domingo, 14 de marzo de 2010

Mérida, fragmento de un viaje


Paseábamos por el bosque de pinos mi mujer y yo. Los árboles nos sobrepasaban en altura. El verde estaba por todas partes, y el sol, con dificultad, se esforzaba por entrar y desvestir las sombras que, desde las copas, formaban una cobija imposible. Caminábamos por manchas de luz, que se abrían de cuajo, cuando pisábamos el suelo de hojas. A medida que avanzábamos, se oía la huella de quietud que dejaban nuestros pasos, rota sólo por el sonido de las aves y el crepitar de las ramas que al caer, tocaban la derramada estera del bosque. De vez en cuando, pero sólo de vez en cuando, oíamos el silencio, o "aquello que los hombres llaman silencio cuando no escuchan voces iguales a las suyas".
Nos acercamos a un árbol enorme y tocamos su tronco, para sentir su áspera corteza bajo nuestras manos. En ese instante, una melodía remota sorprendió la tranquilidad de ella. Poco a poco acomodó la cara para recibir una brisa que, sin brusquedad, le enrostró con abundancia el aroma de los pinos y de la tierra.
El paseo apenas duró una semana; toda la ciudad de Mérida fue nuestra en siete días: sus museos, sus plazas, sus parques, y sus casas, que como bufandas en el cuello de las montañas, nos guardaron del frío. Pero lo que permaneció para siempre en nuestra memoria, fue la imagen de una extraña flor en aquel bosque, un pedazo de verde sobre el cual todavía pensamos, como si fuese un talismán, en el santuario del recuerdo.

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