“¡Tu sarcófago acabará por servir de abrevadero a las vacas!”.
"Verdaderamente, no podemos servir a Dios y a Mammon al mismo tiempo; no podemos estar con un pie en el Cielo y otro en la• Tierra".Giovanni de 'Mussi Crónica de Piacenza, h. 1350.
Bajo los hilos de la lluvia, los vericuetos del mercado aparecían surcados por las huellas que en el barro dejaban las carretas. Las telas de los abrigos comenzaban a empaparse y a deshilacharse en hebras de agua; destilaban, destilaban y olían a establo. El humo de lo sahumado dentro de las casas se filtraba por las rendijas de las ventanas y llegaba hasta mí como asordinado murmullo; y ante el inesperado suceso, no sólo fueron las calles anegadas o el cieno en mazo, salpicado sobre portones, ventanas y muros por el andar de carruajes y animales lo que perturbó el paso de mi cadáver desenterrado. Mi desasosiego se produjo al verme retornar del sepulcro a bordo de una balsa propicia para las charcas. Sobre sus hombros, en ataúd, cuatro soldados me llevaban. Sus cuatro cascos, ataviados con plumas, flotaban presuntuosamente por entre el pregón de los verduleros ambulantes, y aquellos que, al igual que los soldados, transportaban cadáveres, pero de pollos y cerdos.
Los cielos de agua habían pintado el camino de regreso al palacio, y entre los difuminos de acuarelas muy limpias se desdibujaba el contorno de iglesias y castillos. La humedad desfiguraba en tonos de plata las escalinatas y el empedrado de algunas calles; y desde el embaldosado de las plazas, los reflejos del moho en la sombra saltaban ante la vista como brumosas manchas de animales marítimos.
“Chas-chas”, hacía el calzado. –“¡Abran paso!, ¡abran paso!”, vociferaban los soldados. Y yo, entre murmullos, hollejo en la caja, acusaba recibo de las transacciones que, en monedas de oro, enmarcaban los comentarios.
–“¡Este muerto debe ser personaje importante -tomándome en cuenta, murmuraba el común-, cristiano y además mártir, porque lo regresan del cementerio!”. –“Pero no es acción digna de creyentes, aunque guerreros”. Y, a pesar de que ningún problema moral solía distraer el vocingleo en los ventorrillos, los susurros apurados por el asombro dejaban entrever que, aun en contra del criterio vulgarmente aceptado, los muertos pueden ser peligrosos.
La brisa se iba y retornaba, y con cada vuelta se renovaba de nuevos matices: de los olores vegetales de las verduras en los tinglados; de los perejiles, de las coles y los cebollines; de los ajos, que daban a las salsas de las fritangas el mérito de sabores poco sagrados; aromas que se confundían con el canto de los gallos, que, espueludos y afeitados, desde los redondeles de lidia, acrecentaban con su alboroto el clamor del mercado.
Despertaba a la misma escena durante siglos repetida. Los mismos signos de miseria. Roma golpeando sus formas; azotes para dejarse desangrar. Crucificándose en augurios, en desechos. Con su topografía concluida en estricto orden imperial. Fluyendo ambiciosa desde las cejas divinas de Marte, Júpiter o el mismísimo Dios. Se explicaban entonces ciertos calificativos, como aquel de ¡hijos de malamadre!, que arrostraban a los soldados los que aherrojados en picota aguardaban, en plena plaza pública, al verdugo. Efebos de casas clandestinas que, por su amor contranatura con magistrados absueltos, se verían expuestos, esta vez, a un falo de hierro, el que se ensañaría sobre sus piernas, brazos y espaldas, para conjurar, ¡quién sabe!, un cargo de conciencia. Más allá, andamios repletos de cestas a medio tejer; allí también, hacinados, elíxires, yerbas y toda clase de menjunjes utilizados para devolver la pasión a los ancianos. Mi funeral procesión, como puede observarse, regresaba de la tumba sin responso, ofrendas ni réquiem, sólo entre las voces que, desde las casas y los tenduchos, con sorpresa, anunciaban su mercancía.
Y tras la agudeza dialéctica y el chismorreo común de los pregoneros, las mujeres procaces endilgaban una mirada lasciva al redundante chasquido de las sandalias imperiales. Calzados aquellos conscientes de la mezcla primaveral en los tenderetes y del olor adolescente de las vírgenes que, en los cubículos trashumantes, se convertían en mujeres mercenarias. Porque ellos eran soldados, soldados de la Iglesia. Hombres fuertes, duros para el sufrimiento, y aunque disciplinados, hombres, dije. Así también capaces de abdicar a sus obligaciones cuando, por tentaciones mundanas, aquellas se hacen una carga difícil de llevar.
