viernes, 24 de noviembre de 2023
Mefisto (cuento)
La revista Cárcava, publicación electrónica venezolana realizada en Ciudad Guayana, estado Bolívar, para recordar la figura del escritor venezolano José Rafael Pocaterra, -y en particular para celebrar el centenario de su libro Cuentos Grotescos-, convocó a un grupo de escritores para que, desde sus estilos y obsesiones particulares, reescribieran un cuento del valenciano universal. Al conjunto de nueve relatos publicados, los editores de la revista, lo denominaron Nuevos Cuentos Grotescos.
Mefistófeles fue el cuento recreado por Rafael Simón Hurtado para esta edición.
“Ustedes los que escriben tienen esa funesta habilidad:
hieren donde les place sin que más nadie se entere”.
Mefistófeles. Cuentos grotescos.
José Rafael Pocaterra.
Júpiter y Tetis, 1811. Jean Auguste Dominique Ingres.
I
“Me malogró la vida, amigo, ya no hay nada qué hacer”, me dijo.
Y por más que intenté convencerlo de que tenía que sobreponerse al escándalo, Alberto Postigo, insistió en que no había salida, que su vida había llegado al final.
En un enigmático diálogo público, a través de twitter, el escritor aceptaba los reclamos de una mujer que lo acusaba de haber abusado de ella aprovechándose de una relación de poder. El intercambio entre Alberto Postigo y una joven que decía llamarse “Rita”, ponía al descubierto un encuentro prohibido entre el escritor de treinta y cinco años y la joven que decía tener quince, cuando ocurrieron los hechos. Postigo admitía el deseo que le provocó la adolescente, su ansia confusa de comérsela entera.
En tuites, con interminables hilos, la mujer tejió un detallado expediente en el que acusó a Postigo de haberla violado. La muchacha relató que se consumaron encuentros sexuales, cuyos recuerdos, cinco años después, aún la perturban. Según ella, el autor de la famosa novela Escritos bajo la piel, comenzó a seducirla, al principio, pidiéndole mensajes eróticos, como ejercicios poéticos; luego, desnudos; después, videos cortos, prometiéndole a cambio oportunidades de figuración en los medios que la convertirían en una célebre escritora. Si complacía sus peticiones, le ofrecía publicar sus poemas, sus crónicas, sus narraciones en la revista digital del que era director.
Fauno y Ninfa, 1868. Pál Szinyei Merse.
II
Su nombre verdadero no era Alberto Postigo, sino Luis Ermita. En la tarjeta de graduación de bachiller, aparecía su nombre legal: Luis Eduardo Ermita. Alberto Postigo, pues, era un heterónimo, todo un juego de escapismo que había ideado para evitar una vida llena de inseguridades. Con la decisión de cambiar su nombre, no sólo se atribuyó una nueva personalidad, sino un nuevo carácter, una diferente biografía que le proporcionaron, en cuanto al escritor que quería ser entonces, una nueva emotividad. No era una máscara literaria, sino una proyección de lo que él consideraba su “genio creador”.
Con ello dejaba tras de sí una historia llena de vergüenzas. Una amiga de su infancia me dijo que de adolescente le decían “Ermitaño”, parodiando su apellido real, y su condición de lector irredento, que sufría de las lecturas por una miopía acuciante y una fotofobia que lo encandilaba. El oftalmólogo le decretó como obligatorio el uso de lentes, con lo que impuso a sus ojos, -y, a través de ellos, a su conciencia-, la convicción de que lo que veía era lo verdadero, así fuese inapropiado, sin darse cuenta de que en ese cambio ficticio dejaba ver con claridad lo que realmente sentía.
Cuando salió del consultorio, con la fórmula que catalogaba su ceguera, Luis Ermita supo que de ahora en adelante sería el blanco de la burla de los compañeros de clase. A través de sus anteojos nuevos, oscuros y como fondos de botella, -que lo hacían parecer un enano obeso con antiparras de soldador-, vio venir en actitud amenazadora al grupo que esparcía el acoso en las puertas del instituto. Las burlas le hicieron saber que, tras haber sido juzgado y condenado por ser él, debía cambiar de identidad.
Eco y Narciso, 1903. John William Waterhouse.
III
Al ingresar a la Universidad, decidió transformar su vida. Optó por convertir toda aquella humillación y despecho, en ira, arrebato y soberbia. Pero, eso sí, cerniendo estos sentimientos a través del poder de la escritura, la que había descubierto en sus días de confinamiento de lector adolescente.
“Para levantar la Biblioteca de Alejandría hicieron falta personas normales y corrientes, trasformadas en héroes a través del conocimiento”, me dijo una vez.
Las humillaciones vividas en su mocedad, desaparecieron en las redes sociales. Periódicamente, subía fotografías con mudanzas en su apariencia. Bajó de peso, y después de cada kilo perdido, desnudaba su torso para mostrar los avances de su mutación. Alteró su forma de vestir, dejó que su cabello creciera hasta los hombros en rizos exóticos y grasientos; y aquellos lentes, con forma de lágrimas, con los que el oftalmólogo había decretado su vulnerabilidad, se convirtieron en cristales fotocromáticos que ocultaron su mirada, no sólo de la luz, sino del escrutinio impertinente de quienes siempre percibieron en él, a un muchacho débil que le costaba ver directamente a los ojos de su interlocutor.
A su nueva apariencia, -pantalón fuerte apretado al muslo, mocasines de gamuza y franela de algodón-, se agregó su pasión por la literatura. La lectura extenuante de libros de poesía, ensayos y novelas, como una tela de frío que lo arropaba, tejieron una trama que delataba la atmósfera infernal que lo poseía.
“La lectura, -decía-, no te hace una buena persona. Puede, por el contrario, llevarte al fondo de tus miserias. Los peligrosos, amigo, no son los libros, sino los lectores”.
Tenía una fascinación por Goethe y el Fausto. Y yo creo que acabó pareciéndose al personaje, en su soberbia, en su egoísmo y en su angustia existencial. Casi como una premonición, aquellas lecturas prefiguraron el heterónimo en el que se convirtió.
No lo sé, pero, quizás, su fobia al sol era un amor inconsciente a la oscuridad; de quien no ama la luz. Creo que intentó contrarrestar esta certeza a través de la literatura, de la que fue, sin duda, un cultor. Su condición secreta de lector se había manifestado en su adolescencia en contra de la caja oscura de unos ojos que lo mortificaban en su percepción de las cosas y lo encerraban en el círculo de los desterrados.
Otro episodio traumático había contribuido con su patología. El suicidio de su padre. La persona que más amor le había ofrecido en la vida, un buen día decidió, sin explicación ninguna, quitársela. No hubo signos estimables de una muerte advertida, ni el conocimiento de causas de riesgo para un suicidio inminente; e, incluso, tampoco se supo de tentativas de ensayos frustrados para pensar que aquél hombre había perdido la esperanza.
