Bibliontecario
Publicación de registro cultural.
martes, 7 de octubre de 2025
Pablo Agudo López: “Tocar un Andrea Guarneri marca un hito en mi trayectoria artística y profesional”
Por Rafael Simón Hurtado / Fotos cortesía de Pablo Agudo López
Pablo Agudo López, joven violinista venezolano de Valencia, Carabobo, destaca como promesa de la música clásica. Formado en el Sistema Nacional de Coros y Orquestas Juveniles e Infantiles de Venezuela representa la excelencia de una generación que combina técnica impecable con una profunda sensibilidad emocional. Recientemente, recibió en préstamo un violín Andrea Guarneri del siglo XVII, gracias a al reconocimiento de su talento por la violinista suiza Chiara Banchini.
Pablo Agudo López cruza las fronteras hacia el jazz con el violín Andrea Guarneri, en concierto con el Sebastian Volco Trío en el marco de la La Nuit Bleue du Jazz, en La Cité Bleue, Ginebra. Foto Giulia Charbit.
En el mundo de la música barroca, poseer la oportunidad de tocar un instrumento histórico como un violín Andrea Guarneri es un privilegio reservado para unos pocos. Este instrumento, cedido en préstamo al joven violinista Pablo Agudo López, no solo representa ser el depositario de una joya de la luthería del siglo XVII, sino también un eslabón de lujo de la centenaria historia de la interpretación musical. El acuerdo refleja la confianza en el talento de este músico venezolano y la generosidad de una de las figuras más destacadas del violín barroco: la violinista suiza Chiara Banchini.
¿Pablo, en qué consiste el contrato del préstamo del violín Andrea Guarneri?
“El violín, un Andrea Guarneri original datado aproximadamente en 1664, es una pieza de incalculable valor histórico y artístico, cedida en préstamo por la maestra Chiara Banchini, figura icónica del violín barroco y fundadora de la primera cátedra de este instrumento en la Schola Cantorum Basiliensis, una institución de referencia mundial en música antigua. Este préstamo se formalizó mediante un partenariado, un acuerdo de cooperación con el teatro La Cité Bleue de Ginebra y la orquesta Cappella Mediterranea, dirigida por el maestro Leonardo García-Alarcón, de la cual formo parte, desempeñándome en ocasiones como concertino o principal.”
El acuerdo no solo garantiza el uso del instrumento en contextos artísticos de alto nivel, también refleja el compromiso de estas formas de cooperación en la formación y promoción de jóvenes talentos.
“El violín, un Andrea Guarneri original datado aproximadamente en 1664, es una pieza de incalculable valor histórico y artístico.”
¿Háblame sobre la historia del violín?
“El violín fue fabricado en Cremona, Italia, por Andrea Guarneri, patriarca de una de las familias de luthiers más célebres de la historia, quien fue discípulo directo de Nicolò Amati, considerado el primer gran maestro de la luthería. Este instrumento, creado en la década de 1660, es un testimonio vivo del apogeo de la escuela cremonesa. En el siglo XIX, fue restaurado por luthiers de la escuela Amati, quienes, creyendo erróneamente que se trataba de un violín Amati, modificaron únicamente elementos como la tastiera (diapasón), el mango, el puente y la cordalera, preservando intacta la caja sonora, el corazón del instrumento, que conserva su estado original al 100%.”
“La confusión inicial sobre su autoría se resolvió cuando Chiara Banchini, propietaria de un Amati auténtico, sospechó que este violín podía ser un Guarneri. Un análisis dendrocronológico confirmó su origen, datando la madera y verificando que se trataba de una obra maestra de Andrea Guarneri.”
Aunque no se conoce con precisión la lista de músicos que han tocado este violín a lo largo de sus casi cuatro siglos de existencia, su longevidad invita a imaginar las manos virtuosas que lo han hecho sonar, desde cortes europeas hasta salas de concierto. Cada rasguño y cada nota que resuena en su madera cuenta una historia de pasión y dedicación, manteniendo al instrumento “completamente vivo”, como un custodio de la tradición musical.
Un gesto de confianza: El proceso detrás del préstamo
El acceso a un instrumento de esta magnitud no es un hecho cotidiano. En un mundo donde los violines de la familia Guarneri son codiciados por su rareza y calidad, el proceso para obtener uno en préstamo suele ser riguroso. Sin embargo, en este caso, la historia toma un giro singular, marcado por la generosidad y la visión artística de Chiara Banchini.
¿Pablo, qué pasos debiste dar para obtener este préstamo? ¿Fue a través de una solicitud personal o mediante una institución?
“No fue necesario presentar una solicitud formal. El violín me fue ofrecido directamente por Chiara Banchini, quien, tras ser jurado en mi recital de grado el año pasado, reconoció mi potencial y decidió confiarme su Andrea Guarneri. Para formalizar esta cesión, Chiara propuso un partenariado con La Cité Bleue y Cappella Mediterranea, instituciones donde participo regularmente. Conversó con el maestro Leonardo García-Alarcón, director de la orquesta, quien apoyó de inmediato la iniciativa, considerando que mi trayectoria justificaba el privilegio de tocar un instrumento de esta envergadura.”
Este gesto no solo refleja la confianza en la capacidad musical de Pablo, sino también el compromiso que profesores e instituciones están dispuestos a llevar adelante para contribuir con el desarrollo artístico del aventajado ejecutante.
Un privilegio sin condiciones formales
El valor de un violín Andrea Guarneri trasciende lo material, convirtiendo su cuidado en una responsabilidad inmensa. La cesión de un instrumento de esta categoría suele estar acompañada de estrictos requisitos, pero en este caso, la confianza depositada en Pablo Agudo López marca la diferencia.
¿Qué requisitos debiste cumplir para obtener el beneficio? ¿Cuenta con un seguro que cubra posibles daños al instrumento?
“No hubo requisitos específicos qué cumplir, ya que la oferta provino directamente de Chiara Banchini, quien confió plenamente en mi capacidad para honrar el instrumento. Esta confianza, lejos de ser un alivio, implica una responsabilidad aún mayor para cuidarlo y hacerlo brillar en cada interpretación. Además, el violín está asegurado, garantizando su protección ante cualquier eventualidad, lo que permite enfocarme en explorar su potencial artístico con tranquilidad.”
Un tesoro de la luthería cremonesa
Los violines de la familia Guarneri son emblemas de la excelencia artesanal y sonora. Desde el legendario “Il Cannone” de Niccolò Paganini, fabricado por Giuseppe Guarneri del Gesù, hasta las obras de Andrea Guarneri, estos instrumentos son considerados patrimonio cultural. El préstamo de este violín en particular refleja su valor no solo como objeto, sino como vehículo de expresión artística. Los violines de Andrea Guarneri son joyas históricas, y su escasez los convierte en tesoros codiciados por músicos y coleccionistas. A diferencia del Guarneri del Gesù tocado por Paganini, este violín pertenece a la producción de Andrea Guarneri, patriarca de la familia, lo que lo hace aún más raro.
¿Debes cumplir con algunas condiciones?
“Las condiciones del préstamo son notablemente flexibles: puedo utilizar el instrumento en cualquier contexto artístico, desde conciertos con Cappella Mediterranea hasta proyectos de música contemporánea. El período de préstamo está establecido, por ahora, hasta el año 2030, brindándome una oportunidad única para desarrollar mi arte con esta obra maestra.”
Un instrumento que transforma el arte
Tocar un violín Andrea Guarneri no es solo un honor, sino una experiencia transformadora. La calidad sonora y la sensibilidad de un instrumento histórico elevan la interpretación a un nivel superior, desafiando al músico a explorar nuevas dimensiones de su arte.
¿Cómo puede influir este instrumento en tu desarrollo artístico o profesional? ¿Qué significa para ti alcanzar este mérito? ¿Puede influir en el sonido de lo hecho hasta ahora?
“La oportunidad de tocar un Andrea Guarneri marca un hito en mi trayectoria artística y profesional. Mi violín personal, aunque de buena calidad, no puede compararse con la profundidad y sensibilidad de este Guarneri. Desde la primera vez que lo toqué, quedé profundamente conmovido por su capacidad de respuesta: cada matiz, cada intención musical se traducía con una claridad y calidez incomparables. A pesar de haber estado sin tocar durante años, el instrumento comenzó a “despertar” tras pocos meses de uso, desde mayo de este año, cuando inicié su interpretación, hasta la formalización del préstamo recientemente. Su timbre, rico y vibrante, es único, superando con creces cualquier violín moderno, por más excepcional que sea.”
