Barricada, el cuento de Rafael Simón Hurtado, retrata una ciudad de ficción en la que sus habitantes asisten a su deterioro paulatino, sistemático y continuado. A tal extremo sufren la pesadumbre del menoscabo que hasta los maniquíes y las estatuas salen a protestar.
Imagen Jean-Luc Courcoult.
Las barricadas puestas a estorbar el paso de la gente, exigían la renuncia del presidente. A contraluz, la enorme mole irregular silueteaba la orgullosa deformidad de una turba levantisca. Desde aquí se podía ver cómo la armaron, cómo trazaron aquella geometría contrahecha al compás de las notas poderosas de un himno revolucionario. Los manifestantes, a juzgar por los enseres con los que fueron proveyendo las barricadas, estaban al borde de la desesperación, pues, para armar los parapetos inutilizaron el mobiliario de sus hogares, de las plazas públicas y de los comercios.
De las entrañas de sus casas sacaron muebles, computadoras, colchones, cocinas, ollas, lavamanos, fregaderos; de las plazas, arrancaron adoquines, talaron árboles y rompieron los bancos de madera y cemento; y de los comercios, del interior de carnicerías y bodegas, sumaron al armatoste, neveras, vitrinas y mesones, coreando con la solemnidad de las supremas resoluciones populares, una protesta indignada. Bastaba con que alguna persona se asomara por encima de las barreras, a quejarse por lo que imaginaba una desconsideración ciudadana, para que el grito de catarsis se escuchara poderoso: ¡Fuera vividores!
Es que la ruina material de la vida cotidiana se había colado por debajo de las puertas de las casas, con tan impúdica ostentación y desvergüenza, que finalmente penetró y ocupó los rincones de todas las habitaciones hasta que sacó a los ciudadanos a las calles.
No dejó lugar en donde no se instaló la miseria. Primero fueron los bombillos fundidos por los constantes apagones, después las tuberías rotas y los manillares descompuestos de las puertas. En las habitaciones el friso de las paredes dibujaba mapas de humedad, y del techo, la pintura blanca caía en pequeños desprendimientos de desamparo.
Al principio yo no me había percatado de que había habido un cambio en la actitud de las gentes. Distraído, como era, había seguido el curso de los días de mis vecinos sin darme por enterado de que algo estaba pasando.
Parado como siempre en mi pequeño balcón, observaba con indiferencia el devenir diario de mi ciudad. Miraba sin inmutarme cómo mis vecinos entraban y salían de sus casas y oficinas, cumpliendo una orden habitual y común. Cómo recorrían los mercados mientras comían puntual o apresuradamente en los restaurantes o en las ventas ambulantes, o respondían, en medio del caos de vehículos que hacía tiempo se había saltado cualquier posibilidad de control, al mensaje fragoroso de los comerciantes en los tenderetes.
Domiciliado como estaba en mis vivencias íntimas, no advertía el flujo de comentarios y noticias que hablaban del descontento de la urbe.
Lo primero que cambió fue el lenguaje. Ya nadie ofrecía los buenos días o daba las gracias por obtener algún servicio. La gente decía “a su orden”, pero en verdad no había intención de cumplir con ningún mandato.
En lugar de las palabras se habían impuesto sonidos inarticulados y confusos. Los nuevos sonidos trajeron consigo una especie de fisión, por la que los propios vecinos, en las colas del mercado o en las filas de los bancos, comenzaron a mirarse con sospecha unos a otros. Siempre es igual. Al caos de las palabras lo precede el colapso humano. Si no, recuerden la Torre de Babel, la fábula bíblica que registró el testimonio de la comunicación imposible cuando las voces se confunden.
La Torre de Babel, pintura al óleo sobre lienzo de Pieter Brueghel el Viejo.
Los que gobernaban inventaron una lengua que puso nombre extraño a las cosas que ya existían. Y hubo en este acto tanta vanidad y arrogancia que los hombres, las palabras y las cosas se distanciaron en un mar de confusión iracundo y vengativo. La ruina de la violencia se precipitó sobre la ciudad. Así empezó el trastorno.
