sábado, 14 de septiembre de 2024

Marianela Maldonado: "Me conmueve la belleza que la música trae a la vida de los niños"

Por Rafael Simón Hurtado / Fotografías de Marianela Maldonado de José Antonio Rosales. Fotogramas de la película Niños de Las Brisas


El documental Niños de Las Brisas, dirigido por Marianela Maldonado, fue escogido por los miembros de la Academia de Ciencias y Artes Cinematográficas de Venezuela para representar al país en la edición 39 de los galardones otorgados por la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España: los Premios Goya, como colofón a una larga lista de nominaciones y premiaciones en festivales alrededor del mundo. El film es un espejo en el que el país se ha mirado en los pequeños y sutiles niveles de los acontecimientos domésticos de tres familias que se engranan en la gigantografía del relato de un país entero. También retrata la ilusión y el deseo profundo de una juventud que quiere ser parte del mundo del arte, de sobreponerse a los obstáculos, luchar por aquello en lo que creen.





































"Los niños de Las Brisas ven en la música una manera de salir adelante"

En el transcurrir de los días, la imperceptible progresión de la cotidianidad parece extraviarse en la superficie épica de un relato mayor. Soportado en un doble eje, en el documental de Marianela Maldonado, Niños de Las Brisas, es posible distinguir el influjo diario de la música en el devenir de unas familias de escasos recursos económicos, y, al mismo tiempo, el de un país en el que los apremios de una extraordinaria crisis económica y política retratan también las distintas etapas de una experiencia humana límite.

Rodada a lo largo de diez años -de 2009 a 2019- con el mismo grupo de participantes, Niños de Las Brisas observa la continua evolución de sus protagonistas. Desde su primera infancia hasta los albores de la adolescencia, y una temprana adultez, con Dissandra, Edixon y Wuilly, el documental recrea el testimonio de su crecimiento y el despertar de sus conciencias en el seno de una realidad familiar y social cambiante, a veces auspiciosa, pero otras veces, dura, dolorosa.

Marianela todavía se refiere a ellos como sus niños, pues los vio crecer desde que decidió seguirlos, para filmar un documental que ha conmovido a Venezuela y al mundo.

La película narra la historia de tres niños que se inician en la música en el barrio Las Brisas, en Valencia, Venezuela, al sur de la ciudad, formando parte de la Orquesta Tejedores de Sueños, agrupación adscrita a la Fundación del Estado para el Sistema Nacional de las Orquestas Juveniles e Infantiles de Venezuela, fundada por José Antonio Abreu.

Cuando los conoció y comenzó a rodar, efectivamente, eran niños. Hoy en día son adultos, cada uno recorriendo un camino propio en la música o después de ella.

El largo recorrido de filmación no había considerado, como primera opción, la realización de un documental.

Al principio no era un documental, -dice Marianela. Yo estaba investigando para contar una historia. Venía de trabajar con música académica, pero en animación, ficción. En Inglaterra trabajé mucho en ficción como guionista. Empecé a investigar para escribir un proyecto, un guion. Quería hacer algo sobre el movimiento de la música en Venezuela, que era bastante importante en aquel momento, y también estaba muy interesada en mostrar algo de la realidad venezolana.

Buscando una historia para contar, -continúa Marianela-, primero estuve en Caracas, investigando en el Centro de Acción Social, y aunque me pareció muy lindo todo, ya había músicos establecidos. Fue cuando llegué a Tejedores de Sueños, en Las Brisas. Es una pequeña orquesta, un núcleo que se abre en un trabajo conjunto de la Universidad de Carabobo y el Sistema Nacional de las Orquestas Juveniles e Infantiles de Venezuela.

Sus integrantes son niños muy humildes que tienen contacto por primera vez con el mundo de las artes, y con una orquesta. La metodología del proceso educativo integral se centra en la ejecución instrumental, a través de la formación musical básica, práctica colectiva, talleres de fila, ensayos seccionales, clases individuales y prácticas orquestales y corales.

Me pareció muy conmovedor que estos niños estuvieran tan entusiasmados, y que, además, sus familias también lo estuvieran. Veían en la música una manera de salir adelante, una verdadera opción de vida. Los protagonistas de Niños de Las Brisas descubrían en la música un espejo de sus vidas, un camino para la realización y un refugio contra las dificultades. Edixon se imaginaba dirigiendo una orquesta, como Dudamel, y Wuilly soñaba con ser solista y tocar el Concierto de Mendelssohn. Ese fue el nacimiento del proyecto.

Marianela, cuando vio a los niños por primera vez pensó que lo descubierto era mejor para un documental, y no una ficción, su idea original. Lo que estaba ocurriendo frente a sus ojos transpiraba tanta belleza que, casi inmediatamente, comenzó a seguirlos.

Puedo decir que la primera semana que estuve en Las Brisas conocí a Dissandra y a Edixon. Así comenzó todo el proceso. A Wuilly lo conocí dos años después.

Dissandra fue la primera niña con la que hizo contacto en el núcleo. La describe como una niña luminosa, hermosa, llena de optimismo, quien, con sólo nueve años, sabía hablar muy bien.

Inmediatamente me invitó a su casa. Era una niña desenvuelta, que quería contar una historia. Quiso que conociera a su familia, a su mamá. En ese momento comprendí que tenía una puerta abierta.

También entrevistó a muchos otros niños, entre ellos a Edixon, quien le pareció un niño empático, curioso, auténtico. A lo largo de los años siguió, cámara en mano, a otros niños, y, además, a un par de profesores. Marianela estaba en esa búsqueda de la historia, en un proceso de paciente y largo aliento.

Hubo niños que al comienzo estuvieron muy comprometidos, pero en la medida en que fueron creciendo y llegaron a la adolescencia, ya no quisieron filmar. Me tuve que adaptar a eso. Eso sí, las filmaciones fueron hechas con mucho respeto, con mucha autenticidad. Sólo tomaba lo que ellos traían a la mesa.





































"Yo no tuve que inventar nada… lo que yo hice fue seguir a estos chicos. Son vidas humanas y las vidas humanas nos devuelven la verdad."


La realidad cambia el guion

Marianela Maldonado es egresada de la Universidad Católica Andrés Bello, en Comunicación Social. Desde su primer libro de narrativa publicado en 1991, La Felicidad es una pistola caliente, ha escrito y dirigido cortometrajes de ficción como The Look of Happiness (2002) y Breaking Out (2004), estrenados en el Festival de Cine de Cannes. En 2008, como guionista, coescribió Peter and the Wolf, cortometraje que obtuvo el premio Oscar al mejor corto animado.

