viernes, 23 de abril de 2010

Santos y no tan santos


Foto de Orlando Baquero

Los cristianos han hecho santos desde que la Iglesia existe. Para subir a los altares, la Madre escoge a ciertos individuos para recibir una aclamación especial por su piedad o predicación. Es la manifestación de un testimonio perfecto, pues los verdaderos cristianos mueren imitando a Cristo. Esta pretensión humana quizás encuentra su génesis en la búsqueda primigenia de la pureza de corazón que conocieron Adán y Eva en el Paraíso, antes del pecado original. Su expulsión del aquél lugar por Dios tal vez explique porque sus nombres no forman parte del canon santoral, y de la lista de seres humanos a quienes está permitido por la Iglesia solicitar favores y milagros.
Porque los santos, aun en su gloria, no olvidan a quienes siguen en la Tierra. Desde el cielo actúan como intermediarios en beneficio de quienes imploran protección, valor o curaciones. El espíritu del santo muerto, aunque se halla en el cielo, está presente en sus despojos. Por esa razón, dondequiera que se veneran las reliquias de un santo, el cielo y la tierra se entrecruzan.
A LA FE QUE PROMUEVE LA IGLESIA, el pueblo, por su cuenta, ha añadido otra: el culto en los altares domésticos. Santos reconocidos y otros que no lo son, se incluyen en un tributo a la imagen que se revela conmovedor. En estos espacios se puede ver cómo convergen, en total tolerancia, monarcas indígenas con maestros de escuela y héroes patrios con divinidades cristianas, en un mosaico que alude, al mismo tiempo, al erotismo y a la feminidad; a la santería y a la religión; a lo místico y a lo sagrado, a la poesía y a la superstición; en una puesta en escena que se esfuerza por ordenar el caos: amuletos contra el mal de ojo, espejos para las impurezas y aguas benéficas para los ciegos de espíritu.
Es la escenografía impuesta a todos aquellos que, santos y no tan santos, aguardan por alcanzar el proscenio de los altares. Para arribar al santuario, es bueno saberlo, se requiere más de un milagro.

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