Mientras el cadáver estuvo tendido en el piso de la casa, -luego de haberse disparado a la cabeza-, los minutos que transcurrieron hasta que la policía vino a levantarlo, Alberto pudo contemplar con detalle los estertores de la muerte. Durante las seis horas transcurridas desde el momento del disparo, hasta que llegaron a recoger el cuerpo, pudo vigilar los postreros borbotones de sangre que las sienes exudaron a través de los orificios de entrada y salida de la bala. Nunca supo por qué su padre tomó esa decisión. La idea de que huía de algo, rondó siempre sus pensamientos.
Una vez, entre tragos, sentados uno frente al otro, acodados en la mesa del bar, mientras nos mirábamos a la cara como quienes se confiesan, me dijo con su estilo literario:
“Amigo, lo que yo vi envuelto en aquella sábana sanguinolenta fueron sesenta y cuatros años, siete meses y casi una semana, convertidos en un bulto llevado en hombros por dos policías que caminaban al vaivén de un fardo muerto.”
Apolo y Dafne, 1908. John William Waterhouse.
IV
Con lo anterior, no intento justificar las acciones de Alberto Postigo. Al cabo de los años, cuando yo lo conocí en la Universidad, ya era una celebridad, que se paseaba -perilla, bigote, altura de estrella de cine, con el brazo derecho tatuado con la frase “La literatura salva”- presumiendo entre sus alumnos, su fama de profesor carismático, de semiólogo político, escritor, poeta y dramaturgo.
En los pasillos de la Universidad se comentaba sus aires presumidos de autor persuasivo, amigo de actrices, a quienes asesoraba en sus cuentas de Instagram. Un escritor admirado, seguido y lisonjeado, que formaba parte de la categoría de influencer en las redes sociales. Este prodigio provocaba los celos y el resentimiento en ciertos seguidores en las redes. Algunos amigos cercanos, quienes sabían que Alberto se valía de su posición de poder para acercarse a sus víctimas en las aulas de clase, eran incapaces, sin embargo, de oponerse abiertamente a la evidencia de un comportamiento criminal. Uno de sus camaradas me confesó cierta vez el desprecio que le causaba el personaje.
“Es Mefistófeles, un ser de mente fría y racional que, en razón del uso de una cierta lógica, atrapa a las personas para hacer que sigan sus designios. Para ese maldito, sus ínfulas de escritor no son más que una justificación estética, pues, según él, el arte expía los delitos”
Echo, 1874. Alexandre Cabanel.
V
Fue entonces cuando apareció una muchacha que dijo llamarse “Rita”, que, oculta detrás del tuit @mefistoabusador, acusó abiertamente a Alberto Postigo de estupro, poniendo a correr en una larga lista de mensajes, la acusación pública que lo haría objeto de un linchamiento mediático. La chica, que afirmaba haber sido también su alumna en la Cátedra de Apreciación Literaria I, cuando al cabo de los años ingresó a la Universidad, en el primer mensaje escribió:
@mefistoabusador He resuelto hablar de mi experiencia de abuso infantil que tú, Alberto Postigo, cometiste contra mí.
@mefistoabusador Usaste tu fama y tu posición de poder para ejercerlo en contra de la niña que yo fui hace 5 años, y que te admiraba por tu escritura.
@mefistoabusador Decidí contar mi historia desde el anonimato, y después de todos estos años, porque sabía que no estaba preparada para la crueldad de la reacción pública.
A partir de entonces, y a lo largo de 30 tuits, quien decía llamarse “Rita” narró los pormenores de su encuentro con Alberto. Mediante capturas de pantalla de algunas conversaciones virtuales que la muchacha mantuvo con el escritor durante un año, relató cómo, cuando ella aún usaba el uniforme del colegio, el reputado novelista se aprovechó del deseo intenso que tenía la quinceañera de involucrarse en la escena cultural de la ciudad, para manipularla.
En aquel período, “Rita” fue incapaz de reconocer las estrategias de control que Postigo practicaba sobre sus víctimas. Eso dijo. La encandilaba, diciéndole que la pondría en contacto con poetas, escritores y editores, a quienes mostraría los escritos que la niña pergeñaba en sus cuadernos de estudiante.
Luego de los primeros 15 tuits, en los que él le pidió absoluta reserva, y en los que Alberto Postigo hacía gala del virtuosismo de la palabra poética, de las que se valía para seducir a su víctima, se consumaron tres encuentros sexuales que ella rememoró como traumáticos.
@mefistoabusador Me decías que querías volver a recorrerme, desde mi lengua hasta embestirme tras mi espalda.
La joven oculta en el avatar @mefistoabusador dijo que, durante el encuentro en la casa del novelista, acostada en su lecho, rodeada de libros y obras de arte -desnuda, desconcertada y sin poder abrir los ojos-, se sintió como si estuviese en un quirófano, esperando a ser diseccionada por un cruel cirujano.
@mefistoabusador Me dijiste repetidas veces que, para alcanzar la lucidez literaria, había que librarse de las imposiciones, de la moral, y vivir en el libertinaje y el hedonismo, como los griegos.
La cuestión fue, que, con el pretexto de leer algunos de los poemas de la muchacha, Postigo la invitó un día a su estudio. La teatralidad de su refugio siempre fue motivo de comentarios entre sus colegas. Lo había dotado con una puesta en escena que daba al lugar un aire litúrgico. El día que “Rita” visitó a Postigo, el escritor abrió la puerta vestido con un atuendo cardenalicio, mientras sonreía ante la disminuida silueta de la niña dispuesta para el sacrificio.
En uno de sus tuits, “Rita” resumió el encuentro de esta manera, como una forma de desquite, como una admirable venganza:@mefistoabusador Me masturbaste con tus largos dedos y restregaste tu sexo entero contra mis genitales. Nunca un hombre me había rozado. Yo sólo tenía 15 años.
Apolo y Dafne, entre 1615 y 1620. Francesco Albani
VI
A muchos nos tomó por sorpresa el escándalo que se produjo en twitter. Alberto me lo hizo saber a mi directamente con un evidente tono de preocupación. Su imagen de intelectual reconocido y elogiado, había comenzado a resquebrajarse. Su tragedia se escenificaba en las redes, esos espacios de tránsito, que el propio escritor frecuentaba como parte de su oficio, y en donde el encuentro con “Rita” dejó de ser casual e inesperado.
“Ayúdame”, me dijo. “¿Qué puedo hacer?”.
Le reclamé. Le dije que yo podía entender que un acto de seducción poética podía ser algo hermoso cuando se hacía con la persona adecuada. Con alguien a quien queríamos, y con quien compartiésemos la decisión. Pero usar la palabra cual arma de seducción, -como sin duda lo sabía hacer él-, con alguien que no era capaz de valorar las implicaciones, es, como mínimo, cobarde.