Esa experiencia acumulada la puso en práctica en Niños de Las Brisas, mediante el género cinematográfico que se vale de un guion que la propia Marianela califica como un misterio.

Un misterio divino, como la Santísima Trinidad: existe y no existe. Un guion para documental tiene mucho que ver con la motivación del director o con la motivación del equipo que narra, y con las decisiones que se van tomando. Es verdad que uno va reescribiendo. Yo vengo de la escritura, de la narrativa. Vengo de ser una guionista de ficción que es muy diferente al guion documental. En el caso de Niños de Las Brisas hice un primer planteamiento. Estos son los niños que conocí, y, a manera de predicción, pensé en lo que podía pasar. Cuando vas escribiendo tienes una conexión especial con la gente, porque los has escuchado, y entonces te guía el deseo de las personas. Si esa persona quiere ser músico, yo lo voy a acompañar en ese viaje; si esa persona quiere irse del país, yo lo voy a seguir en ese trayecto. Tienes un punto de vista que es el deseo de los personajes. Y luego, por supuesto, el punto de vista del realizador. Sin embargo, un ejercicio muy hermoso en el documental es tratar de dar un paso atrás, ser observador, y dejar que sean ellos los que cuenten la historia. A veces estarás de acuerdo y a veces no, pero igual tienes que aprender a estar allí.

Cada paso que daba significaba una decisión de escritura. Marianela cuenta que tanto en Niños de Las Brisas como en Érase una vez en Venezuela, documental de 2020 en el que colaboró en la elaboración del guion, adquirió y reafirmó ese aprendizaje, que después incorporaría en otros de sus trabajos: Unmade Beds (2009), The Flying Machine (2013) y The Magic Piano (2011).

Tanto en Érase una vez en Venezuela como en Niños de Las Brisas adquirí ese aprendizaje. Lo conversé mucho con mi amiga Anabel Rodríguez Ríos, directora de Érase una vez en Venezuela. En estas experiencias aprendí en dónde situar la cámara, valiéndonos de la intuición, pero también de la comodidad. No tratar de buscar una belleza estética forzada. Cuando piensas en la búsqueda estética, que es característica de la ficción, te alejas de la verdad.

Otro aspecto importante de la película fue el proceso de edición. No hay metáforas ni adornos. Se exhibe la pura realidad.

El proceso de edición fue brutal”, -dice Marianela. “Las horas que contenía el material fílmico eran impensables. Se escogían las escenas que se consideraban más auténticas, las más bellas, sin pensar, en principio, en qué historia se estaba contando.

Al comienzo los chicos y sus familias le hablaban a la cámara, porque nosotros, mi esposo y yo, -Robin Todd, director de fotografía-, estábamos allí, Pero después ellos se dan cuenta de que la dinámica era que debían seguir en su vida. Cuando pasas muchas horas frente a una cámara, te olvidas de ella. Allí empezaron a surgir las cosas más interesantes.

Luego de seleccionar las escenas, que abarcaron siete horas, de un total de 500, se emprendió la edición. Esto no deja de ser asombroso. Después de conocer este dato, sorprende cómo sus realizadores fueron capaces de condensar en 1 hora y 22 minutos una historia poderosa, homogénea, compacta.

Nos tomó dos años editar la película. Estuve con Jessica Wenzelmann, mi coguionista, quien hizo un trabajo espectacular, mirando todo el material. El nivel narrativo fue muy difícil, pues se construyeron tres historias con muchos giros narrativos intimistas, que se entrelazan, pero cada uno con una relación con la música diferente. Luego están las historias que narra la comunidad, que se cuentan a través de las historias individuales. Es una película sobre tres niños y su relación con la música, el Sistema, y también es una película sobre el país.







































"Cuando haces un registro de vidas humanas, muestras una historia que tiene una complejidad. Es allí en donde nace la historia."


El documentalista como testigo

La película es un espejo en el que el país se ha mirado en los pequeños y sutiles niveles de los acontecimientos domésticos de tres familias, que se engranan en la mayúscula dimensión del relato de un país entero. “Una película que logra la rara proeza de combinar lo íntimo y lo panorámico”, de acuerdo a Phil Hoad, de The Guardian.

Una doble bisagra abre la puerta de un amplio marco temporal, sobre las coordenadas estilísticas de una dirección acicateada por el influjo de lo real. La cámara se mantiene a la altura de los ojos de los personajes; aunque buscando siempre la distancia justa desde donde filmar a sus iguales. En ese registro el guion cuajó, al cabo de diez años, un sensible retrato.

Es inevitable pensar en Boyhood, de Richard Linklater como referente de Niños de las Brisas. Marianela responde que cuando se exhibe la película del director de cine y guionista estadounidense, ella ya tenía ocho años filmando.

Yo no sabía que iba a estar filmando diez años. A mí me gusta mucho el cine narrativo, el documental narrativo, el seguimiento de vidas, ver hacia dónde van las personas. En donde no hay quien te explique la realidad, sino que son los personajes los que te van guiando por su realidad.

Yo pensé que iba estar unos 4 o 5 años. Mi intención era llevar a los chicos a una orquesta y ver cómo cambiaban sus vidas. Por supuesto, yo también estaba interesada en retratar la realidad venezolana, porque en ese contraste es donde está el conflicto. Cuando yo los conozco a ellos no todo es color de rosa. Para ir a un concierto tenían que montarse en 4 autobuses; llevar los instrumentos al barrio suponía un riesgo. Ese contraste era lo que yo quería explorar.

La realidad cambiaba el guion, y Marianela sugería adaptaciones o corregía los acentos. El film parece tener un propósito paradójico de convertir la realidad en drama, pero un drama signado por el azar.

Cuando haces un registro de vidas humanas, muestras una historia que tiene una complejidad. Es allí en donde nace la historia. Cuando comencé a contarla, lo que me conmovía era la belleza que la música traía a la vida de los niños. Yo quería mostrar eso. Pero no fue tan fácil.

El documental no está exento de controversias, pues parte del proceso de filmación coincidió con los años en que Venezuela -2016-2019-, se vio envuelta en una violenta crisis que golpeó de pobreza a la sociedad venezolana, lo cual repercutió en el Sistema.

