Foto de José Antonio Rosales.
El mar habita fuera y dentro de nosotros. Se trasmuta en sangre al escuchar el grito de los pescadores a través de la danza de las redes, con la que celebramos el sacrificio de sus frutos.
Como arquetipo el mar se hospeda en el tiempo mítico, pero en su devenir, rescata algunos gestos de la vida cotidiana: sol, pájaros, cielo, faena de pesca, que procuran alcanzar la comunión con el acto de la captura.
La forma como en el mar se percibe la belleza no se sustrae de la comprensión que tenemos como pueblo. Es una particular noción, que en ocasiones es contradictoria; una certeza y una apariencia.
Viaje y arribo, partida y regreso, acción e inacción, esperanza y derrota. Pero que en definitiva nos seduce y nos tienta, obligándonos a nadar en él en una forma de abrazo. Aunque los golpes del agua en la orilla no sean de hechizo, y, por el contrario, haya ondas tenebrosas que aneguen, y neblinas que confundan.
El mar, como el país, es una alianza que trae en sus redes mensajes ilegibles; a veces trasmite una turbadora, tensa y elemental melancolía, y en ocasiones el azul del horizonte se nos revela propicio. El mar se alegra de sus peces, pero también se avergüenza de sus naufragios. Y se lamenta, porque es azar.
Sin embargo, el mar seduce, porque no puede describirse aislado, corresponde a una naturaleza común. Aunque a veces nuestro espíritu -urbano, astuto y callejero-, no permita vernos sino mediante el hecho repetido y constante del congestionamiento y la violencia, del engaño y la traición; menos vislumbrar un país que nos exige una sensibilidad especial para percibirlo, más allá del vacío cotidiano.
El valor del mar se mide por el esfuerzo continuado de sus redes, y no por el naufragio que niega la ilusión. ¿Qué significa ese enigma que queda más allá del horizonte?
Como arquetipo el mar se hospeda en el tiempo mítico, pero en su devenir, rescata algunos gestos de la vida cotidiana: sol, pájaros, cielo, faena de pesca, que procuran alcanzar la comunión con el acto de la captura.
La forma como en el mar se percibe la belleza no se sustrae de la comprensión que tenemos como pueblo. Es una particular noción, que en ocasiones es contradictoria; una certeza y una apariencia.
Viaje y arribo, partida y regreso, acción e inacción, esperanza y derrota. Pero que en definitiva nos seduce y nos tienta, obligándonos a nadar en él en una forma de abrazo. Aunque los golpes del agua en la orilla no sean de hechizo, y, por el contrario, haya ondas tenebrosas que aneguen, y neblinas que confundan.
El mar, como el país, es una alianza que trae en sus redes mensajes ilegibles; a veces trasmite una turbadora, tensa y elemental melancolía, y en ocasiones el azul del horizonte se nos revela propicio. El mar se alegra de sus peces, pero también se avergüenza de sus naufragios. Y se lamenta, porque es azar.
Sin embargo, el mar seduce, porque no puede describirse aislado, corresponde a una naturaleza común. Aunque a veces nuestro espíritu -urbano, astuto y callejero-, no permita vernos sino mediante el hecho repetido y constante del congestionamiento y la violencia, del engaño y la traición; menos vislumbrar un país que nos exige una sensibilidad especial para percibirlo, más allá del vacío cotidiano.
El valor del mar se mide por el esfuerzo continuado de sus redes, y no por el naufragio que niega la ilusión. ¿Qué significa ese enigma que queda más allá del horizonte?
Hermoso texto que me obliga a reconsiderar mi canon personal: un ensayo de Deleuze sobre las islas desiertas, otro de Simmel sobre el rostro...y ahora este sobre el mar. Gracias Rafael Simón.
ResponderEliminarGracias a ti, Guillermo, por tan generosa palabra.
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