miércoles, 23 de junio de 2010
Retratos nuestros de cada día, de José Antonio Rosales
José Antonio Rosales. Autorretrato.
Fotografiar es fundamentalmente un acto a través del cual se compone, se talla, se modela, reproduciendo interminablemente la realidad a través de la luz; interveniéndola o desfigurándola; proporcionando, a veces, experiencias engañosas, aunque ennoblecedoras. Se trata de un registro tecnológico del que proviene un halo de seducción y encanto, del que se puede desprender crueldad, pero también magia. Tal vez por eso el rechazo de algunos pueblos primitivos a ser fotografiados; o por eso, quizá, el desasosiego que produce romper el retrato de un ser querido, sobre todo si éste ha muerto.
Pero el asunto de la fotografía no radica tanto en el hecho de contemplar las imágenes como algo real, sino en la interpretación de la realidad sobre el modelo que muestran. Se trata, pues, de un juego de espejos.
En este sentido, el fotógrafo José Antonio Rosales se ha empeñado durante más de veinte años, en capturar, a través de ese juego, la mirada más sincera posible, y cuando lo hace, intenta desaparecer, con ingenio, tras el artefacto óptico en el justo instante en el que se ordenan en una misma coordenada, el lente de la cámara, el ojo y el corazón.
Para congelar y atesorar desde los hechos más inverosímiles hasta los asuntos más rutinarios de la vida, que tienen cabida dentro de esa fragmentación de la realidad que sucede cada vez que hace clikc con su cámara.
Pero para llegar a este punto Rosales debió recorrer un largo camino que le ha dado el acervo necesario para producir cada imagen. Se puede afirmar que luego de haber descubierto su pasión por este arte, en su adolecencia, el ojo fue educado por la multiplicidad de representaciones que han rodeado el entorno más inmediato de su vida, y por aquellos testimonios que le han proporcionado ser un espectador emocionado de la pintura, la literatura, la música, el cine y la propia fotografía, para sintetizar, mediante un acto amoroso, y con todos los sentidos, la imagen que hoy su cámara registra.
-“Mi primer encuentro con la fotografía, -recuerda-, sucedió en mi adolescencia, a través de un amigo que un buen día me invitó a observar el proceso de revelado y copiado de una película 35 mm, en blanco y negro, en la Escuela de Artes Escénicas y Fotografía “Ramón Zapata”, de Valencia. Ver este acto mágico me trasformó en un seguidor incansable de la imagen”.
Mediante aquella primera mirada pudo encontrarse con su pasión, y lo que fue un acto de iniciación, le otorgó la facultad de establecer con la mirada recién adquirida, puentes de comunicación que han inaugurado sentimientos y encendido entusiasmos en los espectadores de su trabajo.
-“Como en cualquier otra profesión u oficio, afirma, el fotógrafo debe poseer dos cualidades que lo distinguen: pasión y amor por lo que hace. Cuando alguien se hace fotógrafo y está convencido de que eso es lo que le gusta, debe prepararse revisando los portafolios de los maestros universales de la fotografía; está en la obligación de investigar, de indagar, de estudiar la composición en sus obras, sus encuadres cotidianos, que le permitan ir formando su propio criterio. Es indispensable la preparación, el estudio, la lectura de los diferentes géneros literarios, que ayudan a desarrollar el imaginario”.
-“Si uno logra conjugar todos estos elementos, dice Rosales, seguramente la creatividad llegará, pues una buena imagen no sólo se construye con una buena técnica, sino con el bagaje cultural e intelectual de cada individuo”.
A la postre, asevera José Antonio, el fotógrafo obtendrá una buena foto que invitará a mirarla, por las emociones que trasmite y por los puentes que tiende, y que difícilmente se podrá repetir.