El Sistema Nacional de las Orquestas Juveniles e Infantiles de Venezuela no es una isla. Vivimos momentos bastante difíciles, por lo que hubo eventos que se fueron entretejiendo. En ese período los chicos, -ahora jóvenes-, tuvieron que tomar decisiones difíciles. Dissandra se fue a Perú unos meses después de que cumplió 18 años. Y los otros también tuvieron que tomar decisiones muy fuertes. La música los acompañó, ayudándolos materialmente a sobrevivir, tanto a Wuilly que estuvo en la calle, tocando en Nueva York en las estaciones del metro, como a Dissandra, que se desempeñó como maestra de violín, a pesar de no tener papeles; y también a Edixon lo asistió espiritualmente. La música estuvo allí.






















Dissandra fue la primera niña con la que hizo contacto en el núcleo. La describe como una niña luminosa, hermosa, llena de optimismo.


Otro punto de vista, -dice Marianela-, es que El Sistema les prometió a los chicos algo que no pudo cumplir. Ninguno se convirtió en músico profesional. He allí la complejidad de la realidad. Yo creo que los logros de este material fílmico, que hemos hecho en equipo, bajo la producción de Luisa De La Ville, es, precisamente, que no muestra una sola cara de los hechos.

Marianela Maldonado no juzga negativamente al Sistema, por el contrario, afirma que es una iniciativa que le brinda una oportunidad a los niños del barrio Las Brisas.

Yo amo el trabajo que realizan los profesores del Sistema. Sé que muchos de ellos trabajan con la ilusión de enseñar. Lo hacen porque creen en ese ideal, porque saben que, yendo al salón de clases, hacen una diferencia. Esa gente está haciendo un trabajo maravilloso. Es más, muchos sufren todo lo que está pasando en el país.

“Pero también debemos reconocer que el Sistema es usado como propaganda política. Y allí está la complejidad, y sólo en la complejidad podemos aprender algo para reflexionar. Reflexionar no es comprobar lo que yo pienso, reflexionar es enfrentarnos a lo que golpea nuestra verdad, que hace que la redefinas.

Lo personal siempre es político”, dice Marianela. Y, según ella, “la historia íntima siempre cuenta la historia colectiva. Mientras mejor cuentas la historia individual, más te reflejas. Nuestras decisiones pasan por lo personal, pero también pasan por lo público. Todas las grandes decisiones que esos chicos tomaron tuvieron que ver con las circunstancias que estaban ocurriendo en Venezuela.





































La cámara se mantiene a la altura de los ojos de los personajes; aunque buscando siempre la distancia justa desde donde filmar a sus iguales.


El triunfo y el fracaso

A pesar de que en la película se respira un aire de pérdida, de extravío de la esperanza, sería incompleto, injusto, dejar de reconocer que el documental también retrata la ilusión y el deseo profundo de una juventud que quiere ser parte del mundo del arte, de sobreponerse a los obstáculos, luchar por aquello en lo que creen. Y si bien es cierto que hay miembros del sistema a quienes les tocó pasear por Venezuela y el mundo un proyecto malogrado, también lo es que hay integrantes, salidos de la misma experiencia, que han tenido éxito. La producción pudo haber retratado el surgimiento del próximo Gustavo Dudamel, pero finalmente registró la realidad, quizás, de miles que no lo consiguieron, y no por falta de empeño o habilidades.

Pero, ¿por qué no haber hecho un contrapunto entre estos dos extremos?

Porque esa fue la suerte de los chicos que yo seguí. Lo que yo deseaba para ellos era el éxito y los apoyé a todos, dice Marianela. "Profesores, como Sergio Celis, -formador de muchos violinistas venezolanos y desafortunadamente fallecido-, trabajaron incansablemente para lograr que niños de zonas populares de Venezuela tuvieran una oportunidad de superación en la música y no en la violencia. Esto ha sido parte del esfuerzo hecho por cientos de músicos para que Venezuela sea reconocida como uno de los núcleos musicales más importantes del mundo. Me hubiese encantado contar alguna de esas historias. En todo caso, yo traté de darles, a todos, un final esperanzador, porque la música está con ellos y los acompaña. ¿Qué hubiese sido de la vida de esos chicos sino hubiesen tenido la música?

¿Qué es triunfar, realmente?”, se pregunta Marianela. "En algunos de los países en donde ha estado la película, me han comentado que la mayoría de los cineastas siempre quieren contar la historia del uno por ciento que alcanza el objetivo que se ha propuesto, como el caso del director Gustavo Dudamel; pero la verdad, es que el otro noventa y nueve por ciento es la otra historia, a quienes la música los acompaña, los inspira; y, aunque luego decidan seguir otra profesión, la música seguirá estando allí, como parte de cada uno, haciéndoles seres humanos más profundos, proporcionándoles una manera distinta de ver el mundo. Eso también es un triunfo.






































Edixon le pareció a Marianela un niño empático, curioso, auténtico.


Son vidas humanas que devuelven la verdad

La película es una lección que se ofrece a través de distintas trayectorias. La que recibe el espectador cuando se refleja en el espejo de su propia realidad; la que adquiere quien, por no conocer lo realidad del país, despierta a su comprensión; la que alcanzan sus propios protagonistas, sus familias, que han soñado y crecido en un ambiente no siempre amable, y, por supuesto, la que obtienen quienes han participado en su realización, haciendo de esa lección parte de su bagaje cinematográfico y un alimento para su espíritu.

Ha sido un aprendizaje increíble, -dice Marianela-, desde el punto de vista personal y también como cineasta. Desde el punto de vista personal, aprendí sobre la determinación, sobre la resiliencia, sobre cómo seguir adelante. Muchas veces pensé que no iba a terminar el proyecto. Pero ellos me inspiraron, no sólo con el sueño de la música, sino también para sobrevivir en contra de todas las adversidades, convirtiendo la dificultad en una oportunidad.

Hubo días de muchos trances, aprietos y hasta peligros. Hubo días en que no tenían medicinas, o no había agua, o carecían del dinero suficiente para el transporte. Hubo días en que le fueron robado sus instrumentos.

Pero ahí seguíamos, dice Marianela. "Yo decía: si ellos siguen, yo también tengo que seguir adelante contando su historia.

De esas lecciones brotaron los afectos propios, que surgieron de pronto en el lente de la cámara que retrataba el amor que filmaba.