“Este violín no solo transforma mi sonido, sino que me invita a un diálogo constante con el instrumento. Como dijo mi maestro Luis Miguel González, “no es el caballo, es el jinete”. Un Guarneri es como un vehículo de alta gama, pero su verdadero potencial solo se desbloquea con dedicación, estudio y una conexión íntima. Tocar este violín es fusionarme con él, entender sus matices y sacarle el máximo provecho, lo que sin duda moldeará mi desarrollo artístico y profesional, abriendo nuevas posibilidades expresivas.”
La versatilidad de un violín Andrea Guarneri permite su uso en una amplia gama de contextos, desde la música barroca hasta proyectos contemporáneos. Sin embargo, su valor histórico impone ciertas consideraciones prácticas, especialmente en términos de seguridad.
¿En qué lugares o contextos utilizarás el instrumento? ¿Hay limitaciones? ¿El préstamo es para un proyecto específico?
“El violín se integra plenamente en mi actividad artística, desde las producciones con Cappella Mediterranea y La Cité Bleue hasta mis proyectos de música popular y contemporánea con el Sebastián Volco Trío y mi ensemble Les Impertinences. No hay limitaciones artísticas en su uso, lo que me permite explorar su sonoridad en diversos repertorios. Sin embargo, por razones de seguridad, no creo poder llevarlo a Venezuela para mi próxima visita en noviembre-diciembre, donde dirigiré un programa con la Orquesta Barroca Simón Bolívar. Aunque el seguro cubre el instrumento en Europa, la logística y los riesgos de viajar con un tesoro de esta magnitud requieren una reflexión cuidadosa. Llevar este Guarneri a mi país sería un sueño, pero garantizar su seguridad sería una prioridad absoluta.”
La responsabilidad de custodiar un legado
Cuidar un violín de casi 400 años de antigüedad es una tarea que combina devoción y disciplina. La confianza depositada en el músico conlleva un compromiso inquebrantable con la preservación del instrumento.
¿Qué compromisos adquieres en cuanto al cuidado del instrumento? ¿Recibes capacitación especial en el manejo y cuidado de un instrumento histórico y de alto valor económico?
“No he recibido capacitación específica, ya que se me ha otorgado plena confianza para cuidar el violín. Sin embargo, asumo esta responsabilidad con la máxima seriedad. El instrumento permanece en mi hogar o, durante giras, en cajas fuertes de hoteles. Lo trato con el mismo cariño y cuidado que dedicaría a un ser querido, consciente de su valor histórico y económico. Esta atención constante, aunque a veces genera cierta ansiedad, se ha convertido en una extensión natural de mi compromiso como músico.”
Un círculo exclusivo de privilegiados
Tocar un violín de la familia Guarneri es un honor reservado para un grupo reducido de músicos en el mundo. La rareza de estos instrumentos los convierte en objetos de deseo y admiración, accesibles solo a quienes demuestran un talento excepcional.
¿Cuántos músicos en el mundo tienen acceso a este privilegio? ¿Qué nombres se han anotado en esta lista?
“No existe una cifra exacta, pero el número de músicos con acceso a un Andrea Guarneri es extremadamente reducido, formando un círculo selecto de intérpretes. La escasez de estos instrumentos, combinada con su valor histórico, los reserva para figuras destacadas en el ámbito de la música clásica y barroca. Aunque no se conocen nombres específicos de otros beneficiarios actuales, el acceso a un Guarneri es un reconocimiento implícito de excelencia artística.”
Chiara Banchini, quien cedió en préstamo a Pablo Agudo López el violín de Andrea Guarneri, es una leyenda viva del violín barroco.”
Chiara Banchini: Una mentora y visionaria
Chiara Banchini no solo es la propietaria del violín, sino una figura clave en la música barroca y en la formación de nuevas generaciones de músicos. Su trayectoria como intérprete, pedagoga y fundadora de instituciones de referencia la convierte en un pilar del movimiento de interpretación históricamente informada.
¿Qué papel juega Chiara Banchini en esta experiencia? Háblame de ella.
“Chiara Banchini es una leyenda viva del violín barroco, conocida por su virtuosismo, su rigor musicológico y su pasión por la enseñanza. Fundadora de la cátedra de violín barroco en la Schola Cantorum Basiliensis, ha formado a generaciones de músicos en la interpretación históricamente informada. Su relación conmigo comenzó como jurado en mi recital de grado, y desde entonces ha seguido de cerca mi carrera, asistiendo a mis conciertos y ofreciéndome orientación constante. Vivimos cerca en Ginebra, lo que ha facilitado un vínculo estrecho, y actualmente planeamos un recital de violín solo con el Guarneri para el próximo año. Además, Chiara colabora con el programa NEOJIBA (Centros Estatales de Orquestas Juveniles e Infantiles de Bahía, en Brasil), inspirado en El Sistema de Venezuela, demostrando su compromiso con la formación de jóvenes músicos. Su generosidad al cederme este violín y su apoyo continuo son un regalo invaluable para mi desarrollo artístico.”
Un sueño que comienza: La emoción de un nuevo capítulo
El préstamo de un Andrea Guarneri no es solo un hito profesional, sino una experiencia profundamente personal. Cada nota tocada en este instrumento es un testimonio de años de esfuerzo y una conexión con la historia de la música.
¿Qué sensaciones se producen tras este nuevo paso?
“Aún estoy asimilando la magnitud de este privilegio, como si viviera un sueño despierto. Cada vez que toco el violín, me invade una gratitud inmensa hacia Chiara Banchini, Leonardo García-Alarcón, Cappella Mediterranea, La Cité Bleue y mi familia musical de El Sistema en Venezuela. Dedico este logro a mis maestros, como Rosario Ferrufino, Boris Paredes Alzolay, Sergio Celis y José La Rosa, y a mis padres, Argenis y Coralia, quienes me formaron en el arte y la vida. También a mis amigos de la Librería Albatros en Ginebra y a todos los que han sido parte de mi camino. Este violín es el fruto de años de sacrificio y pasión, y estoy seguro de que las anécdotas que surgirán de esta experiencia apenas comienzan a escribirse.”

jueves, 4 de septiembre de 2025
Más acá (ficción)
Más acá, el cuento de Rafael Simón Hurtado es una meditación poética sobre la muerte, la memoria y la conexión humana, entrelazada a través de la experiencia de Lucía como médium. Su prosa oscila entre lo cotidiano y lo trascendental, invitando al lector a reconsiderar la muerte no como un fin, sino como un diálogo continuo con los vivos. El relato deja una impresión duradera, recordándonos que, como dice Esther, "cuando inspiras, mueres; al respirar, vives".
Hoy recuerdo a los muertos de mi casa.
Al que se fue por unas horas
y nadie sabe en qué silencio entró.
Hoy recuerdo a los muertos de mi casa…
Octavio Paz
Fotografía de Giuseppe Milo.
I
El apartamento de Lucía era un rompecabezas de objetos que no terminaban de encajar: una lámpara de pie, con una base rota; un sillón con manchas de café y sudor vuelto polvo; la mesa de madera del comedor que crujía como si tuviera algo que decir. La luz de la mañana se colaba por las persianas a medio cerrar, como la luz que brota del proyector del cine; un haz que corta el aire llevando en su corriente imágenes que son memoria, fragmentos de un tiempo que no existe sino en la pantalla. Lucía, descalza, caminaba con cuidado, no por el frío del piso, sino porque sabía que los objetos, en su interior, guardan recuerdos, y los suyos, en particular, parecían conversar. Preparaba el café con gestos mecánicos: el colador filtraba el líquido ámbar, mientras el aroma inundaba la cocina con la evocación de la madre fallecida. Ya, con la taza humeante en la mano, se sentaba a mirar por la ventana. Desde el tercer piso, Valencia era un clamor de autobuses, carros y cornetas, pero dentro de su casa, el silencio era otro. Un silencio poblado.
