viernes, 7 de julio de 2017

María Teresa Boulton: “Nueva York no es una ciudad para el amor”



Rafael Simón Hurtado

En el artículo “El Retrato en la Fotografía Venezolana”, de María Teresa Boulton se lee: “En lo sucesivo viviremos mirando el rostro del otro, de los ojos que nos miran y en los cuales nos miramos; así sabremos la bondad o la dureza con que el mundo nos saluda”.

He aquí su ars fotográfica, la esencia de su creación, su interés por el espectador, por el objeto o el sujeto retratado, y la fotografía como fuente eterna de esperanza y de representación humana.

Cualquiera de sus imágenes es una imagen de su mirada. De esa mirada azul que lo cubre todo con sus vínculos afectivos, con lo esencial y lo aparente, con lo individual y lo colectivo; y con lo cual edifica una identidad en donde se cruza su particular noción de lo que se desea ser y de lo que es en función de la realidad.

En sus fotografías se entrecruzan nuestra mirada, la mirada de las personas reflejadas, y su propia mirada, que al imponerse con su civilización, su gusto y su genio, nos procura el develamiento de esa bondad o esa dureza con que el mundo nos abraza, mediante el asombro, el amor, la armonía, la vergüenza, la injusticia, la lucidez o la libertad.

“La imagen, dice María Teresa, consolida la identidad, sin ella no hay existencia”.

Mediante ella recordamos el pasado, visualizamos el presente, vislumbramos el futuro, transformamos el pensamiento y la idea en la materia con la cual damos cuerpo a nuestra presencia; y exorcizamos a la muerte, pues en la fotografía el ser humano gana la opulencia de la resurrección.

Henri Cartier-Bresson decía que “la fotografía es el impulso espontáneo correspondiente a una atención visual perpetua que capta el instante y su eternidad”. Y aunque inmediata, la fotografía es un acto de meditación con el cual se atrapa la infinitud.

Pienso, por ejemplo en la foto del hombre con el taco de billar, que congelado sobre la media luna blanca en el centro de la mesa, demora el golpe de su inmortalidad.


María Teresa recoge lo que está dentro de nosotros, haciendo que el retrato de esa interioridad se torne memoria colectiva.


Las palabras como eco

Y para lograr un efecto de eco, acompaña las imágenes con lo que se conoce regularmente como leyendas, con lo cual incorpora a la fotografía en la literaturalización de las relaciones de la vida, según Walter Benjamin.

Aunque esta no es una práctica común en todos los fotógrafos de arte, su uso, como complemento de la imagen, es para algunos fotógrafos una necesidad con la que se completa la reflexión de los aspectos relevantes y las consecuencias inmediatas de su quehacer diario.

Hoy en día la revolución digital de la fotografía, -el desuso del negativo, las nuevas técnicas para el procesamiento de las imágenes, los avances recientes en los sistemas de transmisión-, han dado un giro a las formas de hacer y contemplar la imagen.

Y como ese giro se produce en la mayoría de los casos de forma autodidacta, a través del desembarco diario de imágenes, el vértigo de la nueva “alfabetización” nos deja sin la posibilidad de una reflexión sosegada.

De allí la importancia de la actualización del valor de las leyendas propuestas por María Teresa, que fungen como amarras de un sentido concreto para cada imagen y para todo el conjunto.

Para ella es importante lo que la foto puede decir por sí misma, pero a esa autonomía la autora le añade una “ilusión de diario”, con la que la fotografía adquiere un significado flexible, espontáneo, polisémico y diverso, aunque susceptible de históricas precisiones; pues como ella misma apunta: “Las experiencias con el tiempo se modifican y sufren distintas interpretaciones”.


Así, estas leyendas, que van desde el registro básico de hechos observados en la fotografía, hasta el recurso central de breves historias, le otorgan “un contexto verbal a las imágenes”, que detienen o amplifican su sentido, agregando el valor de historias añadidas.


Diarias anotaciones

Aunque estas fotografías de María Teresa Boulton no son, en estricto sentido, un diario, pues no suceden en un espacio absolutamente íntimo, alejado de las convenciones narrativas privadas y del escrutinio del juicio público, permite a la fotógrafa dar voz, sin reservas, a una experiencia personal y vital.

En estas fotografías, que abarcan su estadía en Nueva York en 1983 y 1985, hay un registro de su cotidianidad, que nos permiten situar a su autora dentro de un marco de tiempo y espacio durante un período reconocible de su contemporaneidad y de la ciudad en la que habita.

Es un período que muestra sus “experiencias” en una urbe que a su arribo le pareció “enorme, curiosa, ácida, cruda, extraña, provocativa, extravagante, deslumbrante”, y en donde buscó “transitar de otra manera”.


Las imágenes le sirven a María Teresa para expresar la relación viva que se dio entre ella, como autora, como protagonista, y también como testigo de la realidad que le correspondió vivir, dejando un testimonio subjetivo de los cambios experimentados como ser humano mediante la fotografía.

Pero al contrario del diario íntimo, que se concibe para tener como único destinatario sólo al propio autor, -donde el sujeto se inclina sin restricciones al encuentro consigo mismo-, en las fotografías de María Teresa se retrata una ciudad con sus máscaras públicas en una constante interacción.

Mediante imágenes instantáneas, fragmentarias, introspectivas, flexibles y abiertas a una escala amplia de recursos, la fotografía se produce más bien como un refugio en donde todo tiene cabida, desde panorámicas oscuras de la ciudad, que le sirven para “imaginar, acariciar y sentir”; hasta trozos de calles y rincones secretos que cuentan historias de cansancio, tristeza y deseos apagados.

Del otro lado de la moneda, su contraparte son las habitaciones familiares de una ciudad más humana, en cuyos cuartos la amistad y la familia se encuentran. También hay espacio para las reflexiones vivenciales, políticas y filosóficas: “Nueva York no es una ciudad para el amor”. Así, el diario íntimo se construye como un espacio de libertad.


Son fotografías que funcionan como examen de conciencia, como vehículos para comunicar sus preocupaciones existenciales, como bitácoras de descubrimiento que la fotógrafa asienta a medida que avanza por el camino de lo desconocido.

La fotografía le permite salir del umbral del ocultamiento, de la privacidad, y con su contenido recuperar y elevar la voz de una experiencia individual. La observación y la confesión que resultan, se ponen al servicio de ese personal descubrimiento, quedando delineado el pensamiento de una mujer que decidió abrirse paso “arañando las heladas paredes de los edificios” a través de una ciudad de rascacielos cruentos y fríos, humanizados por la fotografía.


Pero no nos engañemos: no es un diario feminista, ni político, ni filosófico. Es un diario en el que todas las referencias se subsumen en el retrato de un período crucial de la vida cotidiana de María Teresa Boulton, en donde no ocurre otra cosa que no sea la vida.