sábado, 25 de octubre de 2014

Antonio Skármeta Premio Nacional de Literatura 2014 de su país natal, Chile (entrevista)

Antonio Skármeta disfrutó la Feria del Libro de la Universidad de Carabobo, en Valencia, Venezuela. Fotos de José Antonio Rosales


Antonio Skármeta estuvo en Valencia en octubre de 2006, invitado a la VII Feria Internacional del Libro de la Universidad de Carabobo. El hoy Premio Nacional de Literatura 2014 de Chile sostuvo un encuentro intenso con la ciudad.

Junto al profesor Reinaldo Villegas Astudillo, Cónsul de Chile en Valencia, tuve la oportunidad de acompañarlo. Firmó libros, dictó conferencias, asistió a foros de cine, animó tertulias, ofreció entrevistas, y, en un acontecimiento inédito, también desafió a la suerte, apostando a una de sus pasiones: los caballos.

En fin, en tres días de presencia activa dejó una huella imborrable en quienes compartimos con él literatura, buena mesa, pródiga charla y la inagotable compresión de quien alimenta una extraordinaria vocación para el diálogo cercano.

Una de sus intervenciones más celebradas, fue la que se llevó a cabo con los estudiantes de la Facultad de Educación de la Universidad de Carabobo, en donde, además de exhibir capítulos de su memorable programa el Show de los libros, dio algunas de las claves de su éxito. Otro de aquellos encuentros, fue el realizado en la sala de Cine Arte Patio Trigal para ver la película La pequeña revancha, de Olegario Barrera, con guión de la escritora Laura Antillano, basada en el libro La Composición de Skármeta.

Al marcharse dejó, entre otros testimonios, una entrevista, -que reproducimos-, y la sonrisa de amabilidad que el mundo entero le ha conocido gracias a sus programas de televisión El Show de los Libros, La Torre de Papel y Un mundo Alucinante, con los que ha dado a conocer, no sólo su talento, sino su amor y respeto por los libros, los lectores y la lectura.

Aquí el texto de la entrevista.



Antonio Skármeta: Dispongo con alegría mi corazón para el encuentro en Valencia




Antonio Skármeta, autor de libros como Soñé que la nieve ardía (1975), No pasó nada (1980), El cartero de Neruda (1985), Match Ball (1989), La boda del poeta (1999), Neruda por Skármeta (2004), nació en Antofagasta, Chile, en 1940. Estudió filosofía y literatura en la Universidad de Chile y en la Universidad de Columbia en Nueva York. Y en este momento, cuando es uno de los escritores más importantes y requeridos de su país, en actitud sencilla y amable, accedió a tener con nosotros una plática, vía correo electrónico, antes de su participación en la 7ma. Feria Internacional del Libro de la Universidad de Carabobo, a la que vendrá para el corte de cinta el día 28 de octubre de 2006, seguramente con la misma sonrisa que el mundo entero le ha conocido gracias a sus programas de televisión El Show de los Libros, La Torre de Papel y Un mundo Alucinante.



¿Ha venido antes a Venezuela?



Varias veces, todas inolvidables. En los años ´70, a un encuentro sobre el exilio latinoamericano que tuvo lugar en Mérida al que acudió, entre otros distinguidos escritores, Julio Cortázar. Luego al estreno mundial en español de mi obra teatral Ardiente Paciencia que luego sería en cine El cartero de Neruda, en la Sala Rajatabla de Caracas. En otras ocasiones visité muestras excelentes en el Museo Sofía Imber, asistí a estrenos del ballet Danza Hoy. Fui una vez jurado del Premio Rómulo Gallegos (1997), y en otras ocasiones vine especialmente para presentar mis nuevos libros al público venezolano. Alguna otra vez fui porque sí “just for the fun of it”. Pero me faltaba Valencia, y dispongo con alegría mi corazón para este encuentro.


¿Qué sentimientos le produce visitar nuestro país en el marco de la Feria Internacional del Libro de la Universidad de Carabobo?


América Latina necesita crecer culturalmente hacia el interior de cada uno de sus pueblos y expandir sus ricas creaciones al mundo. La Feria Internacional del Libro de la Universidad de Carabobo es una iniciativa loable en ambos sentidos. En el libro están muchas de las reservas de inteligencia e imaginación alternativa y creadora en sociedades donde la comunicación masiva tiende a conformarse siempre con “lo mismo”.


Su íntima relación con los libros va más allá del hecho de la escritura. Es una relación también como lector. ¿Podría indicarnos qué libros han dejado en usted una impronta significativa?