Lucía era médium. La primera vez que habló con un muerto tenía siete años. Fue en el patio de la casa de su abuela. Estaba jugando con las muñecas que le habían traído los reyes magos, cuando sintió que alguien la miraba. Levantó la vista y ahí estaba: un hombre flaco, con un traje gris que le quedaba grande, sentado en el borde de un matero. “Eres Lucía, ¿no?”, dijo, con una voz que sonaba a radio mal sintonizada. Ella asintió, más por curiosidad que por miedo. “Soy tu tío Roberto. Dile a tu mamá que no se preocupe, que estoy bien”. Lucía corrió adentro, repitió el mensaje, y su madre, pálida, dejó caer un plato. Nunca hablaron de eso otra vez, pero Lucía entendió que había algo en ella que los demás no tenían.
Con los años, aprendió a convivir con ellos. No era un don que se encendía o apagaba a voluntad. Los muertos llegaban cuando querían, como gatos que eligen tu regazo sin pedir permiso. Lucía no los invocaba, no prendía velas ni hacía rituales. Simplemente, escuchaba. Y ellos hablaban. A veces, demasiado.
Como en un relato donde los relojes se disuelven y los espejos se ríen, Lucía aprendió a conversar con las apariciones. Mezcladas con los olores de la casa, en donde vivía sola, luego del fallecimiento de su madre, supo que tenía que respirar el humo de las esperanzas con el vaho de sus miedos. Allí aprendió a compartir sus alegrías con las migajas de sus sustos, mientras jugaba cuando era niña, cuando asistía a la escuela, en el salón de clases o en el recreo, o cuando supo cómo hornear un pan con sus propias manos. Siendo ya una adolescente, con la curiosidad apasionada de esta edad, mientras leía La caída de la casa Usher, de Edgar Allan Poe, una noche en su habitación, una voz salida de no se sabe dónde, le dijo: “El cuerpo se quiebra en su última esquina, no queda más que disolverse, como una cucharada de azúcar en el café amargo de la existencia. Y ahí, en esa huida hacia adelante, en esa catarsis de bolero y lágrima, debes aprender a anticipar el final.”
II
Lucía no necesitaba un escenario ni un público. Los muertos se colaban en su vida sin invitación, como vecinos que llegan a una reunión con una botella a medio beber y sin avisar. No siempre eran apariciones teatrales, nada de fantasmas con sábanas flotando en la penumbra. A veces era un aroma que se metía sin permiso: el humo incómodo de un cigarrillo, un soplo de lavanda, o ese olor a desinfectante de hospital que aún llevaba la ropa de su madre cuando se fue. Otras veces, un roce frío en la nuca, un balbuceo que se enredaba con el zumbido del ventilador, o, en los días más claros, un rostro borroso, como una proyección que alguien olvidó apagar en el fondo de sus ojos.
Atrapada en esa cotidianidad, donde los vivos y los muertos se cruzaban como si compartieran el mismo espacio, Lucía aceptaba aquellos encuentros que se daban a diario, sin que ella los buscara. Algunos con la calidez de un abrazo, otros cargados de una urgencia que le apretaban el pecho. Los mensajes llegaban en los momentos más inoportunos, como si los difuntos no entendieran de horarios o conveniencias.
Un sábado, el supermercado estaba a reventar, como siempre. Lucía empujaba el carrito entre estanterías abarrotadas, esquivando a una señora que regateaba el precio de los tomates con un empleado macilento. Frente a los lácteos, el aire se volvió denso, cargado de un olor a tabaco que no pertenecía al lugar. “No ahora, por favor”, rogó al vacío mientras fingió leer la etiqueta de un yogur. Una empleada se acercó, preguntando si necesitaba ayuda. “No, gracias”, respondió Lucía, y se alejó hacia las neveras, aunque sabía que no podía escapar. “Lucía, soy yo. Juan”, dijo una voz grave, rasposa, que reconoció al instante. Era el padre de Martín, su amigo de la secundaria, muerto a los dieciocho en un accidente de moto. Juan lo siguió un año después, a causa de un infarto. “Martín no tuvo la culpa. Fue el camión. El tipo venía borracho, no vio la curva. Dile a mi mujer que no fue culpa de nuestro hijo”. Lucía sintió un nudo en el pecho. Silvia, la madre de Martín, aún guardaba la moto destrozada en el garaje, como si fuera un relicario. “Está bien, Juan. Se lo diré”, susurró, apretando el paquete de carne que sostenía. Esa noche, llamó a Silvia. La conversación fue breve, pero tensa, y Silvia colgó sin despedirse. Dos días después, un mensaje llegó: “Gracias. No sé si creer, pero gracias”. A veces, pensó Lucía, eso era suficiente.
Días después, mientras planchaba en su apartamento, un perfume a eucalipto inundó la sala, tan intenso que parecía venir de alguien parado a su lado. Era el aroma de Marta, su vecina de enfrente, que murió meses atrás, pero cuya presencia aún rondaba el edificio. Lucía dejó la plancha y se acercó a la pared que separaba su apartamento del de Raúl, el viudo de Marta. “¿Eres tú, Marta?”, preguntó al aire. “Lucía, dile a Raúl que los documentos están detrás del cuadro del salón. El de la virgen”, respondió una voz suave pero firme. Lucía sonrió; Marta siempre había sido desconfiada, incluso en la muerte. Esa tarde, tocó la puerta de Raúl. El hombre, encorvado y con los ojos hundidos, la miró con recelo. “Raúl, mira detrás del cuadro de la virgen. Marta dice que hay algo ahí”. Él no respondió, pero días después, Lucía lo vio entrar con una caja llena de latas de pintura. “Para arreglar el apartamento”, dijo con una sonrisa tímida. No hizo falta preguntar más.
La cotidianidad de Lucía también se tejía en los encuentros familiares, como la reunión en casa de su tía Susana. El comedor era un caos de risas, platos llenos de comida y un televisor encendido que nadie miraba. Lucía cortaba una torta de piña, la favorita de la abuela Rosa, cuando el teléfono de Susana sonó. Atendió, y luego de escuchar la voz al otro lado, colgó asustada, pálida. Los presentes la miraron extrañados, esperando a que dijera que había oído. El teléfono volvió a repicar, Susana puso esta vez el teléfono para que todos escucharan, y una voz inconfundible llenó la sala. “Susana, soy mamá”. Era la abuela Rosa, muerta hacía cinco años. El silencio se apoderó del comedor, roto solo por el zumbido del televisor. “No se peleen por la casa. No vale la pena. Y dile a Carlitos que deje de fumar, que lo veo tosiendo como loco. Si sigue así, pronto estará conmigo”, sonrió la voz de la abuela. El tío Carlos, con un cigarrillo a medio encender, lo dejó caer abruptamente al suelo. Susana, con lágrimas en los ojos, preguntó: “Mamá, ¿estás bien?”. “Estoy más que bien, hija. Aquí no hay apuro, no hay cuentas. Solo amor. Los veo siempre.” Nadie habló por un rato. Luego, la reunión siguió, pero algo había cambiado. Lucía, desde un rincón, miró con la satisfacción de saber lo que había pasado. Sabía que su abuela no necesitaba un teléfono para hablar, pues los muertos usaban lo que encontraban para hacerse escuchar.
Fotografía de Kerri-Lee-Smith.
III
Así era la vida de Lucía: un ir y venir entre el bullicio de los vivos y los susurros de los que ya no estaban. Cada mensaje, cada encuentro, era un puente entre dos mundos, y ella, sin quererlo, se había convertido en la mensajera. A veces era un peso, otras un alivio. Pero siempre, de alguna forma, era suficiente.
A veces, antes de salir al mercado, el anuncio de una presencia era un tirón en el aire, como si una puerta invisible se hubiera entreabierto. Lucía ya no se inmutaba. Era parte del guion de su vida. Se levantaba, caminaba al baño, se lavaba la cara con agua fría. En el espejo, detrás de su reflejo, una sombra se deslizaba, como apenas un parpadeo. Mas, no giraba la cabeza, pues sabía que mirar de frente los ahuyentaba, como si fueran criaturas tímidas que preferían el rabillo del ojo. “Dime qué quieres, pero rápido, que tengo que ir al mercado”, murmuraba mientras se secaba las manos. No había respuesta, solo un traquido en el pasillo, como si alguien arrastrara los pies sobre el piso. Lucía suspiraba. Los muertos eran insistentes, pero rara vez claros.
Y mientras el traquido se desvanecía, Lucía pensaba en el miedo que todos cargamos, ese duelo anticipado que empieza mucho antes del final.