La ciudad pontificia, con mi muerte, había quedado acéfala. Un vasto testimonio de regocijo, demostrado con el júbilo de una salva de carcajadas, había llenado el rostro de Máximo Condotti, exteriorizado, además, con palabras que, por mi condición eclesial, no me permito repetir. Y fue por ello que, en una exaltación mental bastante parecida a la embriaguez, después de varios intentos fallidos, realizados con el ánimo de encubrir, primero en vida, mi leyenda, con actos de marcada blasfemia, utilizando el magnetismo que irradiaba su presencia, el cardenal Máximo Condotti había ideado un último plan, el más codicioso, quizás; el que le permitiría, a través de la imitación ridícula de un proceso legal post-mortem, colocarse sobre las sienes la tiara pontifical. Y es verdad, coraje no le faltó. Desde el momento de planearlo, se lo estuvo relamiendo de gusto. –“¡Ay, Máximo, cómo no ibas a ser tu!”.
Cuando su madre decidió concebirlo, los burdeles perdieron la entusiasta alegría de otros tiempos, el esplendor venéreo, ya que no obstante lo firme de las creencias de Abidonia, -¡tu madre!-, su ancho y bajo trasero había servido para mantener limpios los pisos de la mancebía. Su padre, gladiador retirado, columbró por ciertos auspicios que en esta confluencia sería engendrado el Salvador de Roma, aquél que habría de invocar la grandeza y la integridad del imperio. ¡Mal augurio! Por poco lo acaba. Es por ello que no podía ser otro el que ahora pretendía juzgar lo que en aquella tumba encontraron de mis restos.
Tenía que ser él, precisamente él. El mismo que se ufanaba de poseer ¡tanta fe cristiana! (la misma fe cristiana de tu madre), que luego la olvidaba en los vestidores de las termas, y quien, además, debía sus pronunciados labios leporinos a las tetas hechiceras que lo amamantaron.
Y fue así, con una sonrisa vulgar modelada para siempre en su rostro, como se perfiló en la penumbra de la historia con epítetos tan feroces que ni siquiera los siglos han logrado borrar. En su opinión, solía expresar con sarcasmo, era imposible, por definición práctica o teórica, diferenciar la Iglesia del Papa: ambos eran la misma cosa. Y por eso, desde el día de mi muerte, acezando, había avanzado, sin detenerse, alumbrado por una lámpara mortecina, a demostrar a sus enemigos, vivos o muertos, la fuerza sobrenatural de sus acciones. Ahora ascendía, acudido por alegatos de sangre y bandadas de frailes juramentados en aquelarres de ermita, por rígido escalafón de injurias y homicidios, hacia el trono pontificio. Pero le había surgido un obstáculo, la facción del Papa que lo había precedido, es decir, la mía, y tenía que degradarla, desprenderla de poder.
Los cuatro soldados ocuparon la mesa más escondida de la taberna. Sobre una cercana colocaron el sarcófago con mis restos indignados. El lugar era de un hereje, promiscuo navegante, quien sobrevivió al naufragio de sus principios, y que al ver el ataúd sobre el mueble de madera, insistió en que debía permanecer fuera.
–“¡Así sean las cenizas de un Papa!”, dijo.
Los cuatro soldados asintieron, y yo, desde mi remoto recinto, sólo alcance a susurrar un ora pronobis.
Enseguida fui desalojado del expendio de vinos y viandas por los mismos que, en sus manos, llevaban las jarras y los platones con la sangre y el cuerpo de Cristo.
Los cuatro soldados comieron pulpo pasado en vinagre y jarrones de vino piche; dudaron de su fe y de sus votos de obediencia, hablaron incoherencias por las emanaciones del licor y sufrieron de la represalia divina con un hipo fastidioso y la pedorrera insinuante de un eunuco sodomita, quien al ver un uniforme atiplaba la voz con invitaciones que no siempre eran tomadas con indiferencia. Una vez que terminaron por ceder ante la excitación del vino, y espoleados por el júbilo tabernario, se abandonaron a perseguir con la mirada, primero, a las jóvenes que con movimientos ondulantes se deslizaban entre las mesas. Momentos después, los cuatro soldados, a las puertas de la taberna, tomaron el féretro y, colocándolo sobre sus ebrias espaldas, atravesaron el patio y allí, entre el heno del establo, me dejaron, mientras ellos, ahora que podían, introducían sus escudos, cascos, lanzas, petos, rodillas, cabezas, codos y señales de la cruz en los agujeros que les habían ofrecido el eunuco y un trío de pendangas.