Claro, porque he hecho programas de televisión como “El Show de los Libros”,”La Torre de Papel” y “Un mundo alucinante”, que a lo largo de años han sido vistos por el público internacional. Esta fue una excitante experiencia: darle visibilidad al libro en el espacio de la televisión, con altas cuotas de sintonía, donde el lugar común decía que una aventura así era inviable.


Distintos libros me han marcado en diversas épocas. De mi infancia elijo dos: Pinocho, de Collodi: es necesario aún seguir tratando de ponerle un corazón a seres que parecen hechos de madera, y Corazón, de Edmundo de Amicis, por su exaltación de esos sentimientos imborrables que nacen en la escuela, el trato tan afectuoso de la solidaridad, y el colorido dramatismo de los episodios intercalados.


En la adolescencia, tres libros que defendieron muy convincentemente con potente lenguaje la verdad de vidas alternativas: El Cazador Oculto, de J.D.Salinger, En el camino, de Jack Kerouac y Los ríos profundos, del peruano José María Arguedas.


No puedo dejar de nombrar las Obras Completas de Pablo Neruda, por la versatilidad y profundidad de sus visiones y la potencia de su comunicación, y por cierto el tesoro inagotable de un clásico como Shakespeare donde parece haberse pensado todo el pasado, presente y futuro de la humanidad.


Por la obra de Skármeta sopla el viento del exilio. Me gustaría que nos hablara del Skármeta escritor que era antes del exilio y del que fue después.


Antes del Golpe de Pinochet de 1973 yo era un miniuniverso en expansión. Respiraba con la alegría de un Walt Whitman, creía en la esencial verdad de la belleza y la bondad de los seres humanos, y mi prosa se alborotaba en busca de la aventura. El golpe y luego el exilio introdujo en mi vida un repertorio de dolores, escepticismo, incredulidad, y una apertura al lado oscuro de los corazones. Mi vida y consecuentemente mi literatura se hicieron más dramáticas.


Al mismo tiempo, al abrirme a culturas diferentes, se amplió mi horizonte de percepciones, se llenó mi mundo de otras tradiciones que supe leer como latinoamericano, y mi obra se nutrió de temas originados en el desarraigo. Allí están por ejemplo: No pasó nada, el exilio latinoamericano en Alemania contado por un niño chileno de 14 años o La Boda del Poeta, un episodio de la preguerra mundial en Europa en 1913 donde un autor de este lado del Atlántico inventa un lenguaje y una actitud original para apropiarse del pasado europeo.


¿Cree usted que la libertad y la poesía, que según sus propias palabras, se apagaron con el golpe militar de Chile en 1973, han vuelto a encenderse en la vida cotidiana de su país?



La creación chilena mantuvo aun durante la etapa más feroz de la dictadura un actitud digna, conmovedoramente confrontacional con ella. Los grupos de teatro, las acciones de arte, el nuevo rock. De vuelta a la democracia, se comienza a medir le intensidad de la paliza. La sombra que deja una represión es difícil de remover de los corazones. Es justamente el arte chileno el que de un modo radical y cuestionador elabora los coletazos de ese pasado infame. Mientras, la dirigencia política ha hecho el trabajo de pacificar el país, consolidar la democracia y hacer crecer la economía.


Chile tiene hoy artistas notables y obras de trascendencia universal, pero a mi manera de ver las cosas, comparando el Chile pre-Golpe con el actual, hay algo dañado en el alma del país que el trabajo de varias generaciones alcance quizás a reparar o reinventar. Los signos son sí alentadores: vienen de quienes hoy son adolescentes.


Su vida, según entiendo, gira entre Chile y Europa. ¿Podría contarnos, para conocerlo un poco más, cómo es hoy la vida del escritor Antonio Skármeta?


Con mucho gusto. Mis obras están hoy traducidas en veinticinco idiomas lo que implica un contacto permanente con públicos de diversas latitudes y temperaturas culturales. Esto implica viajar mucho, dar charlas, participar en debates. Por otra parte, algunos de mis relatos le han resultado atrayentes a productores y directores de cine. Usted, querido Rafael Simón, conoce, por ejemplo, El Cartero y Neruda, de Michael Radford y Pequeña Revancha, de Olegario Barrera. En estos momentos se avanza en el guión y pre producción de mi novela El Baile de la Victoria, Premio Planeta 2003, que dirigirá Fernando Trueba.


Casi la mitad del tiempo vivo en Chile donde me dedico básicamente a escribir.


Es un hecho innegable que la película Il Postino, dirigida por Michael Radford, es un hito importante en su carrera. Pero, díganos en dónde siente usted que este film ha puesto el mayor acento, ¿en su trabajo como novelista o en su labor como guionista cinematográfico?