La geografía invisible del rostro
Con la pausa de la atención al detalle cotidiano y con la prisa del que sabe que debe apurar el último sorbo de lo que la fotografía ofrece, porque quizá mañana la imagen no esté, Rosales vive a plenitud cada click de la cámara, con alegría y a veces con dolor. Sus fotos reflejan las más de las veces con absoluta claridad, la intensidad y el vigor de sus motivos, trátese de un paisaje o de un rostro humano.
-“La fotografía, -afirma- me ha brindado innumerables experiencias cargadas de mucha emoción que en algún momento me han servido para reflexionar sobre mi propia existencia. Recuerdo el día que un amigo me llamó para decirme que su pequeño hijo, recién nacido, había fallecido, por lo que me pedía que fuese al lugar donde se realizaba el funeral. Al llegar al sitio, mi amigo sacó a su hijo del ataúd, y cargándolo en sus brazos me pidió que lo fotografiara. Esta fue una experiencia muy fuerte”, aseguró.
Documentos como éste, el fotógrafo guarda sólo para sí mismo, reafirmando con ello, -conforme a lo expresado por su ductor Claudio Perna-, que el gran pecado de la fotografía es que todo lo que se retrata no se puede mostrar, porque son pocas las personas con la “higiene mental” adecuada para poder ver los fenómenos de la existencia de una manera realmente seria y profunda.
Dos vertientes definen la trayectoria como fotógrafo de José Antonio Rosales: La fotografía documental urbana y el retrato.
Con la primera, Rosales convierte a la fotografía en un valioso instrumento para captar y retener las memorias territoriales que guardan las calles, plazas, edificios y pueblos que habita la gente, dejando constancia de la importancia de la fotografía directa. La imagen captada constituye una evidencia de la realidad, que aunque es interpretada por él al seleccionar de ésta lo que le interesa, no modifica ni manipula la escena, registrando y enriqueciendo el imaginario visual colectivo.
Con esta fotografía congela lugares, atmósferas y personas, y los atesora. Desde los vapores del día que se asoman con fuerza primitiva en una duna recóndita, hasta el reconocimiento de una ciudad poblada por siluetas de un tiempo ancestral y en apariencia inexistente.
Se podría afirmar que Rosales descubrió para sí mismo y para los espectadores, la gran paradoja central de la fotografía documental: al representar la realidad con gran objetividad, hace que el mundo resulte irreal.
En cuanto al retrato, Rosales se propone como tarea la de indagar más que el paisaje de la cara, en la geografía invisible del rostro. De allí que con el retrato obtiene no lo que refleja el espejo, sino lo que muestra el interior del cuerpo.
Dice Rosales: “Yo diría que retratar el alma es sumamente difícil, ya que es algo muy subjetivo. Lo que en realidad trato de conseguir en mis fotos es ese instante de absoluta complicidad con el fotógrafo, que siempre aparece en algún momento del encuentro y que no debemos desaprovechar por ningún motivo. Por esa razón, para obtener un buen retrato, uno debe armarse de excesiva paciencia para lograr el objetivo buscado, que es siempre representar la vida tal cual es, con sus momentos de alegría, de tristeza, de nostalgia, y traducirla en una buena imagen”.
Sus retratos están llenos de esos rostros. Retratos nuestros de cada día, con los que José Antonio Rosales, a manera de homenaje, atrapa y transmite el aura de aquellos a quienes retrata.
Mi fotografía resalta el crecimiento arquitectónico científico y humanístico de la Universidad de Carabobo
José Antonio Rosales Ochoa respalda la validez de sus imágenes con una producción que está a la vista, y con una experiencia que encuentra soporte en los estudios realizados en diferentes talleres y seminarios.
Por ejemplo, en el Taller de Fotografía y Realidad, dictado por el fotógrafo Nelson Gárrido, primer fotógrafo venezolano distinguido con el Premio Nacional de Artes Plásticas en 1991; o el seminario Aproximación a la Fotografía del Presente y el Futuro, dictado por el fotógrafo Claudio Perna, Premio Nacional de Fotografía, en 1994, y Premio Nacional de Artes Plásticas, en 1995.