El juicio no constituyó un simple trámite, como bien pudiera creerse. Las bisagras del palacio de Letrán chirriaron atraídas por las sombras a la llegada de los cuatro soldados embriagados, pero satisfechos. Sus largos corredores, entibiados por el calor proveniente de las vasijas donde ardía incienso, resonaron como martillazos en la costra dura de las bóvedas. “¡Crucifixión!", pensé. –“Ecce agnus Dei, ecce qui tollit peccata mundi”, murmuraron desde sus nidos todos los cardenales. –“Domine non sum dignus ut intres sub tectum meum”, completaron en un gran cántico que terminó por perderse tras el chas-chas salmodiado y repetido de los soldados. –“Requiescat in pace, misereatur tui omnipotens Deus, et dimissis peccatis tuis, perducat te ad vitam aeternam”. Y un cardenal ebrio, en lo que fue casi un lamento, bostezó un amén sin destino, abandonando su eco al sarcasmo de los otros cardenales.
Las velas y las lámparas iban estirando los reflejos. Las nociones de mi viaje se fueron perdiendo en aquellas penumbras especiales, en aquellas formas hechas con mármoles y destellos divinos. Sobre las cornisas de arquitecturas imprecisas, los ángeles habían propuesto altares con los desechos del último sínodo. Las cúpulas conducían las voces como altavoces, por lo que el menor ruido o murmullo redundaba en aquel ámbito. Estábamos, ya, en la Madre; subiendo escaleras, bajando escaleras, recorriendo galerías, corredores y pasillos, siendo observados por el ojo ciego de la fe, en una tentativa de institucionalizar los juicios a los papas, cuyas almas ya poseían su propia mortaja.
El juicio no constituyó un simple trámite, eso dije. Me extrajeron de la urna, me vistieron de nuevo con unas raídas y sucias ropas sacerdotales y una vez en la cámara del concilio, me colocaron en el trono que había ocupado en vida. De este modo lo hicieron, al abrigo de la inquietud de conciencia religiosa que ocasionaban los ingresos suntuosos. Irresistible atracción para cualquier pandilla de salteadores. Tan frágil era el himen que separaba al espíritu del dominio temporal, que a la menor tentación se desgraciaba la virtud. Y allí mismo, en el palacio de Letrán, se cubrió con mugrientos harapos lo que había acontecido el día de mi Sacra Possessio. El tañer de badajos en las campanas marcó el recuerdo.
Todas las casas de la ruta fueron adornadas con ramos y coronas de arrayán y laurel; colgaduras y gallardetes de terciopelo y oro. Sobre el pavimento se había extendido una capa tan gruesa de boje y mirto, que la inacabable procesión pasó en un curioso silencio, levantando una nube de perfume. Lanceros a caballo encabezaban la columna. Les seguían las familias de los cardenales. Detrás, las banderas de Roma, luego los pendones de la Santa Sede. Una recua de mulas blancas de los establos papales era conducida por jóvenes caballerizos de la corte, vestidos con túnicas de sedas rojas bordadas de armiño. Después, el tránsito seglar y el militar dieron paso, entre vítores admirativos de la voceadora multitud, al clero, el que llegó como un río sagrado de aguas negras, violetas y escarlata. Pisándoles los talones venían los escribientes y abogados, entre los que se hallaba ése, quien ahora justificaba la hipócrita equidad del Sacro Colegio. Las sotanas arrugadas, al contacto de unas y otras, sonaban como un viento suave y delicado, en un esplendor de palios dorados, que uniformaban en una sola corriente, ya lo dije, la justificación de la Iglesia. Después los cardenales, cabalgaban sobre aquella tarde desgranando las cuentas del rosario. Algún día un desfile superior sería por ellos, pensaban todos. Y por último yo, montado en un semental árabe; una gigantesca criatura blanca adornada con bozales persas y arropada con un ancho manto de tisú. Con riendas de topacio y estribos de oro y plata... y a mi paso los súbditos del imperio caían de rodillas en adoración desenfrenada, para besar, golosamente, los pliegues de mi vestido talar. Ahora enjuiciaban a quien en otro tiempo adularon y aclamaron.