“El miedo a la muerte, ¿sabes?, es el primer luto, un adiós prematuro a lo que ya sabemos que vendrá, como un avión que nunca se desvía de su ruta. ¿Por qué tanto pavor ante ese telón que cae sin remedio? Vivimos aferrados al yo, ese necio trapo que cargamos como si fuera un tesoro, cosido con hilos de orgullo. La muerte, en cambio, llega con su tijera implacable, deshace las costuras y nos deja desnudos.”
Lucía lo había comprendido. Es la soledad absoluta, el apagón del reflector que ilumina el escenario del ego.
“Si tan solo nos hubiéramos enredado más en los brazos de la naturaleza, esa madre inmensa que no distingue entre el musgo que crece en la piedra y las estrellas que arden en el cielo, tal vez el salto al abismo no nos cortaría la respiración. Pero no. Nos aferramos al nombre, a esa etiqueta bordada en el pecho, y la muerte, con su ley inapelable, viene a borrarla.”
Esto fue lo que pensó el día que tomó la decisión de dar un giro, recibiendo a la muerte como a una vieja amiga, un cairós, un tiempo oportuno, un instante de gracia, como lo llamaban los griegos entre sorbos de vino y debates bajo las estrellas. Para eso habría que mirarla sin ese escalofrío que nos trepa por la espalda, verla como un puente hacia lo que somos en verdad, no como un pozo que nos devora. Lucía lo sabía, en el fondo. Los muertos que la visitaban no eran enemigos, solo mensajeros torpes, sombras que venían a recordarle que el telón, tarde o temprano, cae para todos. Pero mientras tanto, había que ir al mercado.
Fotografía de Gemma-Bou.
IV
Lucía se había acostumbrado al aleteo, a esa presencia que llegaba sin aviso, como una brisa que no mueve las cortinas, pero sí el alma. Una mañana, mientras fregaba los platos con movimientos mecánicos, el agua tibia resbaló por sus manos enjabonadas, formando una espuma que se deshizo en pequeños arcoíris. En ese instante el soplo del aire fue el anuncio. Sutil al principio, como un roce invisible, un revoloteo que no era de alas, sino de algo más etéreo. Lucía lo reconoció de inmediato. No era la primera vez.
Dejó el plato a medio lavar en el fregadero, se secó las manos en el delantal con un gesto lento, casi ritual, y se dirigió al sillón del salón. Se sentó, cerró los ojos y respiró hondo. El mundo exterior —el rumor lejano de un auto, el ladrido de un perro en la calle— se desvaneció. “Está bien, ven, háblame”, susurró, su voz apenas un hilo que se perdía en el silencio de la casa.
El aire se transformó. No era solo la quietud de la mañana; había algo más, una dulzura que no provenía de ningún lugar físico, como si alguien hubiera derramado miel en el espacio entre las cosas. Lucía sintió un calor suave en el pecho, no ardiente, sino reconfortante, como el abrazo de una manta en una noche fría. Y entonces, la escuchó.
“No estoy triste, ¿sabes? Aquí es como flotar en un tibio sueño”. La voz era clara, aguda, pero no del todo infantil. Era la voz de alguien que había sido atrapada en el limen, en ese lugar donde el tiempo no termina de decidir si avanzar o detenerse. Lucía sonrió, aunque sus ojos se humedecieron, las lágrimas asomando como gotas de rocío. Era ella, la niña que nunca llegó a nacer, la hija de Laura, su vecina. La que se desvaneció en el séptimo mes, llevándose consigo un pedazo del corazón de su madre.
Lucía no sabía por qué la niña la había elegido a ella. Tal vez porque vivía al lado, porque compartía con Laura el café de las tardes, los chismes del conjunto residencial, las risas y los silencios. O tal vez porque Lucía tenía ese don, esa grieta en el alma que permitía que los que ya no estaban cruzaran para hablarle. Fuera cual fuera la razón, la niña venía a ella desde hacía años. Al principio, Lucía se asustaba, se preguntaba si el duelo de Laura se le había metido bajo la piel como una fiebre. Pero con el tiempo, las visitas se volvieron parte de su vida, tan normales como el canto de los pájaros en los árboles en la calle.
“¿Cómo es allá?”, preguntó Lucía, aunque ya había oído la respuesta muchas veces. Cada vez era un poco distinta, como si la niña encontrara nuevas palabras para describir lo indescriptible.
“Es como estar en el agua, pero sin mojarte. Todo brilla, como si el sol estuviera dentro de las cosas. No hay paredes, no hay puertas. A veces veo a mamá y a papá. Están en la casa, haciendo cosas. Mamá me canta en la ducha. Me gusta cuando lo hace. Su voz sube hasta aquí, como burbujas. Pero ellos no me ven. No saben que estoy cerca. Estoy más acá”.
¿Qué era realmente ese “acá” del que hablaba la niña? ¿Un sueño tibio, un océano sin orillas, un destello eterno? Quería entender, no con la razón, sino con el corazón, como si al hacerlo pudiera acercarse más a la pequeña, a Laura, a sí misma.
La casa estaba en silencio, salvo por el tictac del reloj en la sala, un sonido que parecía marcar el paso de un tiempo que, de pronto, se le antojaba insignificante. Sentada en el sillón, el mismo donde siempre recibía a la niña, cerraba los ojos. Y como siempre esperó, con las manos cruzadas sobre el regazo, como quien aguarda la llegada de un invitado.
Esta vez fue distinto. No hubo dulzura de miel, ni calor reconfortante. Era más bien una quietud densa, como si el mundo entero contuviera el aliento. Lucía sintió un cosquilleo en la nuca, una invitación. “Está bien”, pensó, aunque no supo si lo dijo en voz alta. “Muéstrame”, le dijo, como si hablaran a través del pensamiento.
No hubo transición, no hubo un paso físico de un lugar a otro. Fue como si el sillón, la sala, la casa misma se desvanecieran, no con violencia, sino con la suavidad de una nube que se disipa bajo el sol. La niña la llevó a ese “acá”, para que la propia Lucía pudiera dar respuesta a su pregunta. No flotaba, no caminaba, no estaba segura de si tenía cuerpo o solo era un pensamiento suspendido. Pero allí estaba, en el “acá” que la niña siempre describía, aunque ahora no había palabras para contenerlo.
Fotografía de Damon Jah.
Era agua, pero no mojaba. Era luz, pero no cegaba. Era espacio, pero sin límites ni confines. Lucía sintió que se expandía, como si su ser se diluyera en algo más grande, algo que no era ella, pero tampoco le era ajeno. No había suelo bajo sus pies, ni cielo sobre su cabeza, solo una vastedad que vibraba con una calma imposible. Y en medio de esa calma, había presencias. No cuerpos, no rostros, sino esencias, como notas de una melodía que no necesitaba instrumento. Algunas eran pequeñas, como la niña; otras, inmensas, vetustas, como si llevaran siglos flotando en un sueño.
Esa noche, mientras el conjunto residencial se sumió en el silencio, Lucía cruzó el pasillo que separaba su casa de la de Laura. Llevaba una bandeja con galletas recién horneadas, como una excusa para tocar la puerta. Laura abrió, con el pelo desordenado y una sonrisa cansada. “¿Café?”, preguntó, como siempre. Lucía asintió, pero mientras se sentaban en la cocina, percibió el aleteo otra vez, leve, pero inconfundible. La niña estaba allí, escuchando, esperando.
“Laura”, empezó Lucía, con la voz temblorosa, “hay algo que necesito decirte. Es sobre ella. Sobre tu pequeña”.
Laura se tensó, sus manos apretando la taza hasta que los nudillos se pusieron blancos. No había vuelto a ser la misma desde la pérdida. La niña, que nunca tuvo un nombre porque Laura no quiso dárselo, era un hueco en su vida, un espacio que nadie mencionaba pero que todos sentían. Lucía había intentado hablarle de las visitas alguna vez, con cuidado, tanteando el terreno. Pero Laura se había roto como un vaso de cristal, llorando hasta quedarse sin aire, pidiéndole que no volviera a mencionar a “esa niña”. Desde entonces, Lucía guardaba las palabras de la pequeña como un secreto sagrado, aunque cada mensaje era una carga que pesaba más.