Me imagino que el mérito de El cartero de Neruda primordial está en la concentrada eficacia dramática del texto donde mi permanente anhelo como creador de fundir en un impulso la gran cultura con la cultura popular se traslada a los espectadores o lectores de un modo emocional y convincente. No de otra manera podría explicarse la irradiación de este motivo en tantos géneros: novela, dos films, obra de teatro con más de doscientas puestas en escena en todo el mundo (incluido el año pasado en China), radioteatro. Si a esto se suma para el próximo año, o el 2008, el anuncio de una comedia musical en Londres y una ópera que el mismo Plácido Domingo ha dicho que cantará el 2009, mi impresión puede ser corroborada con estos datos objetivos.


Usted es, sin duda, un gran promotor de la lectura. De los diferentes géneros de los que se ha valido Antonio Skármeta para llevar adelante esta tarea, entre el cine, la radio, la televisión y su propia producción editorial, ¿cuál cree usted que ha sido el más efectivo?


Le agradezco esta opinión. Como escritor navego por mares muy turbulentos y me sumerjo en sombras espesas, pero al momento de establecer un contacto con el lector, cuido que la organización dramatúrgica de mis relatos transmita la alegría de crear y narrar. En la televisión estimo que logramos deshojar a los programas culturales de esa pompa y formalidad para tratar el arte donde los participantes ponen los ojos en blanco y engolan la voz cada vez que encuentran la palabra “cultura” en sus lenguas. Creo que le dimos visibilidad al libro en espacios que nunca antes habían sido conquistados, gracias a la imaginación lúdica, al humor, a la informalidad, al verdadero amor por las letras.


¿Cree Antonio Skármeta que Latinoamérica es un continente de lectores?, considerando la experiencia editorial de nuestros países y la existencia de grandes ferias del libro, como la de Guadalajara, Bogotá y Buenos Aires.


No. Los lectores constituyen en América Latina una élite y las ferias que usted menciona son ejemplos exitosos de cómo esta minoría se puede ampliar. Pero los fuerzas de la sociedad no están puestas en ellas. Tampoco en la innovación de las políticas educacionales. Sí, por supuesto, en los discursos y en la retórica de los políticos. Pero no en la gris realidad. Compare los presupuestos educacionales con los militares y saque conclusiones.


Finalmente, qué valores destaca Antonio Skármeta en la realización de las ferias del libro como mecanismos de promoción de la lectura, y, sobre todo, tratándose de ferias patrocinadas por universidades?


Me gustan aquellas ferias que son fiestas literarias donde los distribuidores, la prensa, los libreros, los agentes culturales de la zona, facilitan al escritor el contacto con los lectores. Son tan pocas las oportunidades en que un autor y sus libros se presentan juntos, que el público agradece la ocasión. El patrocinio de una universidad es óptimo, pues las instituciones culturales modernas han de ser sensibles al conjunto de la sociedad. Me encantan estos viajes de ida y vuelta entre los templos del saber y la investigación y la vida plural y abigarrada de las calles.


La peña literaria "Braulio Salazar": un auditorio para Valencia (crónica)

Ingeniero Daniel Labarca, miembro fundador de la Peña Literaria "Braulio Salazar", en Perecito. Foto de José Antonio Rosales.



Valencia exhibe el estruendo de las urbes modernas. Los viejos bares y cafés que seguían la tradición europea -madrileña o parisina- de reunir a artistas y transeúntes, para desmenuzar, ritualmente, en estirados diálogos, el tiempo, han desparecido. La Fuente de Soda Perecito, tal vez, era la última de esta estirpe.

El cercado patio que congregó a poetas, artistas, periodistas y otros bohemios consuetudinarios, durante un tiempo en el que aún era posible despilfarrar en diálogos, cedió terreno a la ampliación de la avenida Bolívar.

En ese apacible lugar, desde 1977, y durante 10 años, también funcionó la Peña Literaria “Braulio Salazar”. Esta agrupación juntó a seres unidos por afinidad de intereses, actividades o de simple simpatía amistosa, y no hizo otra cosa que materializar una larga tradición que se vincula con la necesidad del hombre de comunicarse, de conjurar la soledad.

El ingeniero Daniel Labarca, ex presidente de Fundacine-UC, y fundador de la peña, recuerda la historia: “Quienes dan nombre a la Peña Literaria “Braulio Salazar” fueron los profesores Ángel Ramos Giugni y Eduardo Moreno, junto a Carlos Durrego, en honor al maestro de la plástica carabobeña. Luego de haber sido hecha la propuesta, todos la aceptamos de muy buen agrado. Lo que significó que a partir del mes de febrero del año 1977 comenzamos a reunirnos bajo ese nombre”.