También ha participado en diversos salones de fotografía, entre los que destacan el I Salón de Arte y Fotografía en Homenaje a los Cien Años de la Universidad de Carabobo; la I Bienal Nacional de Fotografía, en Homenaje al Fotógrafo Venezolano Roberto Fontana; la Exposición Individual de Fotografía Imagen y Semblanza de Ciudad Bolívar. Ha intervenido, asimismo, en la Exposición Colectiva 5 Visiones y un medio, en la I Muestra de Arte Visuales del estado Carabobo y en la Exposición Museo de Arte de Coro, Ciudad Compartida 2005, en el estado Falcón.
Su trabajo ha sido objeto de publicación en Letra Inversa, del diario Noti-Tarde; en la La Tuna de Oro; la revista Predios, Papel Literario, del diario El Nacional y en el Semanario Tiempo Universitario, periódico oficial de la Universidad de Carabobo. En la actualidad se desempeña como fotógrafo de las revistas Laberinto de Papel y Saberes Compartidos, y el periódico A Ciencia Cierta, de la Universidad de Carabobo. Es fotógrafo de la Fundación La Letra Voladora. En 2002 obtuvo el Premio de Periodismo Institucional “Agustín León Zuloaga”, de la UC.
¿Qué fotógrafos han determinado una influencia en tu trabajo?
Del estudio y revisión de los grandes maestros del arte fotográfico, encuentro que Richard Avedon ha sido para mí uno de los mejores retratistas del siglo XX, con su famosa serie de retratos del oeste norteamericano, hasta la determinación de fotografiar el deterioro físico terminal de su padre enfermo. En el ámbito nacional, el fotógrafo Francisco Edmundo “Gordo” Pérez, por su importante aporte al fotoperiodismo y su particular estética para registrar los momentos más importantes de la vida política de nuestro país. Podemos mencionar también las extraordinarias imágenes de reporteros gráficos como Luigi Scotto, José Sárda, Sandra Bracho, Francisco “Frasso” Solórzano, acreedor, por cierto, del Premio Internacional de Periodismo “Rey de España”, en 1989, entre otros profesionales de la comunicación gráfica.
Has desarrollado tu trabajo fundamentalmente en la Universidad de Carabobo. Como sujeto de tu fotografía, ¿qué has obtenido de ella, y tú que le has dado?
El haber desarrollado parte de mi trabajo fotográfico en el ámbito universitario me ha dado la oportunidad de estar presente en los grandes eventos organizados por la UC. He participado en congresos, seminarios, festivales, ferias de carácter nacional e internacional, y allí he podido estar en contacto directo con grandes personalidades del mundo de la cultura, la ciencia y la academia, lo que me ha servido para obtener un considerable registro fotográfico, tanto de sus visitantes ilustres como también del desarrollo de su planta física a través del tiempo. Dentro la institución he tenido la suerte de compartir con personas con un amplio criterio artístico, con escritores y editores que tienen un gran respeto por la imagen, que valoran lo que uno hace. A través de algunas de las publicaciones de la Universidad de Carabobo en las que he trabajado, como revistas, periódicos, libros, he intentado que mis fotografías resalten y promocionen el crecimiento institucional, tanto arquitectónico, como científico y humanístico de la UC.
Rafael Simón Hurtado. Escritor, periodista. Fue Jefe de Edición de Tiempo Universitario, semanario oficial de la Universidad de Carabobo. Director-editor fundador de las revistas Huella de Tinta, Laberinto de Papel, Saberes Compartidos, los periódicos La Iguana de Tinta y A Ciencia Cierta, y la página cultural Muestras sin retoques. Premio Nacional de Periodismo (2008), Premio Nacional de Literatura Universidad Rafael María Baralt (2016), Premio Municipal de Literatura Ciudad de Valencia, (1990 y 1992). Ha publicado los libros de ficción Todo el tiempo en la memoria y La arrogancia fantasma del escritor invisible y otros cuentos; y de crónicas, Leyendas a pie de imagen: Croquis para una ciudad. Ha hecho estudios de Maestría de Literatura Venezolana en la Universidad de Carabobo.
lunes, 7 de junio de 2010
Los hijos de la confusión
Madre y niño. Foto de Tina Modotti, Tehuantepec,1929.