También aprendí de la relación entre los padres y los niños, porque me recordaron a mis abuelos, a mis propios padres. La abuela de Dissandra me recordaba mucho a mi abuela, con quien tuve una relación muy especial. En ese amor tan puro entre abuelos y nietos, entre padres e hijos, -que casi no tienen nada que no sea el amor y el apoyo-, aprendí del sacrificio de estar siempre allí, presentes en la vida de sus niños, como estuvieron mis abuelos, como estuvieron mis padres.

Después, como cineasta, crecí enormemente. Se puede ver en la cámara. En el medio de la filmación de Niños de Las Brisas hice varias películas, otros documentales, a los que aporté lo que iba aprendiendo. Me volví más intuitiva, más segura. Por ejemplo, el acompañamiento de la realización de las tareas cotidianas de los niños, se hizo con total naturalidad.

El documental de Marianela Maldonado comienza con unas palabras de José Antonio Abreu sobre la riqueza espiritual de la música, y termina con una dosis de realidad que le da en la cara al espectador. A pesar de todo, ¿crees en el valor pedagógico del sistema?

Absolutamente,” afirma. "Lo que no comparto es la situación del país, la crisis de la educación, la separación de la familia. Eso lo ves en el documental. Yo no tuve que inventar nada. Al entender el género, sabes que lo que yo hice fue seguir a estos chicos. Son vidas humanas y las vidas humanas nos devuelven la verdad. Por eso la gente que va a verla se siente tan cercana a la película, porque esta es también nuestra historia. Lo que yo hice fue registrarla.






















"También aprendí de la relación entre los padres y los niños, porque me recordaron a mis abuelos, a mis propios padres."


El mayor premio: el del espectador

El documental Niños de Las Brisas ha obtenido el reconocimiento mundial en festivales de Corea del Sur, Francia, Guyana Francesa, Brasil, Estados Unidos, Reino Unido, Irlanda, México, Letonia, República Dominicana, Bélgica y Venezuela. Ha acumulado a lo largo de su trayectoria, una suma de premios que reflejan no sólo su excelencia cinematográfica sino también su impacto social y cultural. Se incluyen en esta lista el Premio Sacem al Mejor Documental Musical del año en Francia otorgado por los músicos y compositores franceses, en 2022, el galardón al Mejor Director en el Fifac (The International Caribbean Amazon Documentary Film Festival) en Guyana Francesa, el mismo año; el premio como Mejor Documental en el Festival Reflets du cinéma ibérique et latino-américain en Lyon, Francia, en 2023; el Premio del Jurado y el Premio del Público en el Festival International du Film Documentaire de Martinique, en Martinica, en 2023. También en este mismo año el Social Change Award otorgó a Luisa De La Ville el premio como productora de Niños de Las Brisas al Mejor Documental (Premio ex aequo); y en Mérida recibió el galardón como Mejor Documental en el Festival de Cine venezolano en 2023.

El viernes 6 de septiembre de 2024, la Academia de Ciencias y Artes Cinematográficas de Venezuela hizo el anuncio que el documental Niños de Las Brisas, de la cineasta Marianela Maldonado, representará a Venezuela en la edición número 39 de los Premios Goya, que se entregarán en febrero de 2025. La Comisión electoral que tomó la decisión estuvo integrada por Solveig Hoogesteijn, Abraham Pulido, Javier Vidal, Carlos Malavé, Simón Carabaño, Henry Páez y Caupolicán Ovalles.

Pero no sólo ha sido motivo del reconocimiento oficial en festivales internacionales. También ha conseguido, en Venezuela y el mundo, uno de los mayores premios: el del espectador.

La película ha sido un éxito en el mundo, afirma Marianela. "La gente que la va a ver, la ama. Hay personas que me han dicho que no podían entender lo que estaba pasando en Venezuela, hasta que vieron la película. No era mi intención hacer una cosa así. Yo quería contar una historia humana. Ahora los públicos de otros países comprenden por qué los venezolanos han abandonado el país caminando; por qué la migración.





































Wuilly soñaba con ser solista y tocar el Concierto de Mendelssohn.


Marianela cuenta que una venezolana con ocho años en Londres, trataba de explicarle a su novio británico lo que pasaba en Venezuela, y cuando lo llevó a ver la película le dijo: “Ahora entiendo.

Pero la comprensión ha venido del propio Sistema. Miembros de la organización le han escrito o le han llamado para mostrarle su solidaridad, incluso gente de la directiva, como el Maestro Alfredo Rugeles Asuaje, director artístico de la Orquesta Sinfónica Simón Bolívar, quien recomendó ver la película.

Otra forma de reconocimiento a su propuesta la obtuvo del cineasta Carlos Aspúrua, director del Centro Nacional Autónomo de Cinematografía (CNAC).

Gracias a la exposición de la película durante dos años, los realizadores de Niños de Las Brisas lograron recaudar algunos fondos que permitieron apoyar a Wully en su proceso migratorio y a Dissandra en sus estudios. Eso les ayudó a fortalecerse. Edixon, quien temporalmente no volvió a la música, decidió ingresar en una escuela de cocina; Dissandra está tratando de volver a la música, está en el conservatorio, asiste a la Universidad; Wully está en los Ángeles, toca en una orquesta. Ellos han estado muy atentos a los efectos de la película. Han ido muchas veces a verla, han llevado a sus familiares, a sus amigos, quienes se han mostrado encantados con la película.

Creo que, para ellos, dice Marianela, ha sido un viaje hermoso, en medio de las dificultades. Yo creo que el acompañamiento que surgió durante la filmación, mi preocupación por ellos, los ayudó en el viaje. Fue como si hubiesen tenido una madrina, un padrino. Creo que eso fue un gran apoyo. Han crecido, han madurado y han aprendido a reflexionar, a través de nuestras conversaciones, cuando yo les preguntaba cómo sentían, hacia dónde querían ir. Escucharse, elaborar sus pensamientos, tratar de entender qué les estaba pasando o a qué conclusión podían llegar luego de sus experiencias.

La película se puede ver como una historia humana e íntima, pero también es cierto, reconoce Marianela, que para los venezolanos es imposible no hacer una lectura política.

lunes, 8 de julio de 2024

Julio vino ayer (Cuento)

Entre la vida y la muerte, en un limbo; Julio Cortázar llega de visita desde el más allá. El cuento de Rafael Simón Hurtado recrea, mediante la virtualidad de la palabra, a dos fantasmas que, sin haberlo pretendido, se encuentran y conversan sobre la vida. Fotografías de Chema Madoz.