Pero esta vez, Lucía no se detuvo, pues sabía que no podía ignorar a la niña. Los muertos no pedían cosas por capricho. Siempre había un propósito, aunque a veces estuviera envuelto en niebla.
Habló del brillo, del agua que no moja, de la voz que subía como burbujas cuando Laura cantaba. Habló hasta que las palabras se agotaron y el silencio llenó la cocina. Laura no lloró. No en esta ocasión. Solo miró a Lucía, con los ojos llenos de algo que no era dolor, sino un gesto de alivio, como si por fin hubiera encontrado un hilo suelto en el nudo de su duelo.
“¿Me oye cantarle?”, susurró Laura, casi para sí misma. “¿De verdad le gusta cuando canto?”.
“Dile que no deje de cantar”, dijo la niña, y su voz vibró con una urgencia que Lucía no había sentido antes. “Dile que no estoy lejos. Que no estoy perdida”.
Lucía asintió, y por un instante, el aleteo se volvió más fuerte, como si la niña estuviera riendo, flotando en su tibio sueño, más cerca que nunca.
Fotografía de Fermín-R.F
V
La madre de Lucía, Esther, había muerto hacía tres años. El Alzheimer se la llevó de a pedazos, primero la memoria, luego las palabras, pronto la mirada, dejando apenas un destello opaco donde antes brillaba un alma. Lucía la veló hasta el último suspiro, cuidando un cuerpo que, a veces, parecía solo un hueco, una cáscara que el viento podía deshacer. Cuando la muerte llegó, Lucía quiso verla una vez más. En la morgue, el aire cortaba, metálico y frío. El cuerpo de su madre estaba cubierto por una sábana blanca, salvo los pies, que asomaban, pálidos y pequeños. Lucía los tomó con cuidado, como si fueran de cristal. Todavía tenían cierta tibieza, una energía que aún temblaba, como si la piel se resistiera a apagarse. Los apretó con fuerza, como si quisiera impedir que su madre se fuera. Pero no había nada que retener. La energía de Esther ya estaba en otra parte. Agobiada, Lucía soltó los pies de su madre y salió de la morgue, con el sol dándole en la cara, como un recado de luz.
Luego de los rosarios, Esther comenzó a aparecerse en la casa. La primera vez que Lucía la sintió fue en la cocina, mientras pelaba papas. El aire olía a su crema de manos, esa que usaba religiosamente antes de dormir. “Lucía, no te olvides de regar las plantas”, dijo con voz clara, como si Esther estuviera parada junto a la mesa. Lucía dejó caer el cuchillo. “¿Mamá?”, preguntó, dando la vuelta. No había nadie, pero la voz siguió. “Estoy bien, hija. Ahora me acuerdo de todo. Hasta de la receta del flan que tanto te gustaba”.
No era una presencia triste, como Lucía temía. Al contrario, parecía aliviada, libre. Hablaba de cosas simples: el jardín, las novelas que veían en la televisión, el vestido que nunca se animó a usar. Una vez, mientras Lucía doblaba la ropa, Esther le dijo: “No te escondas tanto, hija. Sal y enamórate. No tengas miedo. Lo mío es solo un cambio de vestido. Me voy a poner algo más bello y liviano ahora”.
Lucía lloró, pero no de pena. Era un llanto limpio, como si alguien hubiera abierto una ventana en una habitación cerrada.
Foto de Kris-Williams
VI
Lucía sabía que la muerte no era el final, pero tampoco era un misterio resuelto. Era un paso, como mudarse de casa. Había aprendido, con los años, que el primer universo del que morimos es el útero. Ese encuentro entre el óvulo y el espermatozoide, ese estallido de luz que llamamos “dar a luz”, era solo el comienzo. La muerte era otro estallido, uno que los vivos no celebrábamos porque no lo entendíamos.
La muerte, había aprendido, era al mismo tiempo, un umbral de sombra y fulgor, que atraviesa el alma con una punta de estrella, un dolor hondo, como el latir de un parto que rasga y une; un espasmo que, en su herida, florece en sosiego, en un murmullo que dice: “el ciclo se cierra.” Es aroma de la médula misma del ser: pétalos frescos que despiertan al alba, hierba humedecida por el rocío, sal del mar que respira en la memoria. Brisa que roza el rostro, que purifica el aliento, que disuelve el peso en una calma que se mira en su propio rostro; es el cielo en un vértigo de constelaciones donde el alma flota, suspendida en el cosmos, fundida en el todo.
A veces, Lucía soñaba con su propia muerte. No era un sueño oscuro, no había túneles ni luces cegadoras. Era un perfume, una plenitud que no podía explicar. Se sentía como flotar en un río cálido, sin peso, sin urgencia. Había paz, pero no la paz de la quietud, sino la de saber que todo encajaba, que no había preguntas sin respuesta. En esos sueños, Lucía veía a los muertos que la habían visitado: la niña no nacida, Juan, Marta, Esther, Rosa. Todos estaban ahí, no como sombras, sino como exhalaciones, vibrando en un espacio sin bordes.
Cuando sobrevenían aquellos encuentros, recordaba lo que solía decirle la presencia etérea de su madre: “Cuando inspiras, mueres; al respirar, vives.”
Fotografía de João-Lavinha.
VII
Tres veces por semana, Lucía cruzaba la entrada del cine, un armazón añoso en el centro de la ciudad, que relumbraba en las noches como un párpado insomne, anunciando cada semana la exhibición de una vieja película, un clásico del cine en blanco y negro. Una de aquellas noches, el cartel descolorido publicitaba Náufragos, la gema en blanco y negro de Alfred Hitchcock de 1944, donde Tallulah Bankhead y William Bendix se debatían en un bote a la deriva, atrapados en un torbellino de supervivencia y desesperación. Lucía, como si el cine la convocara con un imán, asistía puntualmente a esas funciones. El vestíbulo la acogía con su tumulto sereno: un collage de voces, risas juveniles, el roce de abrigos y suéteres y el rechinar de pasos sobre un suelo eternamente sucio. El aire, cargado del aroma a cotufas que estallaban en un caldero grasiento, se impregnaba también del dulzor pegajoso de caramelos y chocolates, en ese trasfondo indefinible, como de ropa añeja que parecía brotar de las paredes mismas.
En el vestíbulo, la gente se agolpaba sin concierto, un torbellino torpe de cuerpos que compraban boletos, se empujaban, se escrutaban de soslayo. Había un tipo con sombrero ladeado, como arrancado de un viejo fotograma, y una mujer con un vestido de lunares que apestaba a naftalina. Lucía los sorteaba, su libreta apretada contra el pecho, y se dejaba engullir por la penumbra de la sala. Allí, la oscuridad no era solo ausencia de luz: era una urdimbre, cosida con el crepitar del proyector, con los suspiros de las butacas gastadas que exhalaban un hálito de terciopelo y polvo. El aire traía un dejo a electricidad estática, a celuloide de un tiempo detenido. Era un olor que se adhería a la piel, que se colaba en los pulmones. Y bajo esa capa, Lucía abría su consultorio invisible, su asilo en la última fila, donde el mundo se desmoronaba en sombras y los muertos hallaban su palabra.
Esa noche, mientras Náufragos desplegaba su drama en la pantalla, con los rostros de Tallulah Bankhead y John Hodiak destellando en claroscuros, algo se alteró. El aire se tornó denso, cargado de un olor salobre, a metal enmohecido, a algas podridas que ascendían desde un océano remoto. Una presencia se posó junto a Lucía, pesada como un ancla. “Soy Iván”, dijo una voz que parecía arrastrar cadenas invisibles. “El barco se hundió. Mi anillo… sigue allá abajo, en el fondo”. Lucía, inmóvil, sintió cómo la penumbra se condensaba, como si el cine retuviera el aliento. Anotó en su libreta: barco, tormenta, anillo con fecha grabada. Sabía que los muertos buscaban el cine por su quietud sagrada, por esa penumbra que era como un confesionario donde las palabras no precisaban alzar la voz. Pero esa noche, el aire se volvió más gélido, el zumbido del proyector se transformó en un pulso grave, y las butacas parecieron inclinarse hacia ella, confabuladas.