Máximo Condotti, sin dejarse conmover por la sustancia melancólica de mis taladrados ojos, presidía con su calvicie aquel insensato tribunal. Los demás cardenales, en silencio, prestaron atención a Máximo, quien acrecido en figura por la adusta tensión de ánimos, justificó, con prodigalidad de gestos, la razón de mi presencia, su odio por mí. Generosidad aquella muy estudiada para resaltar sus arremetidas que habrían de desconcertar a mi propio cadáver.
–“¡Defiéndete!”, me dijo; y al no encontrar respuesta, alzando su brazo como una espada, y sin vanas invocaciones, comenzó su ataque.
-“¡Tu sarcófago acabará por servir de abrevadero a las vacas!”. Esto fue lo último que dijo, luego de una sarta de insultos y amenazas.
Y nadie hubiese esperado que yo respondiera, era un hecho aceptado mi condición de muerto. Las plomadas de los latigazos descendieron sobre mi cuerpo, ahora desnudo, después de que el concilio decidió condenarlo, obedientemente. Mis nalgas y espalda comenzaron a sangrar por entre los flecos de la piel. La fragancia de la muerte con su bruma de frío piadoso, se hizo presente de nuevo. De mi mano derecha, los tres dedos usados para dar la bendición me fueron arrancados. El último secreto del féretro voló sobre mis vértebras. Mis brazos atados, juntos, al nivel de las muñecas, mantuvieron mi cuerpo en actitud de súplica. Fue, en ese instante, cuando mi rostro comenzó a jadear (hecho que pasó, por cierto, totalmente inadvertido). Las curtidas ligaduras continuaron atravesando mi espalda; el temple de las correas impulsaba mi humanidad.
De súbito, el aleteo de las togas cardenalicias estremeció al centenar de curiosos y familiares llorosos que había en la sala. Soeces comentarios rodaron por el piso. Los rostros, al sentirse salpicados por el rocío de sangre, como si expiasen muchas culpas, recurrieron a la inquisitiva necesidad de santiguarse repetidas veces. A mi abogado, el que, hasta ese momento, se había mantenido en conveniente silencio, haciendo mutis, al ver el desencadenado sobresalto que provocó en los parroquianos mi reacción, le oí pronunciar algunas obscenidades.
¡Es que Máximo quiso llegar demasiado lejos! Por considerar una afrenta que mi cuerpo se desangrara, y además salpicara sus vestidos, ordenó a sus verdugos, sólo como anticipo, que, allí mismo, bajo la bóveda del pórtico, colgado por los pies, fuese torturado con el cauterio de un tizón. Ahí sí que ya no aguanté más. Y detrás del grito enloquecido de mi voz, para detener este último atropello, se oyeron también las exclamaciones aterradas de la muchedumbre, e, incluso, las del mismo Máximo Condotti quien, asustado, comenzó a abjurar de sus creencias.
-“¡Máximo Condotti, maldito Máximo Condotti!, ¡mal rayo te parta, y que... Dios me perdone!”, le grité, melodramático y zurrado.
-“No contento con haber manchado mi memoria y mis acciones; no contento con vejar mi cuerpo, ya muerto, hasta el límite de la tortura, ahora quieres también deslustrar mi dignidad episcopal y el respeto que por esas partes tuve en vida, y las que estoy dispuesto a defender aun después de muerto. ¡Y aquí no seré yo quien ponga la otra mejilla! Este que veis aquí no permitirá tal cosa. Porque entre signos de la cruz y putrefactas aguas benditas, mis nalgas no saldrán chamuscadas”.
A estas palabras tan elocuentes, como enardecidas, siguieron empellones, gritos y ayes atosigados; sillas, mesas y todo aquello que había en la sala, objetos y hombres, chocaban entre sí. Formaban distintas figuras por aquel espacio. El vino desparramado (in vino veritas), menos denso que la sangre, acentuaba las manchas rojas, haciéndolas aparecer en los pisos y las paredes, como signos del final de los tiempos. Algunos aprovecharon el tumulto para adueñarse de todo lo precioso que había; vírgenes inconscientes aguardaban la posibilidad de un ultraje milagroso. Otros, como en pena, entre llantos, terminaron aferrándose a las columnas con los ojos cerrados a la espera del castigo divino: -“¡Summun jus, summa injuria!". "¡Pax vobis!, ¡pax vobis!".