Julio vino a visitarme. Al entrar al apartamento, lo primero que hizo fue reconvenirme sin disgusto que el reloj de pared estuviese en tiempo. Me lo reprochó, según me dijo, porque tener la hora exacta, era una forma de atarse a una obsesión.

“Es como seguir teniendo la misma mujer, o usar los mismos zapatos. Es problema tuyo, pero yo cumplo con decírtelo. La tarea esencial de un hombre es “ablandar el ladrillo todos los días”.

Después de los reproches cariñosos y de los saludos de rigor, lo invité a tomarnos un café con leche y chocolate, sentados en los muebles de la sala desde donde podíamos ver unas montañas ceñidas por una neblina de espuma suave y liviana como la del mocaccino que bebíamos. Julio quedó sentado frente a mí, y sin mirarme siquiera, encendió un cigarrillo, al que dio, con parsimoniosa suavidad, una calada profunda. Con la otra mano levantó de una mesita de centro la lengua de la cucharita para revolver el azúcar que había puesto en abundancia en la taza de café.

Nuestra conversación fue fraternal, repleta de nimiedades, de menudencias, pero también de revelaciones; eso sí, sin rispideces ni pudores, que sirvieron para alimentar nuestro encuentro urgente.

“Me gusta la música y la literatura cuando me levanto, cuando viajo, cuando camino, cuando corro, cuando pienso”; fue lo primero que me dijo.

Mientras tomaba un sorbo de la espuma perfecta que rebosaba la taza, me contó, por ejemplo, que había vuelto a su andar por las calles de Buenos Aires y París; y en ese deambular sin rumbo por puentes, teatros, museos y catedrales, la literatura detuvo el tiempo en otras realidades.

Me contó que una de esas noches en que esperaba absolutamente solo el subte en la estación de Pacífico, en el barrio de Palermo, de un quiosco de periódicos y revistas, como si de seres extraordinarios se tratara, salieron dos hombres vestidos con unos guardapolvos grises, quienes, asombrados al verlo, con un cierto aire de misterio, salieron a su encuentro.

Uno de ellos, el más viejo, con una especie de devoción y ternura, y hasta con un dejo de pudor, le dijo estrechándole la mano: “Señor Cortázar, yo vendo sus libros”. El otro, más joven, sin recato ninguno, como si la confesión no hubiese sido suficiente, se apresuró a decirle: “No sólo los vende, señor Cortázar, también me los lee”.

Nos reímos, pues si bien la anécdota guardaba la experiencia de un contacto lleno de jovialidad y agudeza, el relato dejaba entrever, además del sentimiento de asombro y fascinación, la marca de una historia de aparecidos.

“Fue un lector inesperado, que, surgido en medio de la noche como un fantasma, me hizo ver cómo el contacto con mis libros puede hacernos pasar de un mundo a otro en materializaciones espirituales luminosas”.

Entramos a mi biblioteca, y luego de coger de la estantería algún ejemplar al azar, me hizo notar como otros autores hicieron en su sensibilidad literaria un efecto semejante.

“El Amadís de Gaula, por ejemplo, reivindicó en mí, con credenciales heroicas y sublimadas, las fuerzas humanas apoyadas por un individuo con armadura; con la lectura del Ulises, de Joyce, supe que era posible convertir la prosaica y vulgar epopeya del hombre común en una obra trascendente; cuando leí Justine o los infortunios de la Virtud, del Marqués de Sade, vislumbré las infinitas posibilidades de un espíritu auténticamente libre, y con La vuelta al mundo en ochenta días, de mi admirado Julio Verne, pude comprobar cómo se podía modificar el orden de lo anodino y calmo de lo real, en una develación de asombro sostenida en el abismo de la cotidianidad. Es más, traducir los cuentos de Edgar Allan Poe, palabra por palabra, forjó en mi propia escritura no sólo la pasión por el cuento como género literario, sino también un gusto excepcional por los sucesos irracionales y la irrupción de lo sobrenatural, en medio de lo cotidiano”.

Un librito artesanal con poemitas míos que yo había confeccionado con cartón y papel de estraza, escondido entre otros libros, llamó su atención. Sonrió con especial deferencia, pues, según me dijo, le hizo recordar algunos ejemplares que él había atesorado en su biblioteca como pequeñas joyas literarias y libros de curiosidad formal.

“Como tu librito, yo atesoro libros-objeto que convocaron mi imaginación de lector. Te hablo de los Discos visuales de Octavio Paz; de los ejemplares pentagonales de Pierre Bonard y Alfred Jarry; del libro impreso en cartón reciclado de Ernesto Sábato, y un compendio troquelado de Raymond Queneau, cuyos sonetos pueden ser leídos combinando cada verso, en un juego literario que reproduce hasta cien mil millones de nuevos poemas”.



Oírlo hablar, perdiéndose en aquellos recuentos, me llevaron a admirarlo en su pasión y espiritualidad; en su amor al arte y a la música, siempre dejando abierta de par en par la puerta de una desparramada imaginación.

“Fuimos inoculados con el veneno de la vida cotidiana, y mi táctica de subversión, querido amigo, -mi antídoto-, fue llevarle la contraria al mundo a través de la literatura”.

Yo le revelé que a mí me ocurría otro tanto; que a veces me exasperaba no tener acceso a una vida extraordinaria, excepcional; que había comprendido, como él, que la única forma de sacudir lo cotidiano era con las palabras, enfrentando la banalidad de los días, -su ruido de fondo-, escribiendo todo de nuevo, interrogando con saña aquellas cosas que habían dejado de sorprenderme.

Se le iluminaron los ojos. “Exacto, -me dijo-. Todo esto no es más que la necesidad de tomar a la vida cotidiana y estrellarla con rebeldía contra los objetos moldeados por el sentido común y la normalidad. No basta con respirar, caminar, abrir las puertas, bajar o subir las escaleras, sentarnos a la mesa para comer, acostarnos en la cama para dormir o hacer el amor. Para vivir, -o sobrevivir, si preferís-, debemos estar atentos a aquellos sucesos reales o fingidos que posean el atributo secreto de irradiar algo más de sí mismos. Un banal episodio doméstico debe ser capaz de convertirse en el riguroso epítome de un evento trascendente de nuestra condición humana”.