Al levantar la vista, la pantalla trascendió la ficción, y los náufragos ya no eran solo personajes. En un instante que deshizo la cuarta pared, cada actor giró su rostro hacia Lucía, sus miradas atravesando la penumbra del cine como destellos en la niebla. Tallulah Bankhead, la observó con ojos magnéticos, sus labios dibujando una sonrisa enigmática, como si formulara una pregunta. William Bendix, ladeó la cabeza con una sonrisa cargada de resignación. Walter Slezak, mostró una calma gélida, sus ojos entornados exhalando un desafío sereno. Mary Anderson, tenía la mirada húmeda, sus párpados temblando bajo el peso invisible del bote salvavidas. John Hodiak, endureció el rostro, sus ojos curtidos por el salitre y el tiempo. Henry Hull, frunció el ceño con un desdén aristocrático, su boca tensa en una mueca de altivez. Heather Angel, dejó escapar un suspiro fracturado, sus labios temblando en una sonrisa deshecha. Hume Cronyn, esbozó una expresión frágil, sus ojos cálidos pero quebradizos. Canada Lee, la envolvió con una mirada de dignidad serena, su rostro firme, sin rastro de expresión.
Entre ellos, rostros anónimos que Lucía reconoció de sus encuentros con lo invisible: una mujer de vestido rasgado, con ojos vidriosos y labios apretados; un hombre de dedos salados, cuya mirada cansada parecía anclada al horizonte, y un adolescente, con el rostro demacrado por el hambre, sus ojos grandes y febriles reflejando un anhelo inquieto, sus labios entreabiertos en un gesto de asombro contenido.
Iván, a su lado, sonrió con una calma que olía a sepulcro abierto. “Este cine no es solo un asilo, Lucía”, dijo en voz baja, y su voz traía el rumor de un oleaje negro. “Es un faro. Nos convocas, y nosotros acudimos”. De pronto, la penumbra se quebró en un destello de luz salada, y el cine se deshizo como un castillo de arena bajo la marea. Lucía, suspendida en su butaca, sintió que el océano la devoraba, un océano de voces que entonaban su nombre, mientras los rostros de los muertos flotaban a su alrededor, brillando como fotogramas de una película. Y en el fondo, el olor: no solo a cotufas y caramelos, sino a la muerte misma, húmeda, salobre, perpetua, que la envolvía como una amante celosa.
Fotografía de Giuseppe Milo.

martes, 24 de junio de 2025
Libros usados: páginas con historias
La Feria Internacional del Libro de la Universidad de Carabobo y la Asociación de Ejecutivos del estado Carabobo abrieron de nuevo el Mercado de Libros Usados, con el lema Lecturas que perduran. El sábado 21 de junio, en la sede de la Asociación, libros emigrados de librerías, dormidos en estantes olvidados o descatalogados por el apuro del mundo, encontraron un nuevo destino. Hubo venta, trueques y el hallazgo de ejemplares que buscaban una segunda oportunidad. El espacio también fue refugio para conferencias que celebraron el libro y la lectura. Aquí, una de ellas: Libros usados: páginas con historias, de Rafael Simón Hurtado.
En la foto de José Antonio Rosales, José Sotillo, durante la presentación de Rafael Simón Hurtado en el “Mercado de libros usados. Lecturas que perduran”, 21 de junio de 2025.
I
En un mundo seducido por la fugacidad digital y el frenesí del consumo, el libro de segunda mano se erige como un emblema de resistencia. No es un simple objeto, sino un recipiente de palabras y memorias, un puente que une las manos que lo sostuvieron con las que hoy lo acarician.
Cada ejemplar lleva consigo las huellas del tiempo: una dedicatoria que murmura un amor olvidado, un subrayado que revela el fervor de un lector de otra época, o una nota al margen que dialoga con el texto desde un instante perdido.
Estos volúmenes no solo guardan historias impresas, sino que son, ellos mismos, narrativas vivas, cápsulas del tiempo que atesoran emociones, saberes y destinos.
Desde su dimensión cultural, los libros de segunda mano son custodios del conocimiento. Preservan obras descatalogadas, ediciones raras de editoriales efímeras, textos que, de no ser por el mercado de lo ya leído, habrían sucumbido al olvido.
Un tomo de Cervantes, gastado por un estudiante de los años cincuenta. El ingenioso Hidalgo Don Quijote de La Mancha.
En las librerías de viejo, -como también se les llama-, esos santuarios de silencio cortés, la literatura se democratiza: un tomo de Cervantes, gastado por un estudiante de los años cincuenta, o una edición de Orwell, regalada en los ochenta con una dedicatoria que aún respira afecto, se ofrecen a precios que invitan a todos a construir sus propias bibliotecas.
Pues estas librerías no solo resguardan clásicos o éxitos efímeros, sino también joyas olvidadas, obras de nicho o autoeditadas, tejiendo una diversidad que desafía la uniformidad de las grandes cadenas comerciales.
En su dimensión emocional, cada libro antiguo es un testigo de vidas ajenas. Un exlibris, una página doblada, un trazo de tinta: son marcas que convierten a estos volúmenes en documentos vivos, en espejos donde se reflejan los anhelos y las preguntas de quienes los leyeron.
Las ediciones especiales, por su rareza o su valor histórico, despiertan una fascinación que trasciende lo material, convocando a coleccionistas y lectores a un rito de veneración por lo irrepetible.
Desde la perspectiva comercial, estos volúmenes, contienen una economía singular, donde el precio no solo refleja el objeto.
Este mercado democratiza el acceso al conocimiento, ofreciendo obras descatalogadas a precios que desafían la exclusividad de las ediciones nuevas.
Así, los libros usados no solo circulan como mercancías, sino como conductos que abren entradas al derecho universal de la lectura.
Y no me refiero solamente a ejemplares firmados por sus autores, a primeras ediciones o a un volumen con anotaciones de un lector ilustre, sino a libros en donde el saber se encuentra con la búsqueda de un estudiante, por ejemplo, como sucede con obras de disciplinas humanísticas o científicas ya no reeditadas, que sobreviven gracias al mercado de segunda mano.
Así, un futuro ingeniero puede encontrar un texto clásico de su especialidad que, de otro modo, no habría podido hallar, con un precio que, además, no refleja su materialidad.
Manual de Matemáticas para ingenieros y estudiantes es un libro de texto de Matemáticas escrito por I. Bronshtein y K. Semendiaev y coeditado por la Editorial Mir y la Editorial Rubiños-1860, S.
II
En ese encuentro, a veces buscado, a veces hallado por el azar, descubrimos que los libros usados pueden servirnos también para abrir espacios inclusivos que reflejan la identidad de nuestras comunidades. Como es el caso del espacio en donde hemos sido convocados hoy.
Pueden sernos útiles para organizar eventos como lecturas de poesía o de cuentos, a través de clubes de lectura, intercambios de libros o charlas con autores locales, fortaleciendo los lazos entre la comunidad.
Esta diversidad cultural hace que cada espacio destinado a exhibir libros usados, tenga una personalidad única, un carácter que la distingue y la convierte en un destino en sí misma.
Como he dicho, en un contexto donde la cultura digital privilegia la velocidad y la novedad, las librerías de segunda mano son un acto de resistencia.
Las librerías de segunda mano son un acto de resistencia. Mercado de Libros Usados, Lecturas que perduran.
Al preservar y vender libros que podrían haber sido descartados, estas tiendas desafían la obsolescencia programada de la industria editorial.
Además, fomentan un consumo más sostenible al dar nueva vida a objetos que, de otra manera, podrían terminar en vertederos.
En un mundo preocupado por el impacto ambiental, comprar en librerías de segunda mano es una forma de apoyar la economía circular mientras se nutre el alma con lectura.
Hay otro encanto que gira en estos espacios alrededor de los libros usados. A diferencia de las grandes cadenas de librerías, donde los libros nuevos brillan en exhibiciones impecables, las tiendas de segunda mano son un caos organizado, un laberinto donde el descubrimiento es parte del sortilegio.
Encontrar una edición rara, un clásico descatalogado o un libro con anotaciones personales es una recompensa que no se puede replicar en una compra en línea.
El carácter físico de los libros usados es parte de su magia. Las páginas quebradizas, las tapas despegadas o el olor a moho pueden ser un recordatorio del paso del tiempo.
Y estos defectos, que podría parecer que le restan valor; por el contrario, los enriquecen. La imperfección de un libro usado es un testimonio de su vida, de las manos que lo sostuvieron y los lugares donde fue leído. Cada rasguño o doblez es una narrativa silenciosa que añade capas de significado.