Él convirtió a “Rita” en víctima y también en culpable. De hecho, la preocupación de la chica de resguardarse en el anonimato, encontró su fundamento en lo que después ocurrió. Los mensajes en twitter decían que había sido una niña sin pudor, que iba a encontrarse a solas con un hombre, a quien previamente le había enviado fotos. Era como decir que ella lo tentaba. Olvidaban que era a Albero Postigo a quien le correspondía poner los límites. Si bien la muchacha se había puesto a distancia de tiro, no es menos cierto que Alberto detonó el arma.
Aun hoy, cierro los ojos y puedo imaginarme a un desconocido amigo, llevando hasta sus labios la siniestra receta que lo transfiguraba. Acariciándola con sus manos, esperando el fogonazo del que tanto se jactaba en sus escritos de amor.
“Porque alucino en tu sombra, / en la suave cortesía de tu sonrisa erecta. / Quiero imaginarte con un nuevo apetito; /besando tus piernas, /tus muslos tibios por el sueño. / Quiero saber de tu humedad, / mientras tus caderas, / tiemblan en mi boca.”
Podía imaginar en la evidencia de las capturas de pantalla, bajar por su garganta el líquido de las palabras con las que el influencer embobaba, con poesía y ofrendas, a encandiladas impúberes.
“¡Coño, Alberto, la cagaste! -le grité, viendo cómo el mundo se le venía encima-. ¡Eres un intelectual de mierda!”.
Ninfas y sátiro, 1873. William-Adolphe Bouguereau.
VII
El mundo se le vino encima. Encontró la desgracia en la traición de su propio peldaño. Su mirada se hizo retrato metafórico de quien sucumbía en su ceguera. Por eso todos lo abandonamos, incluidos los amigos que sabíamos que era un cazador que usaba su poder para abusar de adolescentes. Y aunque Alberto Postigo intentó amortiguar los efectos de aquella avalancha, -reconociendo sus culpas, pidiendo perdón-, el mismo medio que usó “Rita” para acusarlo, sirvió también como patíbulo para su linchamiento.
Toda la rabia y el asco fueron escupidos en extensos hilos, pues sus disculpas fueron interpretadas como una muestra de cinismo y prepotencia con velada intención persuasiva.
La venganza fraguada, durante los últimos cinco años, por quien decía llamarse “Rita”, había cumplido su objetivo. Fue como si ahora ella ejerciera una pedagogía criminal. No hubo retorno. Las agresiones verbales cobraron la virulencia necesaria para que el mensaje cruzara las fronteras. No fue posible reparar el daño que ya había hecho metástasis en el morbo, la impudicia y la impunidad de las redes sociales.
Apolo y Dafne, 1622-1625. Gian Lorenzo Bernini.
VIII
El fragor del escándalo obligó a Alberto Postigo a refugiarse en el nombre con el que había sido inscrito en su partida de nacimiento. Regresó a ocultarse en el Luis Ermita que nunca quiso ser. Escondido en su apartamento, dejó de recibir llamadas, no abría la puerta a las visitas, y apenas se asomaba por la ventana del séptimo piso en donde vivía, y en el que había recibido a “Rita”, la muchacha que ahora “vivía” con él, en la soledad de su tortura.
Pero volver a su verdadero nombre tampoco lo ayudó. “Rita” ya había encendido la llama que inició la mediática masacre. El mundo, -su edificado mundo-, se abrió bajo sus pies. La zanja incluso siguió agrietándose después de que pidió perdón vía online, a través de las redes que ahora lo sacrificaban.
Consideró la posibilidad de mudarse a otra ciudad, de irse del país, de hacerse una cirugía plástica, de cortarse el pelo, de cambiar de identidad, pero el miedo a ser reconocido en la calle, lo aterraba, al extremo, de que, sólo pensar en asomarse a la puerta del apartamento y de encontrarse con un vecino, lo horrorizaba. Las manos le temblaban, le sudaban con un sudor frío, y lo asaltaban en su pecho los sístoles y diástoles de la culpa. Durante las noches, el desorden de sus venas bajo la sábana, exaltaban la ferocidad del insomnio. Sentía el sudor viscoso que su cabeza destilaba en el cuenco oscuro de la almohada. Sus ojos, entonces, se sumergieron en una lejanía, y desde ese confín, se fue desvaneciendo hasta convertirse en un desahuciado.
Apolo y Dafne, (detalle) 1622-1625. Gian Lorenzo Bernini
IX
Alberto Postigo contó hasta tres antes de saltar al vació. En una ironía brutal que sólo se le puede ocurrir a la muerte, la conspiración del juicio social había surtido efecto. El arma con la que Alberto se había vengado de las burlas sufridas en la adolescencia, expresaban ahora la experiencia de su dolor.
La noche anterior no había podido conciliar el sueño. Su eterna oscuridad no lo dejaba. Había tomado la decisión de obtener la tranquilidad a través de un suicidio lúcido. Esa mañana alcanzó a sorber un té de manzanilla; rezó, por primera vez en su vida, un padrenuestro, y al cabo de unos segundos, sobrevenida una leve calma, doblado sobre el barandal del balcón, se dejó caer, como si fuese trasportado por un ángel envuelto en un estado de revelación, desde el séptimo piso en donde vivía.
Dejó anotado un verso de Cesare Pavese, en un último tuit dirigido a “Rita” @mefistoabusador “Todo esto da asco. / No palabras. Un gesto. No escribiré más.”
Apolo y Dafne, (detalle) 1622-1625. Gian Lorenzo Bernini
X
No voy a negarlo, muchos de los colegas de cátedra de Alberto Postigo envidiábamos su talento, sobre todo, quienes conocíamos su historia, -como yo. Esos celos eran la comidilla en los pasillos de la Universidad. Fue un genio, que, sobreponiéndose a sus complejos, alcanzó la notoriedad. Esa fue su desgracia. Para quienes compartimos con él un libro, una cerveza o una confesión, Alberto fue un hombre complejo. Con su aire de Mefistófeles, marcó el camino del riesgo y del asombro, ocultando horrores. Todos lo sabíamos, pero nadie quiso hacer nada para no llevarle la contraria a su éxito. Era como si Alberto hubiese sido capaz de robarnos nuestro propio deseo de alcanzar el gozo de los premios y los reconocimientos. Y, tal vez, por eso mismo, lo odiábamos.
Cuando supimos del caso de la muchacha que había violado siendo una menor, vimos la oportunidad de hacer justicia, finalmente. Creamos a “Rita”, la de @mefistoabusador, para arrojarlo a la turbamulta, para hacerle pagar con una condena categórica e inmediata, sus delitos. Como en la novela de Mary Shelley, fuimos tras el monstruo, con nuestras antorchas encendidas, a satisfacer en la red nuestros instintos de venganza y aniquilamiento.