“¿Como en la impostura de lo narrado en Conducta en los velorios o en la historia sorprendente de los espejos en la Isla de Pascua?”, le interrogué.

“El espejo es un cronopio, irreverente, imprevisible, poético”, me respondió, arrastrando las “erres” como el ciudadano francés que había devorado al escritor argentino.

Otro trago leve de café y una calada al cigarrillo lo remontaron a un pasado remoto.

“Por ejemplo, de niño, mi infancia fue cernida por la fantasía. Con una hipocondría que no era más que una excusa para inventarle ficciones a la realidad, encontraba enfermedades en donde no las había. Un día, una ligera molestia en la garganta se convirtió en la obsesión de unos pelos que crecían sin razón y me obligaban a toser y a hacer arcadas para vomitar, por temor, -según pensaba entonces-, de que alguna de aquellas delgadas serpientes pudiera llevarme a la muerte”.

“Sin poder racionalizarlo en mi ignorancia de niño, me di cuenta oscuramente de que mi noción de lo fantástico no tenía nada que ver con la noción, por ejemplo, de mi hermana o de mi madre. Descubrí que yo me movía con naturalidad en el territorio de lo fantástico sin distinguirlo demasiado de lo real”.
“De eso a la ficción puesta en tus libros sólo hubo un paso”, le dije.

“Efectivamente. Mis libros se convirtieron en el instrumento para entrecruzar de lo cotidiano a lo fantástico. Incluso hasta en el amor…”.

Se quedó mirando un largo rato por la ventana. Inhaló a través del humo del tabaco el aire bohemio del apartamento, y mientras escuchaba el solo de Charlie Parker clamando en su saxo, casi murmurando me dijo: “El amor, che, es un rayo que me partió los huesos, dejándome estaqueado en la mitad de la calle”.



Entonces sacó de su portafolio cuatro fotografías. Las imágenes aparecidas oportunamente me hicieron pensar en que aquél encuentro con Julio había sido programado por una voluntad ajena a nosotros.

“Esta es una foto con Aurora Bernárdez, en la que parezco un muñeco grande de ventrílocuo, con un rostro congelado de niño. En esta otra estoy con Ugné Karvelis, en la que ambos posamos, sabiéndonos observados y admirados, para una página de revista de sociales. En ésta, estamos Carol Dunlop y yo, retratándonos en vísperas de la muerte; y esta última es una foto inédita, de ficción, en la que se eternizó a La Maga, -ya sabés-, la de Rayuela. Estos fueron algunos de mis amores, ideales inalcanzables, etéreos; espejos en los que me vi la cara”.

Del café pasamos a una copa de vino. Comimos higos y quesos. Y evocamos, así como su capacidad para sobrevivir al aburrimiento y a los lugares comunes, también las coincidencias humanas que él y yo compartimos.

“¿Y la muerte, Julio?”.

“Tengo la impresión de que soy inmortal. Sé que no lo soy, pero la idea de la muerte no me molesta y tampoco le tengo miedo. Recuerdo cuando Carol me consiguió desmayado en un charco de sangre en una de las habitaciones de la casa. No pude sospechar que aquella linda muchacha, a la que me había entregado con toda la ternura de la que fui capaz, moriría antes que yo, como si hubiese tenido que adelantarse a pagar una deuda impostergable con la naturaleza. Yo también la pagué después, como tendrás que hacerlo vos”.

Fue entonces cuando nos dimos cuenta de que su visita había sido un acto inesperado, y, por lo tanto, sorprendente, pues Julio y yo nunca nos habíamos conocido. Llegado a este punto, una dosis de pasmo y perplejidad nos hizo bajar la mirada casi con vergüenza y disimulo, pues experimentamos la impresión de quien ve de pronto en la calle a alguien a quien se había acostumbrado a pensar muerto y enterrado.

En ese justo instante, sin comprender cómo había ocurrido el prodigio, de que dos perfectos extraños se encontraran como viejos amigos capaces de ir de lo sublime a lo prosaico, la plática fue perdiéndose en la invisibilidad.

Julio encendió otro cigarrillo por enésima vez, aspirándolo con fuerza, hasta dejarnos fundidos como dos siluetas recónditas en el velo espeso y triste de un banco de niebla.


Fotografías de Chema Madoz, excepto la de Julio Cortázar
José María Rodríguez Madoz (Madrid, 20 de enero de 1958), es un fotógrafo español, Premio Nacional de Fotografía en el año 2000. Ese mismo año la Bienal de Houston Fotofest le reconoció como «Autor destacado». Su obra sobrepasa las fronteras españolas llegando no solo a la ciudad norteamericana, sino también hasta el Château d’Eau de Toulouse (Francia). Recibió el premio Higashikawa en Japón.

miércoles, 15 de mayo de 2024

Yuri Valecillo y el teatro de la calle

Rafael Simón Hurtado

Mendigos acostados en las aceras.

¿Qué es lo que retrata Yuri Valecillo? Si afirmara que en la fotografía de Yuri Valecillo se halla en la base de una sensibilidad social y teatral, quizás no dijera nada nuevo. El escritor Carlos Yusti, en Prontuario urbano, introduce una muestra fotográfica del Maestro Valecillo, calificando a la ciudad “como un gran tinglado teatral en el cual se escenifica a diario un drama, una comedia”.
Me corresponde ratificar esta afirmación, pero me gustaría agregar que las fotografías de Yuri Valecillo son depositarias de una estética que tiende puentes entre la representación de la realidad y una experiencia de lo irreal.
A través de lo que hemos llamado sentido teatral, -a veces con énfasis melodramático o en tono de humor-, se muestra la crónica de una ciudad que, desesperanzada por la injusticia, desalentada por la miseria, o, por el contrario, animada de lucha por la supervivencia, se nos aparece en toda su extrañeza, pero con la capacidad de revivir un espacio que queda justo entre lo verdadero y lo imaginario.

Vendedoras ambulantes lucen pulseras.

Los encuadres crean, mediante una prodigiosa sensación de verdad, fragmentos cuyo sentido sólo pueden desprenderse gracias a los hechos con los que nuestra mente es capaz de establecer relaciones. Aunque las imágenes nos resultan familiares, pareciera que las estuviésemos descubriendo por primera vez con todos sus mecanismos, con un repertorio cuya rara virtud es capacitar al espectador para traspasar los umbrales de la realidad.