III
Otro punto. En el contacto con los libros usados intervienen todos los sentidos humanos —vista, tacto, olfato, e incluso, aunque en menor medida, oído y gusto— juegan un papel fundamental en esta fascinación, hilando una experiencia que va más allá del contenido literario.
El escritor portugués, José Saramago, evocaba con una frase suya esta intervención de los sentidos: “una lágrima nunca emborronará un email”, -decía-, para significar cómo la materialidad de los libros físicos, especialmente los usados, ofrece una conexión emocional que lo digital no puede replicar.
José Saramago, evocaba con una frase suya esta intervención de los sentidos: “una lágrima nunca emborronará un email”. Foto de la web de Fundación José Saramago.
La vista, con la estética del desgaste; el tacto, con la textura de la historia; el olfato, con el aroma del tiempo; el oído, con el murmullo de las páginas; el gusto, mediante la conexión metafórica con la que saboreamos el deleite de hallar el libro que buscamos.
Visto así, un libro usado apela a los sentidos de manera integral, fusionando lo intelectual, lo emocional y lo físico.
Un PDF, por ejemplo, aunque funcional, carece de textura, aroma o sonido, y las anotaciones digitales no igualan la espontaneidad de una nota manuscrita o una página gastada.
¿Podríamos acaso imaginar una librería de “PDFs usados” ?, donde los usuarios intercambien o venden archivos digitales con características únicas.
Por ejemplo, PDFs con anotaciones digitales, resaltados, o comentarios incrustados por lectores previos; con marcas similares a las de un libro físico… pero qué va, nunca será igual.
Los sentidos, que hallan belleza en las imperfecciones de un libro usado, no encuentran eco en lo digital.
IV
En mi búsqueda para trazar estas líneas, hallé dos librerías que merecen ser celebradas: la venerable Librería San Ginés, en Madrid, joya del siglo XVII, una de las más antiguas de España, donde, según se dice, yacen tesoros literarios que destellan como astros en la penumbra; y la Strand Bookstore, en Nueva York, fundada en 1927, proclamada como el edén de los libros, un laberinto donde los lectores desentrañan desde tratados filosóficos de siglos pretéritos hasta novelas negras de los años sesenta, cada una, una descarga de eternidad.
La venerable Librería San Ginés, en Madrid, joya del siglo XVII.
El gusto por los libros usados es un fenómeno bastante extendido.
En Venezuela, por ejemplo, La Gran Pulpería del Libro Venezolano, nacida en 1981 bajo la visión del profesor Rafael Ramón Castellanos, lleva 44 años siendo un puente entre lectores y coleccionistas. Sus estantes, cargados con millones de volúmenes, son un archivo vivo del patrimonio cultural, un testimonio de la firmeza del papel frente al olvido.
La Gran Pulpería del Libro Venezolano, lleva 44 años siendo un puente entre lectores y coleccionistas. Foto de Javier Cedeño.
Más cerca, en Valencia, en la calle Farriar, floreció hace años un rincón de libros usados, un jardín secreto tejido de tinta y papel.
Bajo el techo de un solar, un hombre sin nombre, custodio de un caos sagrado, apilaba libros en estanterías frágiles, como si el tiempo hubiera mezclado sus páginas en un caprichoso juego del destino.
Allí, por un azar que aún me estremece, di con un ejemplar de mi propio libro de cuentos, Todo el tiempo en la memoria, edición de 1996, un encuentro que abrió las compuertas de mis propios recuerdos.
“Allí, por un azar que aún me estremece, di con un ejemplar de mi propio libro de cuentos, Todo el tiempo en la memoria, edición de 1996.”
Hallar una obra propia en una librería de segunda mano es un torbellino íntimo, un cruce de sorpresa y nostalgia, como encontrar un fragmento de uno mismo en un lugar inesperado.
Hay melancolía en imaginar cómo ese libro, que alguna vez fue extensión de mi ser, con sus posibles notas o dedicatorias, llegó a manos ajenas.
Surge un orgullo agridulce, pues la obra sigue su camino, narrando su historia, aunque ya no me pertenezca.
La curiosidad despierta: ¿quién lo leyó antes? ¿Qué senderos recorrió? Y, en un instante de posesividad, tienta la idea de comprarlo, como si al hacerlo pudiera rescatar un pedazo de mi alma.
Es un encuentro callado, como mirar a los ojos a un viejo amigo que ya no habla mi idioma.
Luis Cornejo Uzcátegui, apasionado guardián de libros usados.
Recientemente, junto a mis queridos colegas, los periodistas Carolina Zambrano y José Antonio Rosales, tuve el privilegio de conocer a Luis Cornejo Uzcátegui, biólogo y apasionado guardián de libros usados.
En su librería, Reusamás, junto a su esposa Ana, da nueva vida a volúmenes que narran amores imposibles o enigmas sobrenaturales.
Entre ellos, destaca una edición de La Magia Blanca, Secreta y Adivinatoria, atribuida a Alberto el Grande, un compendio de saberes ocultos que parece vibrar con un misterio propio.
La Magia Blanca, Secreta y Adivinatoria, atribuida a Alberto el Grande, un compendio de saberes ocultos que parece vibrar con un misterio propio.
Luis nos confió que, en estos espacios, donde los libros han absorbido los suspiros de innumerables manos, no es raro que los visitantes sientan presencias esquivas, sensaciones que rozan lo inexplicable, como si los volúmenes exhalasen un aliento que trasciende lo tangible.
V
Dentro de los encantos de los libros usados hay uno, singular: tienden puentes entre generaciones, creando lazos que trascienden el tiempo.
Una dedicatoria manuscrita, como “Para Beatriz, con amor eterno, 1977”, no es solo una marca en el papel, sino una ventana a una historia que el lector actual puede imaginar o, tal vez, rastrear.
Estas huellas humanas convierten la lectura en un acto profundamente íntimo, donde el libro no solo habla con la voz de su autor, sino también con las voces de quienes lo sostuvieron antes.
Así, los libros usados se transforman en pasadizos que unen a desconocidos a través de los años, forjando una comunidad invisible de amantes de la palabra escrita.
Las historias que rodean a estos libros son tan diversas como los volúmenes mismos.
Cuento algunas: En una librería de segunda mano en Buenos Aires, un coleccionista halló una primera edición de Ficciones de Jorge Luis Borges, con una dedicatoria del autor a un amigo olvidado.
Primera edición de Ficciones, 1944, de Jorge Luis Borges
Adquirido por unos pocos pesos, aquel ejemplar, valuado después en miles de dólares, guardaba un valor mayor: la conexión personal con el genio literario que esa inscripción evocaba.
En otra ocasión, una joven descubrió en una tienda de beneficencia un ejemplar usado de El principito. Entre sus páginas, encontró una carta de amor de 1945, escrita a una mujer que había emigrado a tierras lejanas.
Conmovida, la lectora emprendió una búsqueda para devolver la misiva a los descendientes de su destinataria, uniendo así dos eras a través de un libro.
El principito de Antoine de Saint-Exupéry, con ilustraciones del autor.
En Lisboa, en los años setenta, un librero dio con una primera edición de O Senhor dos Anéis de J.R.R. Tolkien, dedicada por el autor a un amigo.Comprado por unos escudos, el libro alcanzó años después miles de euros en una subasta, testimonio de su valor material y simbólico.
En México, una lectora encontró en una librería de viejo un ejemplar de Cien años de soledad, de Gabriel García Márques, cuyas notas manuscritas, obra de un profesor universitario, iluminaron su tesis doctoral, como si el libro hubiera esperado por ella para revelar su sabiduría.
Ejemplar de la primera edición de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez.
Estas anécdotas revelan el carácter excepcional de las librerías de libros usados y los libros que se consiguen en ellas.
Cada volumen en sus estantes es un compendio de historias: la que narran sus páginas y la que llevan consigo, grabada en sus viajes, en las manos que los acariciaron, en los destinos que los moldearon.
En estos espacios, el pasado respira, aguardando al próximo lector que, al abrir un libro, despierte su latente memoria.
VI
Yo, modestamente también tengo algunas historias, que atesoro en mi tímida biblioteca.
Gracias a que mi esposa Beatriz y yo compartimos el gusto por los libros, nuevos y usados, también podemos contar algunas anécdotas halladas en esos lugares donde el pasado y el presente se encuentran en cada página gastada.