La primera junta directiva estuvo integrada por Eduardo Moreno, Carlos Durrego y Daniel Labarca, bajo la coordinación de este último. “La idea, dice Labarca, era aprovechar los conocimientos en los que se distinguían cada uno de los miembros que integraban la peña, para compartirlos con el grupo”.

La primera charla la dictó el doctor Héctor Nieves, reconocido abogado egresado de la Facultad de Derecho de la Universidad de Carabobo. Después vinieron nombres como el de J.M. Villarroel París, Eugenio Montejo, José Solanes, Juan Gustavo Cobo Borda, y la presentación de libros y conferencias.

“Perecito estuvo considerado desde un principio como un área para la distracción, para el intercambio del hecho cultural, es decir, como un auditorio, porque Valencia es una ciudad que siempre ha estado huérfana de auditorios”, revela Labarca.

Luego el escenario se fue ampliando, y la conversación cotidiana –cada viernes-, trascendió a la comunidad con el ánimo de producir reflexión y pensamiento sobre el hecho cultural. Labarca recuerda dos actividades que se extendieron y convirtieron en una tradición de la ciudad: la Quema de Judas, y los Martes Selectos, en el Cine La Viña.

Esta presencia semanal dio lugar a una heterogénea vida artística, en que tuvieron cabida también los proletarios de la pluma, así como gustos o tendencias de todo tipo. La barra, atendida por Juan Pérez, uno de los hijos del creador de "Perecito" fue mueble en el que se acodaron los más diversos personajes. Por allí pasaron los nombres de muchos escritores, poetas, artistas plásticos, directores y actores de teatro, políticos, profesores universitarios, médicos y cantantes de música popular.

Luego vino su disgregación, en la que influyó, según Labarca, la partidización de las reuniones, que atentó, sobre todo, contra un estado de ánimo propicio a la reunión cordial y desinteresada. Y para su resurgimiento faltó un contexto urbano incitador, ya que nuestra ciudad, como todas las ciudades del mundo, se ha ido despersonalizando a despecho de su progreso.

Cada día hay menos establecimientos públicos aptos para la tertulia, y los valencianos, requeridos por otras urgencias y preocupaciones, han perdido el hábito de reunirse, al menos con la morosidad, despreocupación, y alegría con que lo hicieron nuestros padres y abuelos.

Sólo habría que agregar que la Peña Literaria “Braulio Salazar” inspiró revoluciones, polémicas, amistades, enamoramientos y separaciones. Era una ciudad con tiempo para arreglar el mundo desde una de las mesas de la famosa Fuente de Soda, en las que un vaso de cerveza se alargaba interminablemente, tanto como la nostalgia impregnada por el humo de un cigarrillo.

jueves, 23 de octubre de 2014

Perecito: una nostalgia (reportaje)

Perecito. Foto de Janitis.

El año de 1950 marcó un hito importante en la historia de la ciudad de Valencia. Su conformación como urbe se dirigió, a partir de entonces, a un cambio estructural de su fisonomía; de la ruralidad transitó hacia la industrialización, dejando atrás esa apariencia aldeana de casas semicoloniales con corredores anchos y múltiples ventanas.

Ese año nació Perecito; y hoy, cuando la ciudad se enrumba hacia nuevos derroteros, la vieja Fuente de Soda cedió sus espacios, según dice Douglas Morales Pulido, “a lo que muchos llaman la ciudad moldeada por el automóvil”.

Con la desaparición de Perecito no sólo se extinguió un lugar, un espacio físico, se evaporó también el ejercicio de esa antigua y olvidada costumbre de reunirse, de juntarse ante una mesa -en un bar o en un café-, de los valencianos, para sentirse más próximos, más prójimos, a través del diálogo.

Partida de nacimiento

En 1950 Valencia llegaba hasta la plaza Bolívar. Era una ciudad reducida en su circunscripción, con alrededores casi rurales y habitada por unas cien mil personas entre familias de abolengo o del centro, que eran los comerciantes poderosos; y una clase media conformada por artesanos, dependientes y obreros. Los estratos sociales en la Valencia de mediados del siglo XX, estaban delimitados por prejuicios de clase, por la indumentaria y las costumbres. Algunas fotografías retratan la época: pocos transeúntes caminaban por calles solitarias, un grupo se aglomeraba en las afueras del viejo Dancing Stadium Bar; otros frecuentaban barberías, en la que los barberos, a un tiempo, eran médicos y periodistas, que comentaban las frivolidades de la ciudad.

El recuerdo de aquel poblado tiene hoy el tono absoluto de la nostalgia; sin embargo, ese relato también sabe a documento, a prueba o a declaración de hechos y contextos, porque el pasado de la ciudad además de ser una celebración, es una lamentación y una utopía.