Él nunca supo quiénes estuvimos detrás del avatar. Nos convertimos en fiscales, jueces y verdugos, que, si bien es cierto, deseábamos condenarlo al vacío por sus canalladas enfermas y sus vilezas, también queríamos arrojar sus logros literarios a la hoguera pública, despojándolos de cualquier posibilidad de vida, en un acto de justicia poética, camuflados, como él, en la ficción.
Resguardados en la ausencia de corporeidad que provee la virtualidad, nos alimentamos con su carne de víbora, con su propio veneno, empapando nuestras lenguas con el ácido de sus palabras, poniendo al descubierto al depredador que fue Alberto Postigo, -Luis Ermita-, el hombre que amaba la oscuridad.
Rafael Simón Hurtado. Escritor, periodista. Fue Jefe de Edición de Tiempo Universitario, semanario oficial de la Universidad de Carabobo. Director-editor fundador de las revistas Huella de Tinta, Laberinto de Papel, Saberes Compartidos, los periódicos La Iguana de Tinta y A Ciencia Cierta, y la página cultural Muestras sin retoques. Premio Nacional de Periodismo (2008), Premio Nacional de Literatura Universidad Rafael María Baralt (2016), Premio Municipal de Literatura Ciudad de Valencia, (1990 y 1992). Ha publicado los libros de ficción Todo el tiempo en la memoria y La arrogancia fantasma del escritor invisible y otros cuentos; y de crónicas, Leyendas a pie de imagen: Croquis para una ciudad. Ha hecho estudios de Maestría de Literatura Venezolana en la Universidad de Carabobo.
lunes, 22 de mayo de 2023
Leonardo Lozano Escalante: “La música puede convertir tu pecho en una catedral"
Leonardo Lozano Escalante es un extraordinario músico venezolano, que forma parte de la vanguardia musical del país. Con su propuesta musical, en la que tiene un papel protagónico el cuatro venezolano, ha contribuido a enriquecer su legado, su repertorio musical como instrumento emblema, continuando una conocida tradición, pero también creando obra.
Por Rafael Simón Hurtado / Fotografías de José Antonio Rosales
Los dedos de Leonardo Lozano Escalante se entrelazan con las cuerdas del cuatro o de la guitarra, en el gesto aéreo de las ramas de los árboles tocadas por el viento. En esas manos, en esos dedos y uñas, es posible distinguir una vocación, un amor por el instrumento y por la vida.
Leonardo Lozano nació en Caracas, el 1ero. de septiembre de 1965. Hijo de la artista plástica y poeta, Ana Lucía Escalante de Lozano y del doctor Luis Felipe Lozano Gómez, es el menor de cuatro hermanos. En el seno una familia muy musical, en la que se interpretaban a los clásicos de la música venezolana, acompañados de la guitarra y el piano, germinaron las primeras inquietudes, de quien se convertiría en un virtuoso de la guitarra y el cuatro, en un concertista, compositor, arreglista y docente, reconocido en el mundo.
Tiene 57 años de vida, de los cuales, 48, ha dedicado a la música y 23 a la docencia. El primer concierto lo dio en el año 1984. Ha tocado en 17 países, entre Europa y América, y en Japón vendió, con inusitado éxito, su disco de música renacentista.
Cuando se refieren a él como Maestro, se percibe una cierta incomodidad pues no se siente merecedor de ese título. Se lo atribuye al cariño que le profesan sus alumnos y seguidores. Lo que sí es cierto, es que es reconocido por su inteligencia, generosidad, autenticidad, talento musical, y una cierta ingenuidad que se dibuja en una sonrisa sonora e infantil.
Su maestro y amigo, Alirio Díaz, quien apadrinó su matrimonio con la artista plástica, Carolina Zanelly, llegó a decir que Leonardo “era un genio iluminado por la música”.
“La riqueza más grande en mi niñez fue la presencia en mi casa de los músicos populares. Fueron los que realmente pusieron el sabor, el condimento. Ellos iban no para ganarse la vida, sino para darle vida a la casa. Ese tipo de música, realizada con intenciones tan puras, fue lo que me atrajo. El repertorio, era el de música venezolana, pero además, a través de una amiga de mi hermana, Laura Casasola, también se interpretaba un repertorio de música clásica y romántica”.
“El cuatro o la guitarra exigen ciertas cualidades físicas de las manos que le demandan”, dice Leonardo. Sus dedos son largos y flexibles, delgados y afilados, que, junto a sus uñas, son una fuente de cuidado y preocupación para el instrumentista de cuerda pulsada. Pero eso sí, son estructuras físicas fraguadas en un un ejercicio disciplinado, en el que está comprometido todo el cuerpo, una determinada sensibilidad y un conocimiento profundo de la historia de la música.
“La enseñanza de la guitarra o el cuatro es una materia multidisciplinaria engañosa, porque en una primera instancia pareciera que estás enseñándole a usar sólo las manos. A cómo sacar sonidos con tus manos. Cuando la persona se destaca, se dice ¡qué rápida esas manos! Las palabras que yo oigo más frecuentemente después de un concierto son ¡Dios les bendiga esas manos! Pero es el cerebro el que mueve las manos. El cerebro clasifica a tus dedos por preferencias, en un reconocimiento de las cualidades que tiene cada dedo para decir ciertas cosas. Hay dedos que son más fuertes, hay dedos que son más sutiles. Utilizar al más poderoso para cosas sutiles puede llegar a ser un error. Hay unos dedos que son más ágiles que otros. En fin, cada dedo es una herramienta que se debe conocer. A veces necesitas fortalecer al más débil, y a veces requieres sensibilizar al más fuerte para que haya un equilibrio entre ellos. Y cuando el alumno ha aprendido a conocer a sus manos y a su cerebro, se da cuenta de que las emociones también forman parte del asunto. Con lo cual aprendes a que también tienes que educar al cuerpo emocional. Además, se debe tener un dominio de la historia universal, de la historia nacional, de la historia local, para que se afile tu criterio.”
Las manos, el cuerpo todo, deben disponerse para extraer del instrumento un sonido que tiene que poseer fuerza, al tiempo que ternura. Pero además del cuerpo y del instrumento, hay una mediación que se realiza mediante el estudio de la historia.
“Hay aspectos que son paramusicales, es decir, su explicación está más allá de la música. Hay composiciones que tienen su porqué en un ámbito religioso, hay otras que tienen su razón de ser en un contexto social. Se debe conocer el contexto en el que la música nace, en donde se produce y evoluciona, para dar una interpretación genuina, creíble, coherente con la historia de la música que interpretas.”