Por ejemplo, en nuestras estanterías reposa un ejemplar de La razón de mi vida, de Eva Perón, publicado por Ediciones Peuser en 1951. Perteneció a la señora Carmen Tellería, residente en Caracas, quien, de su puño y letra, escribió su nombre y la fecha “22 de julio de 1952”. El libro fue adquirido en la Librería Pensamiento Vivo C.A., situada en la Avenida Bolívar, entre las calles Mercaderes y Municipal.
La razón de mi vida, de Eva Perón, publicado por Ediciones Peuser en 1951.
La razón de mi vida, como se sabe, es una obra autobiográfica atribuida a Eva Duarte de Perón (aunque oficialmente se atribuye a Eva Perón, algunos estudiosos sugieren que pudo contar con la colaboración editorial del periodista español Manuel Penella de Silva).
En sus páginas, Evita relata su trayectoria vital, su vínculo con Juan Domingo Perón y su ferviente compromiso con el movimiento peronista.
Fíjense bien, la edición es de septiembre de 1951, y la señora Carmen Tellería pone su nombre el 28 de julio de 1952, es decir, 9 meses después.
¿Qué resonancias emocionales o políticas la llevaron a rubricar su nombre en ese ejemplar? ¿Fue el fervor de una identificación profunda con los ideales de justicia social que Evita encarnaba, o tal vez una admiración íntima por esa mujer que, desde la humildad, alzó su voz con la intención de transformar su país?
Acaso Carmen, en la Venezuela de entonces, vio en el peronismo un reflejo de sus propias ansias de cambio, una resonancia de luchas compartidas en un continente surcado por sueños de equidad.
También tenemos una edición de Cuentos completos de Edgar Allan Poe, publicada por Círculo de Lectores en 1984, con la voz de Julio Cortázar en prólogo y traducción; y en una de sus páginas todavía guarda un secreto: la receta de un “pai de frutas”, escrita con ortografía frágil: Dos sobres de pudín de vainilla, una taza de leche, una lata de melocotones escurridos, guindas como destellos para adornar.
Imagino a la lectora —o al lector— sumergida en los abismos de Poe, en la penumbra de sus relatos, mientras el aroma del horno, cálido y dulce, se trenzaba con el graznido de El cuervo.
El libro, abierto, en diálogo con el pastel, gesta un misterio culinario, un instante donde lo gótico y lo cotidiano se miran de reojo.
Poseemos una edición de El contrato social de Jean-Jacques Rousseau, publicada por Editorial Tor y traducida del francés por A.D. (una abreviatura de un seudónimo o una institución, no lo sabemos). La edición, desde que la compramos, permanece intocada.
El aspecto ajado del ejemplar, con sus páginas teñidas de ocre por el tiempo, nos induce a temer que, al abrirlo, pudieran liberarse gérmenes de origen y antigüedad inciertos, como si el libro guardara, junto a sus ideas, las miasmas del siglo XVIII, aunque la edición es del siglo XX.
El estado deteriorado del libro, con su pátina de desgaste y posibles huellas de moho, lo convierte en un objeto tan venerable como intimidante, difícil de abordar sin precaución.
En su contraportada, Editorial Tor enumera con orgullo su colección de clásicos universales, ordenados con precisión. El listado de obras que promociona, como un mapa literario, evoca la ambición de abarcar el espíritu de la humanidad, mientras el libro mismo, cerrado y frágil, parece custodiar no solo las ideas de Rousseau, sino el peso visible y silencioso del tiempo transcurrido.
En otro de los estantes de nuestra pequeña biblioteca descansa una edición desvencijada, de El amante de Lady Chatterley de D.H. Lawrence, (David Herbert Richards Lawrence) en su versión completa y no expurgada, publicada en 1956. Es decir, una edición que no ha sido modificada, cortada ni censurada, conservando todo el contenido original sin omisiones ni alteraciones.
Aunque no corresponde a la primera edición sin censura —publicada en 1928 en Florencia por la editorial Orioli, cuando la obra fue tildada de obscena y proscrita en naciones como Reino Unido y Estados Unidos—, esta edición de 1956 se erige como un preludio a los hitos que transformarían la historia de la novela.
Tenemos, igualmente, una edición de Por quién doblan las campanas de Ernest Hemingway, publicada en 1959 por Editorial Claridad, que proclama en su portada, con solemnidad, ser la “única edición legítima en castellano con derechos exclusivos”.
En su página de guarda, ostenta con orgullo que el material fotográfico que enriquece esta edición ha sido gentilmente proporcionado por Paramount Films, distribuidora de la película inspirada en la novela.
Este volumen, testigo de una época, no solo custodia la prosa vigorosa de Hemingway, sino que se erige como un eslabón entre la literatura y el cine, uniendo el verbo escrito con las imágenes que evocan la intensidad de su relato.
Una colección muy especial anida en un extremo de la biblioteca. La colección de El Nuevo Tesoro de la Juventud, “obra consagrada a los niños de América”, era su lema.
Fue en mi adolescencia un objeto de fervor casi reverencial. Durante ciertos fines de semana, emprendía un peregrinaje a la casa de un compañero de bachillerato, desde Naguanagua hasta Tocuyito, por la carretera vieja, para extraer, de la biblioteca de su madre psicóloga, cada uno de los volúmenes de esta enciclopedia, que aún hoy considero un tesoro inestimable.
La obtuve después, gracias al regalo de un buen amigo, bajo el sello de Grolier International, Inc., en su constelación de veinte volúmenes.
Enciclopedia de múltiples rostros, su diseño primoroso y su vasta riqueza fueron en mi adolescencia un espejo del cosmos, un destello que encendía mi curiosidad con la misma intensidad con que hoy, en su danza efímera, lo hace la red de internet.
Entre las curiosidades que atesoramos, más por su aura fetichista que por el contenido mismo, destaca un ejemplar de un curioso librito, de tapa dura, escrito en alemán, su título: Urwald de Raoul Heinrich Francé, publicado en 1928 en Stuttgart, Alemania.
Impreso en la distintiva tipografía Fraktur, característica de las publicaciones alemanas de la época, el libro encarna el espíritu de una era y un arte tipográfico que evoca la tradición germánica.
El título en alemán alude al "bosque virgen" o "selva", que refleja la mirada singular de su autor, botánico, microbiólogo y filósofo de la naturaleza.
Para nosotros, su presentación invita a imaginar el volumen como un objeto de veneración, no solo por su contenido, -que hemos sido capaces de traducir-, sino por su materialidad: las letras góticas, el papel que guarda el peso de casi un siglo, y el eco de un bosque primigenio que, desde sus páginas, con casi un siglo de haber salido de la imprenta, sigue respirando.
He guardado para el cierre dos hallazgos excepcionales: los facsímiles de El Cojo Ilustrado, destacando la edición número 102, del año V, fechada el 15 de marzo de 1896.
Entre sus páginas, celosamente conservadas, reposa una fotografía que captura al rector de la Universidad de Carabobo, Alejo Zuloaga, a los 43 años de edad, acompañado de los jóvenes doctores de entonces, Miguel Ángel Pazqués y Guillermo Barreto Méndez.
En la página 238 de esta misma edición, el escritor J.M. Núñez Ponte les rinde un elogioso homenaje, reflejo de la estima que inspiraban.
Dicha imagen, de singular valor histórico, fue usada como portada del libro Dos momentos: una historia, del profesor Iván Hurtado León, obra que narra la trayectoria centenaria de la Universidad de Carabobo.
Estos facsímiles, junto con otros volúmenes, fueron adquiridos por mi esposa y por mí, en una venta de libros usados dispuestas en las aceras de una calle de Caracas; un encuentro fortuito donde la memoria y el azar conspiraron para entregarnos estas reliquias de la historia impresa.
Y queda un último tesoro, de esos que iluminan con un fulgor nuestra devoción apasionada por los libros usados: en un volumen cuyo título he olvidado, surgió entre sus páginas un poema manuscrito del poeta Eugenio Montejo. Noche en la noche, perteneciente a su Partitura de la cigarra de 1999, se manifestó como un destello íntimo, un trazo de tinta que enlaza la mano del poeta al alma del lector.
En ese momento, el libro, anónimo y ajado, se transfiguró en un augurio, y el poema, en un premio a nuestras almas de lectores.

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