Del desbarajuste del suministro eléctrico, la ciudad pasó a la ruina de los drenajes; después al desorden en la recolección de basura y el desconcierto de la vialidad. Comenzaron a escasear los alimentos y el agua potable. Los saqueos se hicieron frecuentes. A diario se veían grupos de personas armando atajos para detener y despojar camiones cargados de comidas. Con desilusión comencé a verlos salir por las puertas de los comercios con el gesto furtivo de quien, con un paquete en cada mano, toma el botín y huye.
Recuerdo la primera vez que vi cómo un grupo de personas penetró en las unidades habitacionales de un edificio de apartamentos vacío. Forzaron las puertas y como no había nadie, se quedaron a vivir allí para siempre.
Este episodio, que antecedió la mañana en que la ciudad amaneció envuelta en un espeso manto gris, vino a acentuar el dolor de las necesidades ajenas. Después cayó la lluvia de cenizas que tiñó el rostro de los transeúntes y se aposentó como un rastro de óxido, moho y herrumbre, en todo artefacto. Las casas envejecieron prematuramente. El agua putrefacta de las cañerías comenzó a salir por los grifos de las aguas blancas, inutilizando las llaves de fregaderos y duchas, y el chorro, perplejo y débil de las pocetas, colmó las tazas hasta mancharlas con el color de las sustancias corruptas.
La luz eléctrica, -enredo de cables que enmarañaba la ciudad invisible en el tejido de su sombra-, ataba comunidades completas al muñón del tendido que salía de los postes, alrededor de los cuales se trenzaba la incertidumbre de los apagones. Si bien el mecanismo se cumplía de acuerdo a una cierta maniobrabilidad que apoyaba las decisiones humanas para impedir que se quemaran los aparatos eléctricos, el fenómeno era de una ejecución tan azarosa que siempre se imponía el desperfecto.
Foto de Alejandro Cegarra.
Los enfermos en los hospitales comenzaron a palpar este deterioro. El alma de las ausencias puso a flotar los cuerpos en el líquido tibio de un aire viciado y a la deriva. Al llegar a las salas de espera uno encontraba una enorme fila de gente que, mientras aguardaba su turno, se entregaba a la redacción de una lista interminable de requisitos que en ocasiones llevaba años. No había piedad ni atenuante para la impaciencia de quienes padecían algún dolor.
Supongo que fue esta sucesiva acumulación de frustraciones la que produjo el cambio en el rostro de las gentes, y después la mudanza en las costumbres. Ya no soportaron más. Salieron a las calles en tropel convencido, dejando sobre el asfalto montículos de escombros. No gritaban, pues habían resuelto emplear la estrategia del silencio como reprobación. El sordo disgusto los llevó a organizarse en filas pétreas frente a los mercados, a empotrarse en las puertas de las farmacias y en las entradas de los bancos en eternas y mudas colas, en una asfixia existencial que los convertía en una congoja de péndulo, en un rumor de marea delirante.
Con sus acondicionadores de aire inservibles y sus neveras vacías y abiertas de par en par, montaron barricadas teatrales. Las bicicletas de los niños, ancladas en el último pedaleo sin suspiro de unos desinflados cauchos, se encadenaron al abandono de cocinas eléctricas, y sobre los derribos, ondeando como ventanas negras de ojos de ciego, las pantallas de TV simulaban un gran videowall.
Fue cuando vi que de las vitrinas de las tiendas de ropa cientos de maniquíes escaparon para espesar la manifestación humana. Las delgadas paredes de vidrio de los escaparates abrieron paso a los cuerpos reanimados, que al cruzar el umbral de los aparadores, abandonaron su condición de objetos y mercancía. De los depósitos emergían cientos de caras y ojos que parecían desafiar la vida. Se homologaron con los vivos, igualándose en privilegios. De meras exhibiciones públicas, se transformaron en briosos cuerpos del paisaje. Incluso, se movían con mucha más agilidad que las estatuas que también habían bajado de sus pedestales. Al ocupar los nuevos espacios, convirtiendo en carne y hueso viejos sueños de vida, algunos –los más osados-, reavivaron los recuerdos fugitivos de aquel mayo de 1968 en Francia; volcando vehículos, vengándose del tráfico, desmembrando la ciudad. Ajustando lo animado con lo inerte; lo dotado de alma, con lo extinto. Yo mismo decidí saltar a la calle, resuelto a vivir las cosas más que a contemplarlas…
Imagen Jean-Luc Courcoult.