En esta ciudad, imaginada, entrevista, comparada, o sencillamente nostalgizada, un diciembre de 1950, Pedro José Pérez, instaló el Bar Restaurant Perecito, en la avenida Bolívar Norte de Valencia.

Pedro José Pérez Valera nació en la ciudad de Trujillo, el 19 de de junio de 1908, del hogar formado por Justo Pérez y Ángela Valera de Pérez. En el año de 1936, cuando tenía 28 años, asumió las riendas del antiguo Dancing Stadium Bar, (en los mismos terrenos en donde hoy está ubicada la sede del Banco Venezuela). En aquel diminuto establecimiento dio sus primeros pasos, en una zona de la ciudad en la que no había edificaciones importantes. Luego, en 1944, se trasladó a Caracas, en donde inauguró, en la Séptima Avenida El Atlántico, de la popular parroquia de Catia, el Bar Restaurant Perecito, génesis del que luego se edificó aquí.

Después de su regreso de Caracas en 1950 estableció definitivamente la Fuente de Soda y Restaurant Perecito. Este fue su nombre comercial; un establecimiento mercantil aposentado en una pequeña construcción, en el número No. 151-72, en la avenida Bolívar norte de la ciudad. Allí, con sus siete hijos -Francisco José (Paco), Ángel, Aura, Luis, Pedro, Juan, y Oscar-, nacidos en la confluencia con Josefina de Pérez Sánchez, Don Pedro Pérez Valera, antes de su fallecimiento a los 60 años un 24 de noviembre de 1968, logró mantenerse al frente de un clan que siguió por largos años la tradición de la sencillez aunada al disfrute de la comida al resguardo del buen gusto.

Perecito: una nostalgia

Cuando uno entraba a Perecito era como si atravesara hacia un espacio congelado en una edad anterior. Es como si las cuatro paredes que lo encubrían, atesoraban un tiempo detenido. Era como si ese tiempo hubiese sido absorbido por los objetos comunes que los dueños del lugar habían guardado y expuesto en las paredes de una edificación simple, de bloque frisado y techo de zinc. En aquella construcción no había alarde que la potenciara como una estructura de valor arquitectónico. Sin embargo, esos objetos perdidos y encontrados en nuestra memoria, fraguaron un valor patrimonial al cabo de los años. “Ése cachivachero, como los llamaba Paco, también eran una Universidad”.

Se trataba de viejas fotografías, cuadros donados por artistas plásticos, arcaicas lámparas de kerosén, tazas y pocillos, lámparas sin luz, bacinillas sin dueño, viejos carteles de eventos culturales, cornamentas de toros, botas y botellas de vino vacías, cuyos recipientes contenían, no obstante, como un poso, la picardía del licor. Las esquinas y los bordes romos de las sillas y muebles revelaban el desgaste por el uso; sus espaldares desiguales, lisos y suaves, conversaban de las espaldas recostadas durante muchas tardes, mientras oían el sonido de un tango de Gardel salido de las primitivas rockolas; que según el poeta Burgos, no eran más que confesionarios para las almas inutilizadas por el pecado de un despecho.

Un atractivo especial lo componía el muestrario de botellas coleccionadas en despensas y alacenas. De refrescos, de ron, de cervezas, de anís, de malta y de vinos americanos y europeos. Nacionales había muchas, y entre las botellas más llamativas, algunas se perdían en el recuerdo de una vida inexistente: pululaban en una penumbra de polvo marcas como la Nicholcola, la Orange Crush, la Green Spot, la Bidú Cola, la Cola Dumbo, la Grapett, la Orange hit, la Chicha A1, y aquella que se hacía con tamarindo, sin aditivos químicos; además de las primeras presentaciones comerciales de la Pepsi y la Coca Cola. También las había, por su puesto, de cerveza, como la mítica botella de color verde esmeralda que la Polar expendió en envases de un tercio de litro.

El único líquido que las contiene hoy es el de la añoranza. Era un museo de lo cotidiano, que nos trasladaba a la década de los ´50, ´60 y ´70, para presentarnos artículos de uso común que, hoy resultan obsoletos a los ojos de todos.

Parte de esa nostalgia, la componía también la carta de su cocina, que dejaba constancia de una época y del servicio de comida que ofrecía. Muchos de los platos que se consumían, provenían de viejas recetas familiares que se fueron adaptando y perfeccionando, y a las cuales se les añadió, con los años, nuevos ingredientes. En un viejo menú, guardado como un documento de identidad, se presentaban a los comensales la lista de platos encabezada por las tostadas de queso, a Bs. 1,00, y las tostadas de marrano y de jamón, a Bs. 1,50. De hecho, al final de la carta, el negocio se enorgullecía de advertir a la clientela que la especialidad de la casa eran precisamente estas arepas cocinadas en manteca de marrano.