“La música aporta muchas cosas. Cosas del pasado, emociones del presente, historias de amor, de responsabilidad, de entrega, de todos esos músicos que dedicaron su vida a la composición y a la interpretación. El músico es un comunicador social de ideas abstractas. En ese mundo abstracto en el que la palabra concreta no participa, hay una cantidad de mensajes intrínsecos que vuelan invisiblemente a través del sonido, y que cuando la persona los recibe y los decodifica, aquello que escuchó, suena, interactúa, a veces peleando, creando tensiones. Toda esa información la absorbe quien la oye, de ese escenario musical, donde los sonidos actúan como personajes, en contradicción o en armonía; se enamoran, imitan, se prestan el protagonismo, mediante el plan establecido por el compositor que luego se entrega a través de la interpretación a las personas, cumpliendo su doble naturaleza, pues al tiempo que se dirige a un público espectador, el compositor-intérprete, también es su propio espectador.”
“Tú le entregas a la gente historias, transportándola a otros períodos. La música trae consigo ese universo sonoro que se produjo en un contexto determinado, con lo cual el oyente reproduce dentro de sí, ese mundo, contenido en la partitura, con su donaire palaciego, con su elegancia, con su majestad, con su ambiente sacro, con la solemnidad de Giovanni Pierluigi da Palestrina o Josquin des Prés, por ejemplo, con quienes penetras a un mundo de admiración y arrobamiento, que te hace pensar cuán pequeños se sintieron estos hombres ante Dios, que convirtieron con su música, su pecho en una catedral.”
“Es infinito el mundo de manifestaciones que la música puede llevar a la gente. Y, dársela a través de algo invisible como el sonido, es lo más admirable.”
Repertorio de vida: el cuatro
Leonardo Lozano es egresado de la Universidad Central de Venezuela como Licenciado en Artes, mención Música. En una forma de reconocimiento de quienes lo antecedieron en su amor por el cuatro, junto a su amigo y músico Andrés Trujillo, primer violín de la orquesta Simón Bolívar, rastrearon los pasos de intérpretes del cuatro como Fredy Reina, para elaborar la tesis “Aparición y desarrollo de las posibilidades técnicas y expresivas del cuatro venezolano. Trabajo de grado para optar a la licenciatura en Artes de la Universidad Central de Venezuela, Caracas, 1994.”, con la que se graduaron con honores.
Esta experiencia académica, con la que vino a completar el clico iniciado en la niñez con su maestro Abundio López, sólo fue el inició de lo que después se abrió como una opción de vida.
Siguiendo el camino de músicos como Cheo Hurtado, Hernán Gamboa, Rafael "Pollo" Brito, Jorge Polanco y el propio Fredy Reina, que han procurado adaptar el cuatro a diferentes argumentos musicales, Leonardo, siguiendo su instinto, dio un paso más allá, llevando el instrumento de acompañante, a solista académico, presentando a la comunidad musical un abordaje innovador en su ejecución.
Si bien es cierto, que su primer contacto con la música renacentista no fue con el cuatro, sino con la guitarra, encontró en el cuatro un productor de sonidos con un rango muy amplio, -percutidos, armónicos, melódicos- que le permitieron expresar la elegancia, los detalles, la ornamentación, la pureza del sonido, de la música renacentista.
Fue todo un reto indagar con un instrumento popular en la composición académica, creando e imaginando expresiones, sonidos y emociones, por medio de la percusión, del leguaje tonal, de un instrumento asociado con otras melodías, que lo han llevado a crear durante este período de su vida grabaciones de cuatro solista; a escribir y transcribir para cuatro y orquesta de cámara, para cuatro y orquesta sinfónica, para cuatro y guitarra, para cuatro y piano, siendo el primer venezolano en escribir y componer obras para este particular binomio. Y aunque Fredy Reyna ya había incursionado en la música renacentista con el cuatro, es Leonardo Lozano Escalante quien, no sólo produjo para la sociedad material discográfica renacentista una relación con el repertorio del siglo XV, sino también, quien funda para orgullo del país, del instrumento declarado en el año 2013, Bien de Interés Cultural de la Nación por el Ministerio de Cultura, y de las nuevas generaciones, la primera cátedra académica de cuatro solista, tanto en el Conservatorio Nacional de Música “Juan José Landaeta”, como en la Escuela de Música “Manuel Alberto López”.
En este recorrido alcanza mencionar, entre otras composiciones, “Un Cuatro Peregrino”, obra fonológica, de 1995, con la que muestra la versatilidad del instrumento, abarcando la música renacentista, infantil, venezolana y latinoamericana. Passacaglia, de 2000, para cuatro y orquesta, primer concierto para este instrumento salido de las manos de un cuatrista. En el año 2002 graba en Caracas un disco de música renacentista italiana, francesa y española, interpretada en cuatro venezolano, que se vendió, con excepcional éxito, en Japón, y que sería la primera producción monográfica a nivel mundial de música renacentista para guitarra de cuatro órdenes de compositores del siglo XVI, compuesto, por cierto, a partir de las tablaturas originales.
...
En mayo del 2005 estrena su “Antología Venezolana con Chipola” para cuatro venezolano y orquesta, con “Virtuosi de Caracas” bajo la dirección del maestro Jaime Martínez; y en Junio del 2015 presenta con el mismo director y la misma agrupación su "Suite Venezolana para Cuatro y Orquesta de Cuerdas".
Es extenso el currículum de Leonardo Lozano Escalante. Dirige cátedras de Cuatro Solista y Guitarra Clásica en el Conservatorio Nacional de Música Juan José Landaeta, en Caracas, Funge de asesor de las cátedras de cuatro solista y guitarra clásica en la Escuela de Música Manuel Alberto López. Es profesor de Guitarra Clásica de la Escuela de Música Sebastián Echeverría Lozano, en Valencia, y es profesor fundador y asesor académico de la Licenciatura en Artes Mención Música de la Universidad Arturo Michelena.
Ese repertorio de vida contempla composiciones para cuatro solista, arreglos y transcripciones de música infantil, arreglos de música venezolana, de música de otros países, transcripciones para cuatro, guitarra y piano, música incidental, canciones, música de cámara y orquesta, junto a conciertos, presentaciones en 17 países de América y Europa, en compañía de reconocidos intérpretes y compositores, y jurado en importantes concursos guitarrísticos.
El libro "La Guitarra en Venezuela", lo resume de esta manera:
(Leonardo) “Sigue una tradición que parte del maestro Fredy Reyna, tratando la melodía con urgencia, alcanzando la belleza de un sonido vigente y actual, sin remordimientos arcaizantes, gracias quizá a su experiencia como guitarrista clásico, sin abandonar las búsquedas propias del rasgueo popular, procurando una polirritmia que se descifra en combinaciones de colores y timbres, de emoción y calidad estéticas, revelando una personalidad artística de profunda autenticidad, cualidad tan escurridiza en estos tiempos de fulgores efímeros, de circo y tecnología.”