No sólo los españoles descubrieron América. Para los “originales americanos” su territorio se convirtió, a partir de la llegada de los europeos, en una comarca de revelación.
Para los españoles el desembarco representó la irrupción, en medio de un océano ignoto, de un Nuevo Mundo; para los naturales, que desconocían la existencia de culturas vecinas, el rostro de ese nuevo mundo fue la confirmación de la variedad indecible de pueblos, lenguas y culturas, y también la existencia de una geografía ignorada e impensada.
Entre imperios formidables, por ejemplo, como el de los incas y el de los aztecas, había un abismo de mutuo desconocimiento.
En 1492 también se inició el encuentro entre dos culturas diferentes y antagónicas. Europa halla en América dos notables civilizaciones: la maya-azteca, en México y América Central; y la quechua, en Perú. La Europa cristiana y el nuevo continente son, pues, dos entidades que se enfrentan en un drama grandioso, que se desenvuelve a tientas. Es la fusión de dos mundos inmensamente diversos en mentalidad, costumbres y religión. Y nadie estaba preparado para ello.
Al Descubrimiento y al encuentro siguió la conquista, es decir, el choque; una acción que se llevó a cabo en una doble dirección. Fue tanto un dominio mediante las armas, como un enseñorearse a través de la seducción. Al mismo tiempo que se produjo el desfallecimiento de los indios por la irrupción brutal de un mundo nuevo y superior, su cultura, puesta al descubierto, comenzó a languidecer, una vez que la desnudez primitiva huyó ante el pudor de los vestidos.
He allí lo esencial del amanecer del 12 de octubre. De las carabelas bajó también la simiente de un hombre nuevo, cuyo imperio espiritual sólo puede ser entendido en el reconocimiento de las diferencias. Es el ser latinoamericano, que sigue conquistando escenarios con sus abigarradas etnias. Son los hijos de la confusión. Los mismos que navegaron en la nave de la inocencia, hasta recalar en el puerto desconocido de un nuevo mundo interior. Allí, donde aún tiene lugar el apareamiento de lo distinto.
Rafael Simón Hurtado. Escritor, periodista. Fue Jefe de Edición de Tiempo Universitario, semanario oficial de la Universidad de Carabobo. Director-editor fundador de las revistas Huella de Tinta, Laberinto de Papel, Saberes Compartidos, los periódicos La Iguana de Tinta y A Ciencia Cierta, y la página cultural Muestras sin retoques. Premio Nacional de Periodismo (2008), Premio Nacional de Literatura Universidad Rafael María Baralt (2016), Premio Municipal de Literatura Ciudad de Valencia, (1990 y 1992). Ha publicado los libros de ficción Todo el tiempo en la memoria y La arrogancia fantasma del escritor invisible y otros cuentos; y de crónicas, Leyendas a pie de imagen: Croquis para una ciudad. Ha hecho estudios de Maestría de Literatura Venezolana en la Universidad de Carabobo.
miércoles, 2 de junio de 2010
De la Serie: Seres Urbanos / Luis Cedeño
Foto de José Antonio Rosales.
¿Qué es para ti la ciudad donde vives?
La ciudad donde vivo sigue siendo, más o menos, el cuartel de hace 450 años.
¿Con cuál flor la comparas?
No tiene porque ser como una flor. La ciudad soñada no incluye complejos. Pero tendrá la flor.
¿A qué huele?
