lunes, 7 de junio de 2010

Los hijos de la confusión


Madre y niño. Foto de Tina Modotti, Tehuantepec,1929.


No sólo los españoles descubrieron América. Para los “originales americanos” su territorio se convirtió, a partir de la llegada de los europeos, en una comarca de revelación.
Para los españoles el desembarco representó la irrupción, en medio de un océano ignoto, de un Nuevo Mundo; para los naturales, que desconocían la existencia de culturas vecinas, el rostro de ese nuevo mundo fue la confirmación de la variedad indecible de pueblos, lenguas y culturas, y también la existencia de una geografía ignorada e impensada.
Entre imperios formidables, por ejemplo, como el de los incas y el de los aztecas, había un abismo de mutuo desconocimiento.
En 1492 también se inició el encuentro entre dos culturas diferentes y antagónicas. Europa halla en América dos notables civilizaciones: la maya-azteca, en México y América Central; y la quechua, en Perú. La Europa cristiana y el nuevo continente son, pues, dos entidades que se enfrentan en un drama grandioso, que se desenvuelve a tientas. Es la fusión de dos mundos inmensamente diversos en mentalidad, costumbres y religión. Y nadie estaba preparado para ello.
Al Descubrimiento y al encuentro siguió la conquista, es decir, el choque; una acción que se llevó a cabo en una doble dirección. Fue tanto un dominio mediante las armas, como un enseñorearse a través de la seducción. Al mismo tiempo que se produjo el desfallecimiento de los indios por la irrupción brutal de un mundo nuevo y superior, su cultura, puesta al descubierto, comenzó a languidecer, una vez que la desnudez primitiva huyó ante el pudor de los vestidos.
He allí lo esencial del amanecer del 12 de octubre. De las carabelas bajó también la simiente de un hombre nuevo, cuyo imperio espiritual sólo puede ser entendido en el reconocimiento de las diferencias. Es el ser latinoamericano, que sigue conquistando escenarios con sus abigarradas etnias. Son los hijos de la confusión. Los mismos que navegaron en la nave de la inocencia, hasta recalar en el puerto desconocido de un nuevo mundo interior. Allí, donde aún tiene lugar el apareamiento de lo distinto.

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