Compromiso social
Como ser sensible, Leonardo asume su compromiso social, pues le resulta imposible mantenerse al margen de lo que pasa a su alrededor, llámese ciudad, país o mundo. Cree que el músico debe responder a un ideal social que no sea distinto a los que el propio arte propone. Desde su perspectiva, el músico tiene que ser consciente de su misión, que, para él, va más allá de un escenario de concierto. También puede ser una sala de hospital o de un sanatorio de salud mental, en donde la música se ofrece como un regalo. Puede ser la expresión de un consuelo, del reclamo de una época, un bálsamo.
“Durante la Segunda Guerra Mundial, -dice Leonardo-, se hizo música extraordinaria, y, en medio del drama humano de ese período, en los momentos de su mayor deterioro, el ser humano fue capaz de producir cosas maravillosas y consoladoras que ayudaron a restaurar la fe en la humanidad.”
“La música no es un lujo. Ella aflora cuando tiene que aflorar, y a veces, lo hace en los momentos más críticos. Porque justamente, ella tiene que dar una respuesta. La música es un alimento que hace falta, como hace falta la oración.”
Esta responsabilidad social de la música la asume Leonardo a plenitud. Fiel a su forma de pensar, refiere que ha compuesto un concierto para cuatro y orquesta sinfónica, a raíz de la situación de violencia vivida en Venezuela en años recientes.
“No lo he estrenado todavía, porque estrenarlo en Venezuela sería condenar a una orquesta a que le quiten el subsidio o a meterlos en problemas. La hice para cuatro, no porque yo sea cuatrista, sino porque el cuatro es un instrumento emblemático. Es una arenga que alienta a la gente. Hay un discurso bobo que hace el cuatro, repitiendo, repitiendo y repitiendo. El segundo movimiento es una danza terrorífica, la danza que nos han hecho bailar a todos, que muestra las voces de la miseria del ser humano, de lo sordo, del fanatismo, de la ambición. El tercer movimiento es una visión futurista, un festejo, en el que hay una fuga que entona el cuatro. El cuatro saca las tres primeras voces de la fuga, acompañado por un redoble. Ese redoble, que de alguna manera marca lo que nadie va a detener, rinde homenaje a los jóvenes escuderos que murieron enfrentando a un enemigo mucho más fuerte, mejor armado, sin ideas, y sin motivaciones para la libertad…”
En Leonardo confluyen el ánimo por la música popular, —fuente de belleza y verdad—, al tiempo que reclama la música clásica, que exalta la estética de una época. Busca, por ejemplo, en compositores como Johann Sebastian Bach, las señas de identidad útiles para contrarrestar el culto al antivalor, al gusto prosaico y tosco, proyectado gracias al poder negativo actual de las redes sociales.
“Es admirable cómo la música del renacimiento, por ejemplo, ha sido capaz de permanecer viva hasta ahora, pasando de las monarquías a las repúblicas. Si la música de Johann Sebastian Bach ha sido capaz de sobreponerse a tantas circunstancias, yo ya no tengo miedo de que el culto a la mediocridad actual sea capaz de borrarla. Las composiciones del llamado 'quinto evangelista', fervoroso creyente y músico docto, -dice Leonardo-, navegan, desde 1977, como embajadora musical en busca de nuevas fronteras”; refiriéndose a que las composiciones del maestro alemán viajan en los Voyager, en un viaje sin retorno, con la esperanza de que un día puedan ser interceptadas y escuchadas por otros seres inteligentes en las profundidades del universo.
Y si bien es cierto que reconoce cómo Internet y las redes sociales se traducen en una democratización cultural, cuestiona también la importancia del medio para contrarrestar el dominio de una particular vulgaridad.
“Las redes sociales han sido muy útiles para compartir mis inquietudes, y mis composiciones más recientes, en el cuatro o en la guitarra. También han sido un medio de comunicación con los amigos y colegas que están Caracas, en Maracay, en Barquisimeto, o fuera de Venezuela. Es una forma de ver qué está haciendo cada uno. No usarlas sería una gran desventaja. Con la advertencia de que en las redes sociales escribe todo el mundo: el que sabe y el que no sabe, el que ha leído mucho, el que nunca ha leído. Hay algunas opiniones que vale pena escucharlas, y hay otras que no. Creo que es una democracia un poco injusta, a veces.”
La ambición de Pinocho
En la Escuela de Música Sebastián Echeverría Lozano, en Valencia, estado Carabobo, en una institución con 86 años de existencias, -que sobrevive en medio de la imposibilidad actual de contar con una sede digna y propia-, dicta clases en la cátedra de guitarra clásica Leonardo Lozano Escalante. Allí comparte con sus alumnos, que lo escuchan con atención y respeto cuando les habla de sus maestros, que develaron en él, el alimento para el corazón de músico que latía en su pecho. Reconoce a intérpretes y compositores como Abundio López, Alirio Díaz, Antonio Lauro, Fredy Reina, Vicente Emilio Sojo, Juan Bautista Plaza, Inocente Carreño, José Antonio Calcaño, Evencio Castellanos, Gonzalo Castellanos, Aldemaro Romero, Armando Cisneros, quienes constituyen, según dice, no sólo paradigmas, sino miembros de su familia musical.
Lo escuchan con interés sus discípulos, cuando les refiere que lo que pasa por la mente de un músico, lo que pasa por el ámbito de su pensamiento y de sus emociones, son campos de creatividad. Que los recuerdos que tocaron su corazón, las vivencias que los marcaron, las lecturas que los conmovieron, al tiempo que ayudaron a enriquecer su vida, forman parte también del mundo de un creador.
Lo escuchan con admiración cuando les dice que para tocar cuatro y guitarra como él lo hace, deben no sólo dedicar años de estudio en un conservatorio sobre contrapunto, armonía, composición, historia y estética. Les dice que es necesario también conocer el repertorio de la guitarra, la música contemporánea, la música del barroco, la música del renacimiento; comprender cómo se afronta la música del clasicismo; y a la hora de escribir, si van a orquestar, conocer los logaritmos de los instrumentos musicales. Ilustrándolos también en la belleza y la verdad de la música folclórica, la que camina, -según dice-, hacia otro tipo de profundidades. Una profundidad que tiene que ver más con lo sociológico, con lo psicológico, y no tanto en el ámbito del manejo del sonido.
Les enseña, en sus conversaciones sencillas y tiernas, la ambición de Pinocho, cuando les cuenta a sus alumnos que cada uno de los instrumentos que viven en su casa, tienen nombre: Carlitos, el piano blanco de pared; Jacinto, el cuatro que lleva el nombre de Jacinto Pérez, en recuerdo del rey del cuatro; las guitarras, Carolina, como su esposa, Polita, como su hija y Ana Lucía, como su mamá; y Rupertino, su alter ego, a quien sus admiradores reconocen, y en quien Leonardo reencarna la ambición de Pinocho, el compañero de madera que sueña con ser niño a través de la música.