Por la mañana, sin decir que sea un olor, siento en el ambiente una mezcla (cualquier mezcla desagradable), compuesta de unos llamados perfumes franceses, perfumes de aquí y de otras partes. Yo me traslado por esta ciudad, comúnmente, en camioneta y en el metro. Al mediodía la ciudad me huele a pan seco. Por la tarde, francamente, no sé a que huele la ciudad porque no la habito, de la manera que habría que hacerlo para olfatear profundo su acidez o dulzura. Por la tarde, si vas a mi casa, me encuentras comiendo mango, recostado de la brisa o al árbol de las ardillas, que es el mismo mango. Y por la noche, la ciudad huele absolutamente a mí en sus primeras horas, después y hasta el amanecer la noche de la ciudad huele a los juntos debajo de la cobija.
¿Cómo suena?
Como todas las ciudades del mundo: un motor encendido. Ese ruido es olvidado. Como si ya no se escuchara, nos atrevemos a hablar, no contra el ruido, sino contra nosotros mismos. No hay ruido particular en la ciudad ni hombre particular, pero el producido por un disco esmerilando una lámina de acero me gusta y el sonido de todos cuando hablan dentro de la camioneta que nos transporta, las voces reunidas en una sala de comensales y la música que sale de la escoba cuando barren las hojas de la plaza pública.
A veces un graznido de orihuelo es lo que se oye. Siempre la lluvia.
Si fuese un libro ¿cuál sería su tema?
Sería político.
Si fuese una comida ¿qué ingredientes tendría?
Siento nauseas.
¿Qué ciudadano la habita?
Un ciudadano que no ve para los lados ni se mira las manos. Ciudadano ajeno, desterrado, que ambiguamente busca un lugar para sentarse y poder anhelar, soñar el espacio que no es ese donde está.
Si tu ciudad fuese una vulgaridad ¿cuál sería?
Valencia.
Si fuese un grafiti ¿qué diría?
Diría: Universidad quiero estar lejos de ti.
Cuándo estas lejos ¿qué es lo que echas de menos de tu ciudad?
No es negable que mi casa sea de la ciudad ni tampoco el único lugar que llevaría conmigo de viaje. Lejos, echo de menos mi casa y quiero volver siempre, siempre, así sea el sol así sea el fuego.
Si tu ciudad fuera un personaje de novela ¿cuál sería?
Valencia no llega a ser un personaje de novela, pero si es la novela de malos personajes.
Cuando estas lejos, qué es de lo que más presumes de tu ciudad?
Ustedes conocen el cerro de San Blas: el que está frente a la redoma. Redoma le decíamos hace treinta años, ahora es El elevado. Ese cerro, señores, es el que me hace ser “más que otro”. Saber que está ahí todavía, como hace 40 años, me enorgullece y me ponen con la echonería a millón. Saben, yo lo subía y bajaba en media hora para dejar caer sobre mi cabeza 50 periódicos y salir corriendo a venderlos en el centro de la ciudad.
Si tu ciudad fuese una expresión criolla ¿cuál sería?
Pajuata.
Si tuvieras que mostrar un rincón especial de tu ciudad a un turista ¿qué enseñarías y por qué?
Los turistas. ¡Qué extrañas personas son?
Si tuvieras que hacer un regalo producido en tu ciudad ¿qué regalarías y por qué?
Mi mamá hizo conservas de coco: se ralla el coco, se mezcla con azúcar y un poco de agua, luego se echa al caldero, se le da paleta, se deja al fuego. Mi mamá se acercaba al caldero y tomaba un poquito para probar. “Ya cogió el punto” decía. Vaciaba la melcocha sobre una tabla, la extendía y dejaba enfriar, para luego cortarla en cuadritos. Mi mamá ponía cada conserva en una hoja grande de limón y llenaba una bandeja. Yo era quien la salía a vender, y a mí era a quien le tocaba las sobras del caldero. De esa exquisitez daría yo a quien desee probar delicias. Porque nada más sabroso existe.
A tu ciudad ¿qué le sobra?
Le sobro yo y unos cuantos amigos, con quienes ya hay conversaciones adelantadas para uno de estos días partir.
¿A tu ciudad qué le falta?
