bien, hija. Ahora me acuerdo de todo. Hasta de la receta del flan que tanto te gustaba”.
No era una presencia triste, como Lucía temía. Al contrario, parecía aliviada, libre. Hablaba de cosas simples: el jardín, las novelas que veían en la televisión, el vestido que nunca se animó a usar. Una vez, mientras Lucía doblaba la ropa, Esther le dijo: “No te escondas tanto, hija. Sal y enamórate. No tengas miedo. Lo mío es solo un cambio de vestido. Me voy a poner algo más bello y liviano ahora”.
Lucía lloró, pero no de pena. Era un llanto limpio, como si alguien hubiera abierto una ventana en una habitación cerrada.
Foto de Kris-Williams
VI
Lucía sabía que la muerte no era el final, pero tampoco era un misterio resuelto. Era un paso, como mudarse de casa. Había aprendido, con los años, que el primer universo del que morimos es el útero. Ese encuentro entre el óvulo y el espermatozoide, ese estallido de luz que llamamos “dar a luz”, era solo el comienzo. La muerte era otro estallido, uno que los vivos no celebrábamos porque no lo entendíamos.
La muerte, había aprendido, era al mismo tiempo, un umbral de sombra y fulgor, que atraviesa el alma con una punta de estrella, un dolor hondo, como el latir de un parto que rasga y une; un espasmo que, en su herida, florece en sosiego, en un murmullo que dice: “el ciclo se cierra.” Es aroma de la médula misma del ser: pétalos frescos que despiertan al alba, hierba humedecida por el rocío, sal del mar que respira en la memoria. Brisa que roza el rostro, que purifica el aliento, que disuelve el peso en una calma que se mira en su propio rostro; es el cielo en un vértigo de constelaciones donde el alma flota, suspendida en el cosmos, fundida en el todo.
A veces, Lucía soñaba con su propia muerte. No era un sueño oscuro, no había túneles ni luces cegadoras. Era un perfume, una plenitud que no podía explicar. Se sentía como flotar en un río cálido, sin peso, sin urgencia. Había paz, pero no la paz de la quietud, sino la de saber que todo encajaba, que no había preguntas sin respuesta. En esos sueños, Lucía veía a los muertos que la habían visitado: la niña no nacida, Juan, Marta, Esther, Rosa. Todos estaban ahí, no como sombras, sino como exhalaciones, vibrando en un espacio sin bordes.
Cuando sobrevenían aquellos encuentros, recordaba lo que solía decirle la presencia etérea de su madre: “Cuando inspiras, mueres; al respirar, vives.”
Fotografía de João-Lavinha.
VII
Tres veces por semana, Lucía cruzaba la entrada del cine, un armazón añoso en el centro de la ciudad, que relumbraba en las noches como un párpado insomne, anunciando cada semana la exhibición de una vieja película, un clásico del cine en blanco y negro. Una de aquellas noches, el cartel descolorido publicitaba Náufragos, la gema en blanco y negro de Alfred Hitchcock de 1944, donde Tallulah Bankhead y William Bendix se debatían en un bote a la deriva, atrapados en un torbellino de supervivencia y desesperación. Lucía, como si el cine la convocara con un imán, asistía puntualmente a esas funciones. El vestíbulo la acogía con su tumulto sereno: un collage de voces, risas juveniles, el roce de abrigos y suéteres y el rechinar de pasos sobre un suelo eternamente sucio. El aire, cargado del aroma a cotufas que estallaban en un caldero grasiento, se impregnaba también del dulzor pegajoso de caramelos y chocolates, en ese trasfondo indefinible, como de ropa añeja que parecía brotar de las paredes mismas.