“Me gusta la analogía porque me sirve para expresar mi parecer de que los instrumentos tienen aspiraciones humanas. Uno le da alma al instrumento, y con las varitas mágicas de los dedos, los hacemos hablar.”
También lo observan detenidamente sus alumnos cuando les dice que un mal entendimiento del éxito lleva al fracaso. Por eso se esmera en ser sincero con ellos, a quienes adiestra en lo físico, en lo emocional, en lo intelectual, y en todo el espectro que la música integra. Advirtiéndoles que el aprendizaje de la música es un proceso para el que hay que tener paciencia, porque la música es una disciplina que requiere de una vida de entrega, separada por un mar de paciencia que hay que atravesar, trabajando.
Pero, sobre todo, lo escuchan con embeleso cuando interpreta, cuando sus dedos se entrelazan con las cuerdas del cuatro o de la guitarra, en el gesto aéreo de las ramas de los árboles tocadas por el viento. En esas manos, en esos dedos y uñas, en donde es posible distinguir una vocación y un amor por el instrumento y por la vida.
Rafael Simón Hurtado. Escritor, periodista. Fue Jefe de Edición de Tiempo Universitario, semanario oficial de la Universidad de Carabobo. Director-editor fundador de las revistas Huella de Tinta, Laberinto de Papel, Saberes Compartidos, los periódicos La Iguana de Tinta y A Ciencia Cierta, y la página cultural Muestras sin retoques. Premio Nacional de Periodismo (2008), Premio Nacional de Literatura Universidad Rafael María Baralt (2016), Premio Municipal de Literatura Ciudad de Valencia, (1990 y 1992). Ha publicado los libros de ficción Todo el tiempo en la memoria y La arrogancia fantasma del escritor invisible y otros cuentos; y de crónicas, Leyendas a pie de imagen: Croquis para una ciudad. Ha hecho estudios de Maestría de Literatura Venezolana en la Universidad de Carabobo.
domingo, 30 de abril de 2023
Los peligrosos no son los libros si no los lectores
El tema propuesto para esta hora, de ir tras la pista de los hechos que nos permitan comprender un poco más el fenómeno cultural de la lectura, me conduce a una breve exploración, histórica y personal, sobre los elementos que constituyen el acto de leer y la condición de lector.
En primer lugar, me gustaría decir que, aunque hay muchas investigaciones que dan cuenta de la complejidad del tema, la historia del lector y la lectura, también es la historia de cada una de las experiencias personales de cada lector.
Como punto de partida, comienzo con una cita del libro Historia de la lectura, de Alberto Manguel, que retrata muy bien una primera característica del acto de leer:
Dice Manguel: “Ignoro qué palabra fue la que leí en aquel cartel de hace tantos años (vagamente me parece recordar que tenía varias Aes), pero la sensación repentina de entender lo que antes sólo era capaz de contemplar, es aún tan intensa como debió serlo entonces. Fue como adquirir un sentido nuevo, de manera que ciertas cosas ya no eran únicamente lo que mis ojos veían, mis oídos oían, mi lengua saboreaba, mis nariz olía y mis dedos tocaban, sino que eran además, lo que mi cuerpo entero descifraba, traducía, expresaba, leía”.
Aquí se nos presenta la lectura como un acto de revelación que se ofrece a través de un nuevo sentido, que se agrega a los sentidos conocidos.
Es como si a través de la lectura, -esa habilidad para decodificar los signos escritos-, pudiésemos activar una nueva facultad con la cual percibir las impresiones del mundo exterior. Es como con si con la lectura, al mismo tiempo fuésemos capaces de tener acceso a un conocimiento superior, y dispusiésemos también de un paso, de una ventana, a través de la cual se nos revelara de manera especial la cotidianidad.
Es como si, de pronto, al colocarnos los lentes de esta habilidad, se abriera, milagrosamente, un escenario, diverso, plural, para descubrir el saber contenido en los libros y en el mundo entero a nuestro alrededor.
Dice el propio Manguel, “Una vez que aprendí a leer las letras, lo leía todo: libros, pero también carteles, anuncios, la letra pequeña en los billetes del tranvía, cartas tiradas en la basura, periódicos deteriorados por la intemperie que encontraba debajo de los bancos del parque, pintadas, contracubiertas de revistas que otros viajeros leían en el autobús”.
Cuando leemos no sólo decodificamos signos escritos. Entendemos la lección de los insectos, leyendo las señas minúsculas en la hojarasca, o en la piel de los árboles; escuchamos y aprendemos del lenguaje de las bestias y de la naturaleza, y en las calles de la ciudad, leemos el grito del tránsito alocado y febril de los automóviles, o sentimos, impotentes, el chasquido de un disparo, pues cada cosa es un signo, y cada signo posee un peso semántico para ser decodificado.
He aquí una primera aproximación.
Otra que propongo es aquella que tiene que ver con la lectura como un acto social, colectivo, pero inevitablemente individual, personal.
No hay una sola lectura. Los métodos, las formas y las interpretaciones de los textos dependen de quien se aventure en la experiencia. Por ello, podríamos atestiguar que la historia de la lectura es la historia de cada una de las personas que leen.
Me remito nuevamente a Manguel: “Los lectores siempre nos creemos solos en cada descubrimiento y cada experiencia”.
Pongo aquí un ejemplo con el que todos podríamos estar de acuerdo: La novela de Daniel Defoe, Robinson Crusoe, publicada en 1719, ha sido leída desde entonces, muchas veces y en muchos idiomas.
Los lectores, alrededor del mundo, han compartido las mismas palabras escritas por el escritor inglés en las múltiples ediciones. Pero estoy seguro de que la isla descrita en aquellas páginas nunca ha sido la misma en la cabeza de cada lector.
El lector, interpretando el significado y reconociendo los atributos de los objetos, lugares, acontecimientos, plantas, animales, seres humanos, descritos en la novela, los ha reconocido, sin embargo, conforme a sus propias referencias, a sus propias experiencias.
La palmera a la orilla de la playa, será la que el lector vio en las costas marinas de su ciudad.
Cada comunidad lectora, aunque comparte, en su relación con lo escrito, un mismo conjunto de competencias, usos, códigos e intereses, también contribuye, como lector, a elaborar nuevos textos y nuevos significados cuando aporta a la lectura su propia interpretación
De alguna manera cuando leemos, -sea un paisaje de nuestra cotidianidad o un lugar del planeta remoto a nuestras circunstancias-, no hacemos otra cosa que leernos a nosotros mismos, en un proceso de reconstrucción desconcertante, laberíntico, personal.