La lista de licores contribuyó, por su lado, a la creación de las tertulias; su consumo ayudó a multiplicar, en la timidez de aquella villa, las relaciones entre sus visitantes. Cuando el mesonero se aparecía con las bebidas en la bandeja oscilante, se relajaban los rostros y los corazones. La lista era surtida y políglota: Whisky, a Bs. 5,00; Vino Blanco para la mesa, a Bs. 2,50 y Brandy, a Bs. 3,00; un Tercio Polar costaba Bs. 1,50; y un Tercio Zulia, a Bs, 1,50. La Cerveza de Sifón Polar podía ser adquirida a Bs. 1,00.

Las calurosas tardes de aquella ciudad podían volverse las más frescas tardes, bajo las sombras de los pequeños mangales y de los incipientes almendrones.

A Valencia por un plato

“Las tostadas son invento de mi padre”, afirma Paco. Dice que viene de la arepa andina, trujillana, “que es delgadita, pero frita en manteca de marrano”. A esta arepa Pedro Pérez Valera le agregó el chencho o pernil horneado, la cuajada y el tomate. “Es un plato que no ha variado en más de 50 años”, remata Luis, “es la misma tostada que consumían los valencianos que atendía mi padre”.

El punto de partida de la tostada es una arepa hecha con harina de maíz freída que se cocina en manteca de marrano, hasta endurecerse. Se fríen en este aceite hasta que están doradas; se sacan, se escurren dejándolas encima de papel absorbente, luego se abren y se untan de cuajada por dentro, se les añade el chencho, y se les pone tomate.
Para Paco y Luis el secreto del sabor está, precisamente, en la manteca de marrano.

Ellos piensan que este ingrediente es el que le da el gusto particular a esta exquisitez gastronómica. “Son unas tostadas tan buenas, afirma el poeta José Joaquín Burgos, que mientras Perecito las hacía, los ángeles, con tal de degustarlas, bajaban a rascarle la cabeza a su cocinero, mientras éste mantenía las dos manos ocupadas en hacerlas. Gran homenaje de los ángeles, por cierto, afirma el poeta, quienes tienen el sentir de que en este mundo no todos cocinan bien”. Al parecer, a los 60 años cuando Perecito murió, en seguida Dios lo acaparó, según hace siempre con lo mejor de la cocina tradicional.

Una anécdota viene a reforzar esta convicción. Cuenta Paco que en una ocasión, hace ya muchos años, llegó a la barra de Perecito el señor Ben Ami Fihman, el reconocido editor de la revista Exceso, redactor de Los cuadernos de la gula, en Feriado, del diario El Nacional y presidente de la Academia Venezolana de Gastronomía.

Al acercarse a la barra el señor Fihman, de forma amable, se dirigió a Paco para decirle que él quería probar “una de esas tostaditas”. Revela Paco que el señor Fihman se comió tres, y pidió seis más para llevarlas a Caracas de forma de enseñarles a algunos amigos caraqueños lo que era una verdadera tostada. Pero una tranca impidió que las crujientes arepas llegaran al destino previsto por Fihman, quien luego reveló en su columna Los cuadernos de la gula que había venido “a Valencia por un plato”.

Leonardo Padrón: La crónica es la conquista de la literatura sobre la realidad (crónica)

Texto compartido en la presentación del libro Kilómetro Cero, de Leonardo Padrón, en FILUC 2013, por Rafael Simón Hurtado.



I

Por razones que en este momento para mí son inexplicables, cuando pensaba en la manera de hacer la presentación de este encuentro, llegó a mi memoria el recuerdo de la célebre frase de Andy Warhol sobre los 15 minutos de fama a la que todos tenemos derecho.

La Feria Internacional del Libro de la Universidad de Carabobo me ha brindado muchas oportunidades, y una de ellas ha sido la de acompañar en la presentación de varios de sus libros a Leonardo Padrón, un escritor a quien admiro y respeto mucho.

Estas oportunidades han añadido a mi vida, -contando todos los encuentros en los que lo he acompañado-, como 1 hora y 45 minutos de la gloria de la que hablaba Warhol.

Pero más que eso, lo que más me ha dado esta compañía, es la gloria por tener la ocasión de leer sus libros, y la gloria por poder expresar alguna palabra que sirva, no para aumentar mi fama ni la de él, sino para pronunciar la constatación de lo que su poesía, sus entrevistas, y ahora mismo, sus crónicas, han sido capaces de hacer en mi entendimiento.