DE PRONTO UN DISPARO SALIDO DE NO SE SABE DÓNDE provocó el caos. Aunque intentamos defendernos de los cuerpos antidisturbios, resguardándonos en los parapetos y barricadas, no pudimos escapar a la intemperie de las balas, por lo que debimos huir atropellándonos unos a otros por la irritación de los gases lacrimógenos y el impacto de los perdigones de goma. Luego de que los camiones hidrantes, como grandes ballenas, nos golpearon sin piedad con sus disparos de agua, tuvimos que escondernos con nuestros trajes empapados, dejando calles y avenidas en absoluta soledad. La persecución dejó un rastro de maniquíes como cadáveres de guerra. En sus cuerpos mutilados se esbozaba una mueca de agonía con sangre recubriéndonos la piel.
Después de algunas horas, de casas y apartamentos, un grupo que había observado a buen resguardo estos episodios, comenzó a salir, asomándose tímidamente a las puertas. Salieron a la vía pública con cautela, y tras asegurarse de que ya no había nadie en las esquinas, -ni manifestantes ni policías-, con el impulso de un deseo ingobernable, treparon hasta lo más alto de los montículos de artefactos abandonados para tomar posesión de los tesoros sin dueño.
Un hombre joven se llevó la nevera de dos puertas. Otro, de mediana edad, cargó sin ayuda con el acondicionador de aire. Una mujer morena, embutida en la represa de unos pantalones de lycra, protegió la licuadora con su cuerpo, y un niño en edad adolescente, llevado por sus propias fuerzas, pudo transportarse a sí mismo en el esqueleto reavivado de la bicicleta. Un obrero montado en un pay loader, mientras despejaba las calles partiendo en dos el cuerpo de las barricadas, examinaba el cristal líquido de las pantallas planas.
Imagen Jean-Luc Courcoult.
La ciudad regresó a sus límites. Nada cambió. Las aguas negras siguieron su curso. Los cortes de luz eléctrica administraron sus operaciones entre fallas y racionamientos; el presidente continuó en su cargo, y en los hospitales, el sentido común y la intuición, sucumbieron ante la bofetada de la realidad.
Una fotografía de la primera página del diario resumió lo acontecido: Un anciano, cuyo andar caduco era sostenido por un par de muletas, pudo ¡por fin!, con los huesos de las pelvis de un maniquí tirado en la calle, hacerse sus propias prótesis. Atónitos, mis ojos veían cómo el anciano, con energía inusitada, fracturaba las partes humanas de mi cuerpo, indiferente a mis súplicas, aquellas con las que le rogaba que me dejara aunque fuese un poco de vida.
Imagen Jean-Luc Courcoult.
viernes, 29 de junio de 2018
Barricada
Rafael Simón Hurtado. Escritor, periodista. Fue Jefe de Edición de Tiempo Universitario, semanario oficial de la Universidad de Carabobo. Director-editor fundador de las revistas Huella de Tinta, Laberinto de Papel, Saberes Compartidos, los periódicos La Iguana de Tinta y A Ciencia Cierta, y la página cultural Muestras sin retoques. Premio Nacional de Periodismo (2008), Premio Nacional de Literatura Universidad Rafael María Baralt (2016), Premio Municipal de Literatura Ciudad de Valencia, (1990 y 1992). Ha publicado los libros de ficción Todo el tiempo en la memoria y La arrogancia fantasma del escritor invisible y otros cuentos; y de crónicas, Leyendas a pie de imagen: Croquis para una ciudad. Ha hecho estudios de Maestría de Literatura Venezolana en la Universidad de Carabobo.
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