La ciencia como la cultura, no son fines en sí mismas. El ser humano concreto, es el objetivo último de toda creación cultural. Y la universidad, como producto histórico del hombre, debe estar a favor de ese mismo hombre, dentro de una convenida cultura y una específica sociedad.
De esta forma, la universidad como institución histórica, no puede estar sobrepuesta ni excluida de esa compañía. Su impulso lo alcanza, precisamente, mediante las condiciones de vida material que sus actores procrean. Desde este punto de vista la universidad es educadora, pero también es discípula. Es fabricante, pero también es producto.
Su papel, por consiguiente, no puede ser extraño al proceso social, cualquiera que sea su sino. Su servicio debe resonar en la sociedad misma, nutriendo ideologías y potenciando conductas que enaltezcan la condición humana. En la espesa selva de la sociedad, la universidad es un afluente, por cuya corriente se desplaza el hacer de un conglomerado cuyo trabajo es de una naturaleza muy especial.
Ese trabajo es el de la Educación, que sirve para hacer asequible lo que se vislumbra en el confín de nuestra capacidad.
Hoy, sin embargo, ese gran trabajo ocurre en medio de una sociedad en crisis, que afecta, incluso, los ámbitos más recónditos de la academia, y a quienes, diariamente, ayudan a llevar adelante las acciones más cotidianas dentro de la institución. La inserción de valores que justifican o desvirtúan una determinada posición política, afectan el funcionamiento más elemental de nuestras instituciones, que no sólo se debaten en la degradación económica, sino también en las crisis intelectuales y en los bajos renglones de convivencia humana, tal vez porque la sociedad que la contiene, quebranta, diariamente, sus propias reglas de sobrevivencia.
La Universidad venezolana no elude esta expresión de sociedad. Sus trabajadores, en todos los niveles, también están contagiados de un burocratismo incapaz, de una pertinaz desidia. Del maderamen institucional, pareciera no poder esperarse nada, salvo el esfuerzo agónico por preservar las cuotas de privilegio. Según Rigoberto Lanz, “las universidades del país no están hechas y pensadas para transformarse. Al contrario, ellas están hechas y pensadas para conservarse”.
Vistas así las cosas, parece que para replantearse el gran trabajo universitario, no basta con una simple expresión de voluntad. El reto está en poder reanimar creativamente la disposición dispersa en el conglomerado. Es opinión común, que la poderosa inercia sólo podrá ser combatida con la construcción de una fuerza intelectual, pero sobre todo ética, capaz de pensar la universidad que debe venir.
El recurso de las movilizaciones y los discursos asambleístico, como fórmulas de transformación, hicieron aguas en una comunidad silenciada por el peso de la burocratización y la pereza, y por la pugna constante de una dirigencia alentada por el protagonismo y el poder.
¿No se interpreta, acaso, de nuestra conducta, el efecto de no haber superado aún el individualismo anárquico del yo, que niega el nosotros?
Sólo en un mundo formado a la luz de ideas cuya resonancia supere al vulgar interés, se hará más fácil la escogencia de las normas que configuren la nueva conducta social. A eso ha de tender la Universidad. Su fin es juntar y modelar mujeres y hombres, más que producir profesionales. Su gran trabajo debe consistir en acercar a quienes acceden a ella a la comprensión de una auténtica dimensión de lo humano. Dar luces que orienten su derrotero en medio de la profunda oscuridad de un mundo arruinado por su propia inteligencia.
De esta forma, la universidad como institución histórica, no puede estar sobrepuesta ni excluida de esa compañía. Su impulso lo alcanza, precisamente, mediante las condiciones de vida material que sus actores procrean. Desde este punto de vista la universidad es educadora, pero también es discípula. Es fabricante, pero también es producto.
Su papel, por consiguiente, no puede ser extraño al proceso social, cualquiera que sea su sino. Su servicio debe resonar en la sociedad misma, nutriendo ideologías y potenciando conductas que enaltezcan la condición humana. En la espesa selva de la sociedad, la universidad es un afluente, por cuya corriente se desplaza el hacer de un conglomerado cuyo trabajo es de una naturaleza muy especial.
Ese trabajo es el de la Educación, que sirve para hacer asequible lo que se vislumbra en el confín de nuestra capacidad.
Hoy, sin embargo, ese gran trabajo ocurre en medio de una sociedad en crisis, que afecta, incluso, los ámbitos más recónditos de la academia, y a quienes, diariamente, ayudan a llevar adelante las acciones más cotidianas dentro de la institución. La inserción de valores que justifican o desvirtúan una determinada posición política, afectan el funcionamiento más elemental de nuestras instituciones, que no sólo se debaten en la degradación económica, sino también en las crisis intelectuales y en los bajos renglones de convivencia humana, tal vez porque la sociedad que la contiene, quebranta, diariamente, sus propias reglas de sobrevivencia.
La Universidad venezolana no elude esta expresión de sociedad. Sus trabajadores, en todos los niveles, también están contagiados de un burocratismo incapaz, de una pertinaz desidia. Del maderamen institucional, pareciera no poder esperarse nada, salvo el esfuerzo agónico por preservar las cuotas de privilegio. Según Rigoberto Lanz, “las universidades del país no están hechas y pensadas para transformarse. Al contrario, ellas están hechas y pensadas para conservarse”.
Vistas así las cosas, parece que para replantearse el gran trabajo universitario, no basta con una simple expresión de voluntad. El reto está en poder reanimar creativamente la disposición dispersa en el conglomerado. Es opinión común, que la poderosa inercia sólo podrá ser combatida con la construcción de una fuerza intelectual, pero sobre todo ética, capaz de pensar la universidad que debe venir.
El recurso de las movilizaciones y los discursos asambleístico, como fórmulas de transformación, hicieron aguas en una comunidad silenciada por el peso de la burocratización y la pereza, y por la pugna constante de una dirigencia alentada por el protagonismo y el poder.
¿No se interpreta, acaso, de nuestra conducta, el efecto de no haber superado aún el individualismo anárquico del yo, que niega el nosotros?
Sólo en un mundo formado a la luz de ideas cuya resonancia supere al vulgar interés, se hará más fácil la escogencia de las normas que configuren la nueva conducta social. A eso ha de tender la Universidad. Su fin es juntar y modelar mujeres y hombres, más que producir profesionales. Su gran trabajo debe consistir en acercar a quienes acceden a ella a la comprensión de una auténtica dimensión de lo humano. Dar luces que orienten su derrotero en medio de la profunda oscuridad de un mundo arruinado por su propia inteligencia.