II

Leonardo Padrón no necesita presentación. Sin embargo, como no vamos a contrariar el protocolo establecido por los organizadores de la feria, diremos en rigor, que el poeta Leonardo Padrón suma a su travesía de vida creativa el encuentro con la poesía, el teatro, la literatura infantil, el cine, la televisión, el ensayo y la crónica literaria.

Esta producción está recogida en unos 16 libros, y en más de veinte guiones en donde han encontrado vida personajes de telenovelas, de unitarios de televisión, de documentales y de proyecciones cinematográficas.

Como puede verse, es una vida signada por la palabra; por una palabra que le arranca metáforas a la cotidianidad, y que hoy expande, por cierto, sus territorios de influencia a través de Internet, en mensajes de 140 caracteres.

(Los twitter de Leonardo son trazos que obran como susurros chasqueantes, incansables, polisémicos, por el que es objetivo de una guerrilla comunicacional que dispara con errores ortográficos en el alma).


III

Ya nos había advertido en una ocasión anterior que para él, la poesía es el penthouse del arte. En los propios guiones de sus telenovelas es posible constatar la infiltración subversiva de la poesía como un Caballo de Troya, que, al trasponer los muros de las truculencias características del género, convierten los diálogos de la cotidianidad de los personajes creados por él, en asombro y novedad.

En esta nueva experiencia literaria que emprende con Kilómetro Cero, -acompañado del respaldo de Editorial Planeta-, la crónica literaria, como protagonista, convoca las mejores cualidades del Leonardo Padrón poeta, ensayista, comunicador social, guionista de cine y televisión, para dar aliento a lo que el escritor mexicano Juan Villoro ha llamado El ornitorrinco de la prosa.

Esta denominación de Villoro, con la que intenta “delimitar” a un animal literario que tiene patas y pico de pato, cola de castor y cuerpo de nutria, es un género que podría ser útil en el desciframiento de los acertijos del país, según el propio Leonardo.

El género descrito por el autor mexicano calza justo en las 21 crónicas contenidas en el libro que presentamos, pues, en correspondencia con la definición de Villoro de crónica- el autor de “Cosita Rica”, ciertamente extrae para sus crónicas, de la novela… la condición subjetiva, la capacidad de narrar desde el mundo de los personajes, creando una ilusión de vida para situar al lector en el centro de los hechos. Del reportaje, los datos inmodificables. Del cuento, el sentido dramático en espacio corto y la sugerencia de que la realidad ocurre para contar un relato deliberado, con un final que lo justifica. De la entrevista, los diálogos. Del teatro moderno, la forma de montarlos. Del ensayo, la posibilidad de argumentar y conectar saberes dispersos; y de la autobiografía, el tono memorioso y la reelaboración en primera persona.

¿Y de la poesía?

De la poesía extrae el aliento vital de la palabra poética, la metáfora, con su carga de resonancias, para ver belleza en lo sórdido y sentir piedad aun en la traición.

Como puede verse, es un género que se parece a nosotros, porque como nosotros, es mestizo.

Leonardo lo usa, valiéndose del catálogo de influencias de los otros géneros, literarios y periodísticos, pero eso sí, con prudencia y equilibrio, pues como dice el propio Villoro “la crónica es un animal cuyo equilibrio biológico depende de no ser como los siete animales distintos que podría ser”.

El entrecruce de géneros desemboca en las crónicas de un viajero que se comporta como un “espectador del mundo con alma de periodista”, como dijera el mismísimo García Márquez, el cronista por antonomasia.

En un esfuerzo por revelar a sus lectores, -como en las crónicas de los viajeros de Indias-, las nuevas, -buenas o malas-, las cosas asombrosas de las ciudades descubiertas, y las hazañas, propias o ajenas, del país que sufre y ama.

En la tradición de cronistas latinoamericanos como José Martí, Carlos Monsiváis, Martín Caparrós, Alberto Salcedo Ramos o el propio Juan Villoro; o en el oficio de registrar lo urbano de escritores venezolanos como José Ignacio Cabrujas, Elisa Lerner, Milagros Socorro, Ibsen Martínez, Alberto Barrera Tyszka, Rafael Osío Cabrices; o en una época anterior, Arístides Bastidas, quien desde la ciencia y el periodismo, supo rendir un doble tributo a la poesía y al saber.


IV

Las crónicas de Kilómetro Cero comienzan a formar parte del imaginario nacional.

Crónicas como Navidad en Weston, ilustra el contraste de la algarabía de nuestras ciudades con la ciudad en donde “inventaron el silencio”.

