jueves, 16 de julio de 2009

UNIVERSIDAD


La ciencia como la cultura, no son fines en sí mismas. El ser humano concreto, es el objetivo último de toda creación cultural. Y la universidad, como producto histórico del hombre, debe estar a favor de ese mismo hombre, dentro de una convenida cultura y una específica sociedad.
De esta forma, la universidad como institución histórica, no puede estar sobrepuesta ni excluida de esa compañía. Su impulso lo alcanza, precisamente, mediante las condiciones de vida material que sus actores procrean. Desde este punto de vista la universidad es educadora, pero también es discípula. Es fabricante, pero también es producto.
Su papel, por consiguiente, no puede ser extraño al proceso social, cualquiera que sea su sino. Su servicio debe resonar en la sociedad misma, nutriendo ideologías y potenciando conductas que enaltezcan la condición humana. En la espesa selva de la sociedad, la universidad es un afluente, por cuya corriente se desplaza el hacer de un conglomerado cuyo trabajo es de una naturaleza muy especial.
Ese trabajo es el de la Educación, que sirve para hacer asequible lo que se vislumbra en el confín de nuestra capacidad.
Hoy, sin embargo, ese gran trabajo ocurre en medio de una sociedad en crisis, que afecta, incluso, los ámbitos más recónditos de la academia, y a quienes, diariamente, ayudan a llevar adelante las acciones más cotidianas dentro de la institución. La inserción de valores que justifican o desvirtúan una determinada posición política, afectan el funcionamiento más elemental de nuestras instituciones, que no sólo se debaten en la degradación económica, sino también en las crisis intelectuales y en los bajos renglones de convivencia humana, tal vez porque la sociedad que la contiene, quebranta, diariamente, sus propias reglas de sobrevivencia.
La Universidad venezolana no elude esta expresión de sociedad. Sus trabajadores, en todos los niveles, también están contagiados de un burocratismo incapaz, de una pertinaz desidia. Del maderamen institucional, pareciera no poder esperarse nada, salvo el esfuerzo agónico por preservar las cuotas de privilegio. Según Rigoberto Lanz, “las universidades del país no están hechas y pensadas para transformarse. Al contrario, ellas están hechas y pensadas para conservarse”.
Vistas así las cosas, parece que para replantearse el gran trabajo universitario, no basta con una simple expresión de voluntad. El reto está en poder reanimar creativamente la disposición dispersa en el conglomerado. Es opinión común, que la poderosa inercia sólo podrá ser combatida con la construcción de una fuerza intelectual, pero sobre todo ética, capaz de pensar la universidad que debe venir.
El recurso de las movilizaciones y los discursos asambleístico, como fórmulas de transformación, hicieron aguas en una comunidad silenciada por el peso de la burocratización y la pereza, y por la pugna constante de una dirigencia alentada por el protagonismo y el poder.
¿No se interpreta, acaso, de nuestra conducta, el efecto de no haber superado aún el individualismo anárquico del yo, que niega el nosotros?
Sólo en un mundo formado a la luz de ideas cuya resonancia supere al vulgar interés, se hará más fácil la escogencia de las normas que configuren la nueva conducta social. A eso ha de tender la Universidad. Su fin es juntar y modelar mujeres y hombres, más que producir profesionales. Su gran trabajo debe consistir en acercar a quienes acceden a ella a la comprensión de una auténtica dimensión de lo humano. Dar luces que orienten su derrotero en medio de la profunda oscuridad de un mundo arruinado por su propia inteligencia.

miércoles, 1 de julio de 2009

Los niños de la calle no existen

Foto de Kent Klich

La calle es una escuela, y cada año, las de nuestras ciudades, incrementan su matrícula y renuevan su pensum de estudios para recibir a los nuevos “estudiantes”. Las asignaturas más difíciles son droga, delincuencia y prostitución. Pero la aplicación de los alumnos y la indiferencia de nuestra sociedad, favorecen la aprobación del curso sin contratiempos.
En el mundo, el registro asciende a 100 millones, de acuerdo a cifras del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF). Las facciones del rostro de cada uno de ellos cambian de acuerdo al país: Manila, Nueva York, Sao Paulo; Lima, Beijing, Marruecos. Pero el niño detrás de la mirada perdida siempre es el mismo.
No juegan nunca, y las razones que los conducen a la calle son diversas. Son desertores; han sido expulsados del sistema escolar o jamás han estado en él. No tienen documentos de identidad, por lo que para la sociedad formal, los niños de la calle no existen.
Un motivo fundamental de su deserción es la realidad socioeconómica en que viven sus familias, y, sobre todo, la desintegración de los lazos afectivos. La situación en los hogares conlleva, invariablemente, abuso físico y emocional por parte de los padres o padrastros. Es por lo que los niños escapan y toman las calles, donde viven eventualmente con otros niños con quienes forman –es el sino de sus vidas-, nuevos “núcleos familiares”.
Irse del hogar, en la mayoría de los casos, no es un hecho repentino. La decisión es tomada de forma gradual. El contacto diario en sus casas con la pobreza, el abuso sexual y el maltrato físico o psicológico, hacen que cada vez sea más difícil volver a ellas. En la calle encuentran, en medio de un mundo de aventuras, una aparente libertad. Pero es sólo la ilusión de vivir sin normas. En la calle son víctimas del mismo o peor maltrato.
Los más desafortunados caen en manos de gente inescrupulosa que los prostituye a cambio de estupefacientes o de unas pocas monedas, y deben enfrentarse a todo tipo de riesgos, incluso, el de ser agredidos por la policía cuando son protagonistas de algún delito.
“En nuestra sociedad encarcelamos a los niños hambrientos cuando roban algún alimento. Algún día existirá una sociedad en donde la policía detenga a todo niño hambriento para obligarlo a comer”, dijo alguna vez el escritor inglés Bernard Shaw, de los niños de la calle del Londres del siglo XIX, y seguramente del XX.
El único alimento que les sirve a los nuestros para sobrellevar la pesadilla, es un pote de pegamento para zapatos. Con él evaden el miedo, el hambre y el frío, a cambio de otros dolores más terribles.
La mayoría acaba adicta a cualquier droga, y al final su capacidad para sentir y su inteligencia se ven reducidas al mínimo, lo mismo que su voluntad.
Desean un hogar, pero le temen al encierro, por lo que se mudan permanentemente para evadir las agresiones de la gente que los mira como si fuesen un cargo de conciencia. El transeúnte, común y corriente, recela de su presencia, sin darse cuenta de que al fin y al cabo son niños. Simplemente seres humanos; desaventajados discípulos en una sociedad que imparte una enseñanza brutal.

El libro es un corazón que late


El libro es una ventana, un mirador desde donde se ve el mundo hecho de palabras; una emoción unánime, una indagación, un corazón que late. En algún momento todos buscan en los libros lo necesario para vivir. Desde cada una de sus válvulas, el flujo sanguíneo de sus personajes, salta desde el papel y se mete en las ilusiones, adhiriéndose a la piel como un olor. Desde la válvula mitral, la tinta, rica en oxígeno, proveniente del aire de sus páginas, transporta su sangre al resto del cuerpo, pues un libro es el músculo cardíaco que produce la contracción de la lectura, aquella que enciende el refugio de la mente, y convierte en latido los ecos de la imaginación.