La complejidad de la relación entre el texto y el lector, puede ser tan grande como el acto mismo de pensar, pues depende no sólo de lo que aporta la escritura, sino de nuestra habilidad para descifrar y hacer uso del lenguaje, del tejido de palabras que forman el texto y sus ideas.
Esto me lleva a un tercer punto, que contiene en su esencia dos elementos que se relacionan y convergen: uno es el diálogo y el otro es la libertad.
Hoy en día la lectura silenciosa, tan natural en nuestros quehaceres como lectores, no siempre tuvo las mismas características ni respondió a las mismas necesidades.
En la antigüedad, cuando la escritura alfabética entró en la cultura griega, arribó a un mundo que desde hacía mucho tiempo era el de la tradición oral.
En la Grecia de los comienzos, -de donde provienen muchas de nuestras instituciones culturales actuales-, la palabra hablada reinaba de manera indiscutible y la valoración de lo sonoro respondía a una forma de pensar.
Para los griegos de la época antigua, la palabra hablada constituía un valor primordial, una auténtica obsesión.
Recordemos las clases griegas, institución académica cuyo objetivo era la convocatoria de estudiantes a memorizar las lecciones dictadas por un maestro.
El conocimiento se impartía de forma oral, pues para los griegos decodificar un sentido tenía que ver con la lectura en alta voz, debido a las dificultades que entrañaba la lectura de la escritura griega.
Dado que los libros se leían en voz alta, no se necesitaba, por ejemplo, separar las letras que las componían en unidades fonéticas.
Al no haber separaciones entre las palabras, ni signos de puntuación, la lectura cobraba sentido cuando se efectuaba en voz alta. Para poder determinar la comprensión del texto, era necesario pronunciar las letras.
Si esto estaba tan arraigado en aquella manera de ser como sociedad, ¿para qué sería útil la “escritura muda”, la lectura silenciosa, en una cultura en la que la costumbre oral se pretendía apta para asegurar su propia subsistencia sin más soporte que la memoria.
Esta práctica condicionaba la adquisición del conocimiento en varios sentidos:
La lectura en voz alta le suministraba a quien las escuchaba, además del sonido de la voz de quien leía, también un tono, un acento, una pronunciación, una intención.
Aquellas lecturas, -que podrían suponer un intercambio, un diálogo-, también comprometían con su carga de explicaciones, los significados, pues generaban la subordinación de quien escuchaba, a las interpretaciones del que leía. Era lo leído, mediante el recuerdo de las experiencias de quien impartía la clase.
Esto podría hacernos suponer que aquellas primitivas lecturas comportaban unos elementos que la caracterizaron: la cualidad instrumental del lector o de la voz lectora, según la cual la voz es mero instrumento para que la escritura se realice; el carácter incompleto de la lectura, es decir, la necesidad de sonorizar la palabra para descifrarla, y la condición de que quien es destinatario de lo escrito no es un verdadero lector.
Mucho tiempo después de la lectura oral, llegó la lectura en silencio, que de acuerdo a algunos estudiosos es una creación de los claustros de la edad media.
Esto me conduce al otro punto, el de la libertad.
Efectivamente se ha afirmado que la lectura silenciosa es un invento de la edad media.
Recuerda Alberto Manguel en el libro que he venido citando, Una historia de la lectura, que fue San Agustín, -considerado uno de los cuatro más importantes padres de la Iglesia Latina-, el primero en practicar la lectura silente.
Antes de él, la lectura era un ejercicio sonoro y plural que los monjes realizaban diaria y disciplinadamente en los monasterios. Allí, un sacerdote letrado leía en voz alta la Biblia y dictaba a la vez la glosa, una explicación, un comentario al texto escrito en latín. Lo hacía ante un auditorio de discípulos que copiaban literalmente la interpretación vertical que el sacerdote transmitía de los Evangelios.
Es a esa práctica que se opuso la lectura silenciosa, lo que nos puede hacer suponer, muy lógicamente, que ella nació con el estigma del pecado.
Pues, si con la lectura silente los monjes tenían la posibilidad de eludir la interpretación vertical de los Evangelios, leer e interpretar en silencio lo que cada uno quería interpretar, no podía ser visto con agrado por una iglesia que obedecía a un dogma de fe.
A algunos dogmáticos les inquietó la nueva tendencia, para ellos la lectura creaba un “nuevo pecado”, el de la libertad de pensar.
Pues la lectura en silencio, que permite la comunicación sin testigos entre el libro y el lector, se convierte en un singular alimento para el espíritu, según la afortunada frase de San Agustín.
En lugar de obedecer la imposición emanada en el dictado de los evangelios, en la edad media, el silencio permitió la introspección, la interpretación interior de los monjes.
Hasta nuestros días esta es la lectura que practicamos, y ha sido un hito en la historia de la libertad, en donde no hay intermediarios entre el lector y la obra.
Es una lectura sin restricciones con el libro y las palabras, que ocupan un espacio interior, en donde el lector puede inspeccionarlas con total libertad, extrayendo nuevas ideas, permitiendo comparaciones gracias a la memoria, apreciando sus sonidos, protegido de la mirada de los intrusos, dueño absoluto de su intimidad.
Haciendo abstracción de los formatos usados desde la antigüedad para leer, -el papiro, las tablillas, el libro de papel, la computadora, o aquel en donde hace millones de años se escribió el ADN-, se podría agregar que, si bien es cierto que la lectura comienza en los ojos, -el más agudo de los sentidos según Cicerón-, no es sino en el formato del cuerpo humano en donde es posible hacer la gran lectura, esa alquimia con la cual la tinta negra se convierte en oro.
Allí, en donde el texto percibido en nuestra mente, lucha, con todos nuestros sentidos, en un deseo de procurar la cohabitación.
Por todo lo anterior, y ante la pregunta con la cual se desea saber qué libros son peligrosos, habría que afirmar que los peligrosos no son los libros, si no los lectores.
Fotos de André Kertész
Rafael Simón Hurtado. Escritor, periodista. Fue Jefe de Edición de Tiempo Universitario, semanario oficial de la Universidad de Carabobo. Director-editor fundador de las revistas Huella de Tinta, Laberinto de Papel, Saberes Compartidos, los periódicos La Iguana de Tinta y A Ciencia Cierta, y la página cultural Muestras sin retoques. Premio Nacional de Periodismo (2008), Premio Nacional de Literatura Universidad Rafael María Baralt (2016), Premio Municipal de Literatura Ciudad de Valencia, (1990 y 1992). Ha publicado los libros de ficción Todo el tiempo en la memoria y La arrogancia fantasma del escritor invisible y otros cuentos; y de crónicas, Leyendas a pie de imagen: Croquis para una ciudad. Ha hecho estudios de Maestría de Literatura Venezolana en la Universidad de Carabobo.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)