Su propia versión de viaje por la Ruta 66, -carretera inmortalizada en la literatura, la música pop y la televisión-, adquiere en su trabajo Ruta 66: la cárcel, los atributos de la leyenda.

Este texto recoge la vivencia del vértigo de un recorrido que conduce a su autor a una experiencia insospechada. “En una misma noche, -dice Leonardo-, había pasado del glamour de un espumante californiano frente a la exótica marina de Santa Bárbara, a la ruindad de un amasijo de presidiarios mal encarados dando vueltas en un círculo siniestro”.

Había hecho la ruta, inmortalizada por Jack Kerouac en la novela En el camino, (con quien, por cierto, se mimetiza, en lenguaje y existencia, en otra crónica vívida), pero mirando de reojo por el retrovisor, la historia, “como una neblina borrosa”.


V

Todo esto, en un trayecto de doble vía. No invento nada si digo que la lectura del libro recrea un viaje hacia fuera y un viaje hacia dentro del autor, pero también del lector.

Cuando nos cuenta su territorio, sus vivencias, nos cuenta también el país que somos, los seres humanos que somos, con verdad y literatura.

Cuando descubre para nosotros la soledad, como un estado emocional; la noche, como una atmósfera; y los apegos y las querencias, en el desarraigo de un país que nos acaricia el hombro en otras geografías, lo hace en un tono personal y también colectivo, con el que se explica a sí mismo, pero sabiendo que en el esfuerzo, nosotros, sus lectores, tendremos la oportunidad de reencontrarnos, y, quizás, redescubrirnos a través del alfabeto de nuestro idioma.

“Al fondo, aparece un motorizado… y una perla de malicia ilumina su mirada”, dice en Epidemia, la crónica que abre el libro.

Este detalle es suficiente para ponerle rostro a la violencia que nos embarga.

Siguiendo los usos de la ficción, narra lo que no cuentan las noticias, verdades como si fueran mentiras: las oportunidades perdidas, las conjeturas, los sueños y las ilusiones. Y valiéndose de los recursos de la fotografía, mediante breves descripciones, escoge con tino “el documento de la ciudad” que desea compartir, en narraciones redondas, eficaces.

Se arriesga, a veces, con sarcasmo, ironía y humor, por los territorios de la política. En una época en la que el debate ha perdido profundidad en los medios, las crónicas de Leonardo resultan más reveladoras que las noticias:

“Sí, lo sé, soy un millonario extraño, con la despensa vacía, con perpetuas fallas de luz y con el dólar convertido en pecado”. (Diario de un país, pág. 31 y 32).

Leonardo Padrón nos ofrece esa posibilidad, entregándonos una foto llena de matices, de pliegues, de los intersticios de la realidad. Luego de juntar las vivencias, las recrea encaramado en el andamio de su escritura, poniendo de relieve nuestras propias contradicciones.

“¿Cómo voy a estar pensando en una campaña de valores ciudadanos si el país siempre termina agarrándome el culo?”, dice uno de los personajes.


VI

Hay una crónica en este libro que no puedo dejar de mencionar, pues nos concierne como feria del libro: El bosque las palabras.

Leonardo, como he dicho al principio, es un visitante entusiasmado de nuestra Feria. Desde el año 2002, cuando presentamos su libro Boulevard, nos ha dejado, con cada visita, el redescubrimiento de la realidad con el estallido de su escritura.

En FILUC 2010 fue el lector-escritor encargado de ponerle megáfono al elogio de la lectura.

El pregón, como lo llamó el poeta Eugenio Montejo, autor de la idea, en 2006, anuncia en voz alta el inicio de la celebración de una festividad que, después de 14 años, la tradición ha bautizado como la fiesta de la tinta sobre el papel.

El regalo de entonces, hoy ocupa las páginas de este libro, para inmortalizar con un texto colmado de sus propias reverberaciones literarias, nuestra celebración.

“Leer –dice en esa crónica-, es tener un pasaporte sin pausa. Leer es viajar sin equipaje. Sólo al regreso, se evidenciarán en nosotros las valijas, los trofeos, los recuerdos de la ruta”. (El bosque las palabras, pág.137).


VII

Hay una distancia de más de veinte años entre las primeras crónicas escritas y publicadas por Leonardo Padrón en el libro Crónicas de la Vigilia, (Ediciones de la Academia Nacional de la Historia. 1990), y las crónicas recién publicadas con gran éxito de lectores por Editorial Planeta, que ya reedita su tercera edición.

Entre aquéllas y éstas hay un largo camino de aprendizaje, de lecturas y relecturas, de escritura propia, de lúcida contemplación de la vida.

Para Leonardo Padrón la crónica se ha impuesto como la conquista de la literatura sobre la realidad.