martes, 9 de diciembre de 2014

Crucifixión (relato)

"Noli me tangere" ("No me toques"). Tiziano,1512.


“El único de los discípulos que no huyó después del prendimiento de Jesús fue María Magdalena, la mujer que ahora llora y besa sus pies recostada al madero de la Cruz”.
Miguel Otero Silva


Culminado el aniquilamiento, abandonado, solo; lacerado y repudiado, volvió la cara para encontrarse con el sueño. Por la señal de la Santa Cruz, y el cabello y las barbas caen sobre el rostro y el pecho. El hombre se tumba de bruces. Los guardias se acercan, atándole las manos a la espalda, y alrededor de los tobillos, una soga desatada. En la cabeza, una corona le hiere las sienes. La túnica, púrpura y ornada con encajes, desciende en orlas hasta sus pies. Los soldados halan hacia sí, retirándole ampliamente las piernas... Los cuerpos, enemigos, habitados por el espíritu, iluminados, ¡Dios nuestro!, revelados, sorprendidos. ¡Líbranos Señor! El verdugo coloca el poste, afilado, en la entrepierna. Las miradas se exaltan por el entusiasmo, las mejillas se encienden por el amor, las pupilas se dilatan por la beatitud. El verdugo se arrodilla junto al hombre, y en nombre de Dios, hace un tasajo por donde atravesará el poste al cuerpo. La mujer toma su rostro fulminado por el asombro hecho goce y traspasado por el goce hecho asombro, transfigurados los dos por la admiración y rejuvenecidos por el placer, entreabiertos los labios por el éxtasis. El verdugo martilla. A cada golpe el hombre se estremece, irguiéndose a medias, para volver a caer. La mujer le besa el pecho y lo ve tendido con los ojos cerrados. El cuerpo se convulsiona, instintivamente. El verdugo, a cada dos mazazos, examina el poste, y al hombre. Ningún órgano vital debe ser tocado. Después le besa en la boca y siente un inevitable aroma de suavidad que exhala a través de aquellos labios. Al cabo de un tiempo, la piel de la espalda se levanta, levemente. Una incisión, en forma de cruz, le es hecha en ese lugar. La sangre empieza a fluir. El madero alcanza la altura de la oreja derecha. El rostro se hincha, los ojos se asombran, los párpados se aquietan, la boca se contrae, los dientes... Imposible controlar aquella máscara. Sin embargo, el corazón late. La mujer se lleva la mano derecha, los dedos índice y pulgar en cruz, hasta la frente. Lo observa, envuelto en sábanas y luego posa su mejilla contra la mejilla de Él y acerca su mano y lo aprieta contra ella. Cristo reconoce la caricia con una sonrisa, y despierta.

Fuente: Todo el Tiempo en la Memoria.. Rafael Simón Hurtado. 1996.

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