martes, 28 de junio de 2011

Cartel Bicentenario: Palimpsesto Histórico


Cartel Conmemorativo del Bicentenario de la Emancipación de Venezuela, -el 19 de abril de 1810-, y de la Firma del Acta de la Independencia, -el 5 de julio de 1811-.

EL CARTEL CONMEMORATIVO DEL BICENTENARIO de la Emancipación de Venezuela, -el 19 de abril de 1810-, y de la Firma del Acta de la Independencia, -el 5 de julio de 1811-, realizado por la Universidad de Carabobo, sostiene su propuesta argumental sobre el concepto del Palimpsesto Histórico.
Se denomina palimpsesto al manuscrito que todavía preserva huellas de otra escritura anterior en la misma superficie, pero borrada –o raspada- explícitamente para dar lugar a la que ahora existe.
Esta práctica de economía, que fue muy frecuente en el siglo VII por las dificultades que ofrecía el comercio del papiro egipcio, se repitió en los cinco siglos siguientes por la escasez del pergamino, en vista de la gran demanda de comercio, y la falta de papel, artículo que entonces apenas se conocía.
Para la concepción del Cartel Conmemorativo, fue trasladado al discurso gráfico el concepto de reutilización y superposición de imágenes, con el fin de argumentar cómo también la historia está hecha de reescrituras.
Con fotografía de José Antonio Rosales, diseño gráfico de Coralia López Gómez y elaboración conceptual de Rafael Simón Hurtado, la pieza muestra el Testigo No. 9 exhibido en el Centro de Interpretación Histórica, Cultural y Patrimonial, en el Edifico Histórico de la Universidad de Carabobo.
Es un testimonio conformado por elementos arquitectónicos de diferentes épocas y significaciones históricas, que conviven lado a lado en tolerancia, sin importar la coherencia, provocando diversas relaciones de identidad y sentido.
En unos 90 centímetros de ancho, el testigo muestra a los visitantes una parte de la antigua construcción y sus elementos de fabricación.
Tierra cruda apisonada y rafas de ladrillo, vanos rellenados con adobones, puertas y ventanas; delgadas capas de enlucidos, restos de arcos de ladrillos y secciones de mampostería, dibujan en la imaginación, -en superposición caprichosa y sucesiva de huellas arquitectónicas-, múltiples lecturas, como los ollares, la frente, la crin y las orejas de un caballo, que parece tirado, desde nuestra memoria, por un jinete imaginario.
El Edificio Histórico de la Universidad de Carabobo, en donde puede ser admirado el Testigo No. 9, fue desde 1664, “convento de los frailes franciscanos en la época colonial, y luego establecimiento del Colegio Federal de Primera Categoría. Sirvió de cuartel, y al crearse la Universidad de Valencia el 15 de noviembre de 1892, se convirtió en la sede de esta casa de estudios superiores. Después, al cierre de la institución en 1904, pasó a ser, alternadamente, Instituto de Ciencias Políticas, Escuela Normal, asiento del Liceo “Pedro Gual” y Biblioteca Pública”, hasta ser, otra vez, recinto universitario, y hoy Centro de Interpretación Histórica, Cultural y Patrimonial.
Como puede verse, así como en el edificio, en el cartel, y también en la historia, la red de escrituras se sustenta en el rasgo de proyectos y trazados, en el hacer y deshacer de instituciones, siempre a la espera de que un lector curioso las rescate con su lectura, para producir, a partir del armado del rompecabezas de la memoria, nuevas formas, nuevas identidades.

miércoles, 8 de junio de 2011

Los objetos olvidados de Hiroshima (crónica)




Vestido, botellas y caja de comida encontrados en Hiroshima.Fotos de Hiromi Tsuchida.


El 6 de agosto de 1945, a las 8:15 de la mañana, la bomba lanzada por el avión norteamericano Enola Gay estalló a una altura de 580 metros sobre el centro de Hiroshima, Japón, matando a unas 70.000 personas al instante. La onda expansiva, a unos 6.000 grados de temperatura, no dejó edificio en pie y carbonizó los árboles a 120 kilómetros de distancia. Sobre el cielo de aquella ciudad, al resplandor de una luz blanquecina rosada, acompañado de una trepidación monstruosa, un viento abrasador barrió cuanto encontró a su paso.

Pocos seres humanos sobrevivieron ese día, y los que lo hicieron, en medio del caos y del desconcierto, siguieron caminando, totalmente quemados, con los jirones de la piel colgándoles como ruinas, sedientos e incendiados.

En los años siguientes, la destrucción quedó asociada a las imágenes de edificios arrasados y llanuras llenas de escombros; el retrato de centenares de miles de víctimas sin nombre -convertidas en una cifra estadística escalofriante-, aún no ha podido sobreponerse al asombro.

Al cabo de 66 años, la tragedia continúa dibujándose en un trazo que no acaba de esbozarse. Y nunca acaba de mostrarse del todo, quizá porque el mundo tiene miedo de descubrir lo que hay más allá de la enigmática superficie.

Frente a lo roto y lo disperso, algunos pequeños objetos de aquellos habitantes de Hiroshima, sobrevivieron para mostrar la sorpresa con la que se les fragmentó la cotidianidad. Estos objetos descubren, en un acto de suprema desolación, el amor, las palabras, la memoria de la infancia, el intercambio diario, en una precaria continuidad, amenazada constantemente por la interrupción de la muerte. A la postre, hay que reconocer que esa continuidad anhelada no puede expresarse sino con la muerte misma.

Los objetos más cotidianos son convocados como presencias, para saciar la sed de aquella realidad. Con todo, al singularizarse, adquieren un aire casi irreal, como si quedaran impregnados de la conciencia que los piensa, transformándolos en memoria, en un puente sombrío entre lo vivo y lo muerto.

Trozos esparcidos para armar historias personales; el alma convertida en imagen. La fuerte carga emocional de los objetos, como juguetes, herramientas, utensilios caseros y artículos escolares, se congelan en una nueva explosión, pero imponiéndose como una referencia necesaria: su aparente mudez nos obliga a dudar de nuestra ansia de simetrías y equilibrios.

Frente a las fotos, el resumen del drama, es espejo: el estallido silencioso del ser humano, el estupor frente a la existencia. Sin embargo, habitar en ese estupor puede convertirse en una forma, aunque dolorosa, más humilde y más verdadera de estar en el mundo.