Esta ciudad no es mía. Pero le faltan perros, gatos, gallinas, patos, pavos, iguanas, ardillas, cotejos, caballos, culebras, chicharras, pájaros, loros, guacamayas, guacharacas, garzas, monos…, todos esos animales que me acorralen, y de seguro habrá canto y de nuevo crecerá el monte y también la flor, el fruto. Comeremos y beberemos todos sobre un territorio que no será de nadie.
Por favor, díganos ¿quién es usted y cuál es su ciudad?
Soy Luis Cedeño. Soy hijo de Manuel e Isabel. Soy de solar. Soy bofeteado en Primaria por curas. Soy conservero, betún, cargador de bolsas, vendedor de periódicos. Soy ladrón de pan dulce cuando de madrugada me tocaba llevar el maíz a moler y veía en la puerta del abasto de José la bolsa de pan. Soy pelea de nueve años a los 13. Soy muchacho tirado en el depósito de una licorería:” seleccionador de marcas de whisky,” dice el dueño. Soy oferta de unos italianos a unos españoles, porque yo era fuerte y hacia de todo. Soy pasacoleto de zapatería. Portero de todas las salas de cine de Valencia. Soy estudiante. 93 veces novio. Soy maestro. Esposo de Marlene. Papá de Surrù y de Mariana. Soy cuentero. Soy escritor. Performancero. Pintor y “chatarrero de los basureros” Zanquero. Monociclero. Teatrero. Llorón. Juguetero. Muñequero. Abuelo revolucionario. Amigo y recordador, así sean nostalgias, así sean risangas.
No tengo ciudad.
Luis Cedeño. (Valencia, 1953). Cuentacuentos, maestro, fotógrafo, narrador, poeta y amigo. Es egresado de la Facultad de Educación de la Universidad de Carabobo. Ha publicado: Gatero y yo (ediciones La Letra Voladora), Pensamientos de los pájaros tiernos (poemas), Soy la muchacha que desvalija carros en la Calle B (Mención Cuento 2do. Concurso Literario “Arístides Rojas” 1999, Contraloría General de la República). Es Premio del Concurso de Cuento Radial “Panchito Mandefúa”, de la Casa Nacional de las Letras “Andrés Bello”, patrocinado también por la radio universitaria 104,5 FM con la historia Radio Cuento. Acerca de él mismo dice: “Nací en el barrio “Los Taladros”. Entre los siete y los 13 años pelié 713 veces. Estudié en la escuela La Salle, la gratuita, y en la Normal "Simón Rodríguez”. Fui vendedor de conserva de coco, cargador de bolsas, recogedor de plátanos y cebollas podridas en la calle “Girardot”. Maestro de escuela. Me gusta decir que soy maestro más que licenciado. Hijo de Isabel Cedeño y de Manuel Martínez. Esposo de Marlene. Papá de Grenchi y de Mariana. Escribo. Pero por sobre todas las cosas vivo. A eso he venido. Conseguí tener una bicicleta de reparto y un maletín de médico antiguo. De vez en cuando salgo y echo unos cuentos”.
Rafael Simón Hurtado. Escritor, periodista. Fue Jefe de Edición de Tiempo Universitario, semanario oficial de la Universidad de Carabobo. Director-editor fundador de las revistas Huella de Tinta, Laberinto de Papel, Saberes Compartidos, los periódicos La Iguana de Tinta y A Ciencia Cierta, y la página cultural Muestras sin retoques. Premio Nacional de Periodismo (2008), Premio Nacional de Literatura Universidad Rafael María Baralt (2016), Premio Municipal de Literatura Ciudad de Valencia, (1990 y 1992). Ha publicado los libros de ficción Todo el tiempo en la memoria y La arrogancia fantasma del escritor invisible y otros cuentos; y de crónicas, Leyendas a pie de imagen: Croquis para una ciudad. Ha hecho estudios de Maestría de Literatura Venezolana en la Universidad de Carabobo.
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