Así, aparecen en escena mendigos acostados en las aceras que disienten de la ostentación de las vidrieras; vendedoras ambulantes que lucen pulseras y brazaletes en brazos artificiales; o pasos que dejan tras de sí las huellas de 43 desaparecidos trasmutados en rastros de leopardos.

Pasos que dejan tras de sí las huellas de 43 desaparecidos.

Es como si la vida cobrara sentido en la vocación original de una fotografía que rescata el momento mágico en el que los espectadores se sorprenden al ver la imagen. Las escenas reúnen una particular densidad de decorado y de seres humanos, en las que se describen las acciones sin disociarla de su contexto material y sin disimular la singularidad humana de la que están hechas. Sus historias, que versan sobre lo habitual, lo cotidiano, lo rutinario, son cargadas intencionadamente de una mirada insólita y extravagante.

Obreros montados sobre andamios recrean funambulistas.

Vemos cómo obreros montados sobre andamios recrean funambulistas que hacen maromas ante una audiencia urbana; cómo la cotidiana imagen de una madre que pasea a su hija en un cochecito, es sorprendida por la taza de un retrete en donde se evacúan, quizás, los desperdicios de la ciudad; y desconcierta el atavío militar de una mujer que ostenta, como parte de su indumentaria, una pala y un saco de cráneos humanos.

Una madre que pasea a su hija en un cochecito.

Hay un compromiso por mostrar el sufrimiento, pero también la fiesta de sus coetáneos, concediéndole a todo el que pasa a su lado un lugar de privilegio en su fotografía.

Y en esa muestra de propósito personal, se pone en evidencia el carácter itinerante del fotógrafo que acompaña el constante desplazamiento de sus personajes, recorriendo con ellos las mismas calles, registrando los mismos ambientes e interesándose, con sinceridad, por sus asuntos privados, como un peregrino más.

Desconcierta el atavío militar de una mujer.

Todo pasa por el tamiz de la sensibilidad propia de la poesía. Con ella les ofrece a los hombres y mujeres congelados en sus imágenes, que poco o nada pueden hacer frente a los males y las injusticias que les acechan, una oportunidad para la redención. El fin último del Maestro Valecillo, -creo-, es poner el mayor esfuerzo en encontrar, a través de la imagen, una ilusión, una esperanza, una luz que alumbre el panorama sombrío de la ciudad.

Yuri Valecillo.
(El Palotal, Valencia. Venezuela 1961).
Estudios de fotografía en Venezuela, Francia y México. Sus fotos se han publicado en más de 30 medios de Europa y América Latina; cuenta con 41 exposiciones individuales de fotografía y más de 50 portadas de revistas y libros, colaborador incesante en medios de Venezuela y América Latina, habla y lee francés, expositor de la Cátedra de Fotografía para la Revista Generación (México). Ha impartido cursos y talleres de fotografía en la Universidad de Carabobo (Venezuela). Coordinador de Fotografía de la Revista Rino (México), Colaborador de la Revista El Cotidiano (UAM), Cofundador de la Revista Generación, cuenta con varios escritos publicados. Ha participado en revistas venezolanas como Fauna Urbana, Arte Literal, Fauna Nocturna. Parte de su trabajo fotográfico se ha recopilado en varios libros en papel y en dos libros digitales: La realidad confrontada. Itinerario fotográfico de Yuri Valecillo y Prontuario urbano. Le huye a los premios y condecoraciones de pueblos, caseríos y ciudades. Y se viene declarando anarquista desde hace algunos años, lector asiduo de Bakunin y del género literario de Novela Negra.

miércoles, 24 de enero de 2024

Consanguíneos (Cuento)

Una vuelta de tuerca ofrece el cuento de Rafael Simón Hurtado, Consanguíneos, sobre una familia que dibuja sus vidas en los ritos y costumbres de una mitología que evoca un espanto ancestral. Ocultos, detrás de la apariencia de una familia normal, convocan a sus vecinos a una fiesta, en la que festejan la eternidad de sus existencias, consumiendo el bocado de su inocencia. Fotos de Diane Arbus.


“Mas Lady Vanda no era para él una mera víctima destinada a una serie de colaciones. La belleza irrumpía de su figura ausente, batallando, en el justo medio del espacio que separaba ambos cuerpos, con el hambre.El hijo del vampiro. Julio Cortázar.


I

Mi familia, puede afirmarse, finge ser normal, actúa como una parentela correcta, ordinaria, común. Se muestra en las relaciones cotidianas como un grupo cordial, afectuoso, amable, pero esto es un espejismo. En realidad, no hay en ella nada inmaculado. Podría decirse, más bien, que aprendió a no colmar la neurosis de sus defectos con excesivos aspavientos. No hay en mi familia nada de virtuoso. Nos amamos, pero no somos honorables; y aunque nuestras acciones a veces no son absolutamente indignas, bastaría con revisar el itinerario cotidiano de nuestras vidas para darnos cuenta de que las emociones que nos embargan giran alrededor de una fe en la sangre.

Mirar detenidamente el retrato colgado en la pared de la sala, de ese último día de fiesta en el que escogimos a la destinataria de los placeres y vicios nuestros, puede ayudarnos a entender, en las sutilezas de las facciones, el carácter propio de seres desencarnados. La foto recoge una escena familiar tomada en el amplio patio interior de la casa, alrededor de una larga mesa, en donde reposan los restos de una comida nocturna después de la celebración. En los platos aún pueden verse algunos residuos del menú. Están iluminados por la luz que desde la parte superior del cuadro desprende la imagen de una luna argenta, que también embarra con su lámpara los cuerpos y los rostros de cada uno de los integrantes de la foto como miembros que reflejan los zanjantes contrastes de un clan de amores taciturnos, la blancura mortecina de quien vive de noche.

Sobre un mantel de lino blanco bien planchado, brillan copas, platos y cubiertos. El menú, heterogéneo, es un alarde de poder que complace todos los gustos. Conversamos, comemos y libamos animadamente de la mesa larga y abundante que acomodamos para todos los invitados.