En el vestíbulo, la gente se agolpaba sin concierto, un torbellino torpe de cuerpos que compraban boletos, se empujaban, se escrutaban de soslayo. Había un tipo con sombrero ladeado, como arrancado de un viejo fotograma, y una mujer con un vestido de lunares que apestaba a naftalina. Lucía los sorteaba, su libreta apretada contra el pecho, y se dejaba engullir por la penumbra de la sala. Allí, la oscuridad no era solo ausencia de luz: era una urdimbre, cosida con el crepitar del proyector, con los suspiros de las butacas gastadas que exhalaban un hálito de terciopelo y polvo. El aire traía un dejo a electricidad estática, a celuloide de un tiempo detenido. Era un olor que se adhería a la piel, que se colaba en los pulmones. Y bajo esa capa, Lucía abría su consultorio invisible, su asilo en la última fila, donde el mundo se desmoronaba en sombras y los muertos hallaban su palabra.
Esa noche, mientras Náufragos desplegaba su drama en la pantalla, con los rostros de Tallulah Bankhead y John Hodiak destellando en claroscuros, algo se alteró. El aire se tornó denso, cargado de un olor salobre, a metal enmohecido, a algas podridas que ascendían desde un océano remoto. Una presencia se posó junto a Lucía, pesada como un ancla. “Soy Iván”, dijo una voz que parecía arrastrar cadenas invisibles. “El barco se hundió. Mi anillo… sigue allá abajo, en el fondo”. Lucía, inmóvil, sintió cómo la penumbra se condensaba, como si el cine retuviera el aliento. Anotó en su libreta: barco, tormenta, anillo con fecha grabada. Sabía que los muertos buscaban el cine por su quietud sagrada, por esa penumbra que era como un confesionario donde las palabras no precisaban alzar la voz. Pero esa noche, el aire se volvió más gélido, el zumbido del proyector se transformó en un pulso grave, y las butacas parecieron inclinarse hacia ella, confabuladas.
Al levantar la vista, la pantalla trascendió la ficción, y los náufragos ya no eran solo personajes. En un instante que deshizo la cuarta pared, cada actor giró su rostro hacia Lucía, sus miradas atravesando la penumbra del cine como destellos en la niebla. Tallulah Bankhead, la observó con ojos magnéticos, sus labios dibujando una sonrisa enigmática, como si formulara una pregunta. William Bendix, ladeó la cabeza con una sonrisa cargada de resignación. Walter Slezak, mostró una calma gélida, sus ojos entornados exhalando un desafío sereno. Mary Anderson, tenía la mirada húmeda, sus párpados temblando bajo el peso invisible del bote salvavidas. John Hodiak, endureció el rostro, sus ojos curtidos por el salitre y el tiempo. Henry Hull, frunció el ceño con un desdén aristocrático, su boca tensa en una mueca de altivez. Heather Angel, dejó escapar un suspiro fracturado, sus labios temblando en una sonrisa deshecha. Hume Cronyn, esbozó una expresión frágil, sus ojos cálidos pero quebradizos. Canada Lee, la envolvió con una mirada de dignidad serena, su rostro firme, sin rastro de expresión.
Entre ellos, rostros anónimos que Lucía reconoció de sus encuentros con lo invisible: una mujer de vestido rasgado, con ojos vidriosos y labios apretados; un hombre de dedos salados, cuya mirada cansada parecía anclada al horizonte, y un adolescente, con el rostro demacrado por el hambre, sus ojos grandes y febriles reflejando un anhelo inquieto, sus labios entreabiertos en un gesto de asombro contenido.
Iván, a su lado, sonrió con una calma que olía a sepulcro abierto. “Este cine no es solo un asilo, Lucía”, dijo en voz baja, y su voz traía el rumor de un oleaje negro. “Es un faro. Nos convocas, y nosotros acudimos”. De pronto, la penumbra se quebró en un destello de luz salada, y el cine se deshizo como un castillo de arena bajo la marea. Lucía, suspendida en su butaca, sintió que el océano la devoraba, un océano de voces que entonaban su nombre, mientras los rostros de los muertos flotaban a su alrededor, brillando como fotogramas de una película. Y en el fondo, el olor: no solo a cotufas y caramelos, sino a la muerte misma, húmeda, salobre, perpetua, que la envolvía como una amante celosa.
Fotografía de Giuseppe Milo.

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