La fotografía, que capta el episodio que relato ahora, recoge a los miembros de la familia de manera prodigiosa, pues es la única imagen en toda nuestra historia familiar en la que al fin podemos vernos reflejados. A la abuela Oana, en el centro de la foto, le brillan los ojos como dos esmeraldas a punto de soltar una imprecación entre el follaje sedoso de sus cabellos grises. Un mínimo gesto delata una cierta aprensión a ser retratada, pues en un intento de levantar la mano izquierda como para defenderse de la luz poderosa del flash, se congela en un brusco movimiento. A mi padre Viago, le columpia en la cara una media sonrisa con la que desconcierta la curiosidad de los incrédulos. Parece seguro, arrogante, entonando con un gesto profundo una palabra de confirmación. En su abrigo negro, de corte elegante, se distinguen los extensos pliegues de la capa y una corbata de seda negra que anuda su cuello. El resplandor de la cara lo enmarca la caída suave de un abundante pelo negro engominado hacia atrás por encima de las orejas, en el que unos breves rizos entrecanos apenas tocan los bordes de la almidonada camisa blanca.

A mi madre, Ileana, de pie a su lado, la exalta la imperturbabilidad de las almas vaciadas en el molde de las mujeres antiguas. Y aunque parece haber sido rescatada de un museo de cera, exhibe el gesto de quien se siente satisfecha de sus funciones de madre y esposa. Ella asume su papel de control de las decisiones con serena autoridad, y se muestra afanosa de poner orden en el caos doméstico, reivindicando la disciplina como el lado metódico del amor. “Con el conformismo mudo de los ciegos y el triste desaliento de los condenados”, dice.



En mis dos hermanos gemelos, Vladislav y Raluca, - menores que yo, y tan idénticos que ellos mismos se confunden-, se marca la pena de los ahogados recientes. Sin embargo, en su mirada sobresale un brillo explosivo y gesticulante. Y en el rostro de mis tías, Anca y Viorica, hermanas de mi madre, se avista la mueca imprudente de una inusual determinación. Tal vez son las más tórridas en sus gestos, aunque en sus atuendos se impone la viva expresión del amor decepcionado. Quizás, la figura menos interesante sea la mía. Sentado en una esquina de la fotografía, mis pies no tocan el suelo, pues mi pierna derecha, aburrida sobre el travesaño de la silla, sostiene el fastidio de un brazo que a su vez soporta el tedio de mi quijada.

En la excepcional fotografía se puede distinguir, en el júbilo de la celebración de nuestras figuras, la de ella. Una niña de piel blanca, que exhibe un rostro exánime, como si estuviera esculpido en un hueso blanco; un rostro exangüe, en cuya imagen chorrea el semen de la leyenda; una presencia que espera ser profanada con la mordedura y el desangramiento, mediante la persuasión de quien entrega el cuerpo de la castidad con obediencia y sumisión.




II

Creo que en el fondo no estábamos conscientes de nuestra condición. A pesar de que nuestra cotidianidad siempre había sido habitada por el miedo a las estacas clavadas en el corazón, el bostezo en los ataúdes hechos camastros, y el asco a las ristras de ajos, nunca nos habíamos percibido como seres anormales. Los mordiscos y la sangre, por ejemplo, eran asuntos menores, y la intolerancia a la luz del día, se había atenuado gracias a los avances de la ciencia recetados por el Dr. Petru.

Es cierto que la inmortalidad nos abrumaba, pues nos obligaba a indagar nuevas posibilidades a nuestra existencia, buscando casi con desesperación descubrir otras formas de vida; pero lo que realmente nos llenaba de inquietud era nuestra ausencia de reflejo en los espejos, -y en las fotografías-, con la que la naturaleza, según decía la abuela Oana, había remarcado una de nuestras primordiales virtudes: la humildad.

La imposibilidad de reflejarnos, nos impedía aprender de los errores, en razón de que no contábamos con las ventajas de la duplicación ilusoria de la realidad. De allí que quizás era ésta la naturaleza que más nos embargaba. Y para justificarla, la abuela nos había explicado que el destello de los espejos, en realidad, era una expresión de la jactancia, que, al proyectar nuestras imágenes, no hacía otra cosa que irradiar el aire del que estábamos hechos, pero, con vanidad. Por lo tanto, al no haber sido facultados para mirarnos en sus lunas, -así decía ella-, no podíamos ver nuestra propia naturaleza, lo que fungía como muro de defensa contra el pecado del orgullo. “Era de majaderos ufanarse de las facciones propias”, decía la abuela.




III

La noche de la fiesta abrimos la casa para recibir a los visitantes. En el patio, descubierto a las tinieblas, abundaban plantas y flores, tan cuantiosas y exuberantes que las había en el piso y en las paredes, creando un entorno que evocaba al jardín idílico en donde anidaba un hervidero de pájaros nocturnos. Para nosotros ese ámbito era necesario, pues fungía como una trampa que atraía a los vecinos al mecanismo que habíamos perfeccionado durante trescientos años. A través del ojo de un microscopio, escrutábamos los cuerpos, las gotas de sangre por donde circulaba la respiración tranquila o apresurada, el pánico o la alegría de las vidas cotidianas; y entre el barullo de las ropas, detectábamos en el rostro de las mujeres, el encarnado de sus glóbulos rojos en los labios. En la faz de los hombres, mirábamos con asco las gotas de sudor de sus organismos angustiados; y tras largas horas de observación, podíamos descubrir en aquellas vigilancias, caras que asemejaban retratos de almas torturadas, talantes cargados de impulsiva vida, e, incluso, hasta las células malignas que podían minar algunos cuerpos con sus vergüenzas de enfermo. Teníamos la facultad de ampliar a más del doble las imágenes que entraban por nuestra mirada, para proyectar en la avidez de nuestras retinas, semblantes perfectos o cuasi monstruosos, que descubrían con detalle, por ejemplo, el virus del menoscabo inmunológico inoculado en la médula ósea, como prueba reveladora del inevitable fin.

Por eso elegimos a Carol, la adolescente que también aparece en la foto. Esperando que todo lo que había dado significado a sus escasos quine años de vida, fuese consumido. Apenas se podía sentir su respiración, servida sobre la mesa como un manjar más. La familia acechaba su belleza enfermiza, su notoria palidez, su linfática blancura. Era la muchacha que yo había elegido, de la que me había enamorado, y que ahora yacía, hecha un ovillo, desnuda, untada con una espesa capa de miel; tumbada, divinamente inmóvil, con los ojos muy abiertos, observando cómo la oscuridad se espesaba y congelaba, mientras yo me dejaba llevar por el placer físico del amor con muda voracidad.