Con la estrepitosa desbandada quedó el escenario lleno de cadáveres y mal heridos. Todos los cardenales volaron, algunos desplumados, a juzgar por las togas regadas en el piso. Yo enjugaba, para entonces, mis primeras lágrimas. El cielo, mientras tanto, se fue despejando en brevedades grises, y del horizonte, como erizadas torres, brotaban, al borde de la niebla, montañas puntiagudas cual catedrales enterradas.
Sentí al instante que mi cuerpo empezaba a dormírseme, para siempre. Volvía a refugiarme en las grietas de las colinas romanas, a seguir gimiendo mi llanto, pero esta vez un llanto heroico, sin embargo; un llanto producto de la doble muerte. Volvía a deambular con los perfiles espectrales, a buscar entre las cenizas que el viento de la noche le arranca a la vida, a aullar en acecho de los despojos del mundo. ¡Volvía otra vez!, ¡sí, volvía!, pero no sin antes recordarle la madre a Máximo Condotti, a ese hijo de puta, quien huyó como un cobarde, dejando sobre el piso, entre cagarrutas menores, el hedor vejatorio de las heces gigantes de un gran Pájaro Rojo.
Fuente: Todo el Tiempo en La memoria. Rafael Simón Hurtado. 1996. Premio Municipal de Literatura “Ciudad de Valencia”, Venezuela.
martes, 9 de diciembre de 2014
Pájaro Rojo (relato)
Rafael Simón Hurtado. Escritor, periodista. Fue Jefe de Edición de Tiempo Universitario, semanario oficial de la Universidad de Carabobo. Director-editor fundador de las revistas Huella de Tinta, Laberinto de Papel, Saberes Compartidos, los periódicos La Iguana de Tinta y A Ciencia Cierta, y la página cultural Muestras sin retoques. Premio Nacional de Periodismo (2008), Premio Nacional de Literatura Universidad Rafael María Baralt (2016), Premio Municipal de Literatura Ciudad de Valencia, (1990 y 1992). Ha publicado los libros de ficción Todo el tiempo en la memoria y La arrogancia fantasma del escritor invisible y otros cuentos; y de crónicas, Leyendas a pie de imagen: Croquis para una ciudad. Ha hecho estudios de Maestría de Literatura Venezolana en la Universidad de Carabobo.
Crucifixión (relato)
"Noli me tangere" ("No me toques"). Tiziano,1512.
“El único de los discípulos que no huyó después del prendimiento de Jesús fue María Magdalena, la mujer que ahora llora y besa sus pies recostada al madero de la Cruz”.
Miguel Otero Silva
Culminado el aniquilamiento, abandonado, solo; lacerado y repudiado, volvió la cara para encontrarse con el sueño. Por la señal de la Santa Cruz, y el cabello y las barbas caen sobre el rostro y el pecho. El hombre se tumba de bruces. Los guardias se acercan, atándole las manos a la espalda, y alrededor de los tobillos, una soga desatada. En la cabeza, una corona le hiere las sienes. La túnica, púrpura y ornada con encajes, desciende en orlas hasta sus pies. Los soldados halan hacia sí, retirándole ampliamente las piernas... Los cuerpos, enemigos, habitados por el espíritu, iluminados, ¡Dios nuestro!, revelados, sorprendidos. ¡Líbranos Señor! El verdugo coloca el poste, afilado, en la entrepierna. Las miradas se exaltan por el entusiasmo, las mejillas se encienden por el amor, las pupilas se dilatan por la beatitud. El verdugo se arrodilla junto al hombre, y en nombre de Dios, hace un tasajo por donde atravesará el poste al cuerpo. La mujer toma su rostro fulminado por el asombro hecho goce y traspasado por el goce hecho asombro, transfigurados los dos por la admiración y rejuvenecidos por el placer, entreabiertos los labios por el éxtasis. El verdugo martilla. A cada golpe el hombre se estremece, irguiéndose a medias, para volver a caer. La mujer le besa el pecho y lo ve tendido con los ojos cerrados. El cuerpo se convulsiona, instintivamente. El verdugo, a cada dos mazazos, examina el poste, y al hombre. Ningún órgano vital debe ser tocado. Después le besa en la boca y siente un inevitable aroma de suavidad que exhala a través de aquellos labios. Al cabo de un tiempo, la piel de la espalda se levanta, levemente. Una incisión, en forma de cruz, le es hecha en ese lugar. La sangre empieza a fluir. El madero alcanza la altura de la oreja derecha. El rostro se hincha, los ojos se asombran, los párpados se aquietan, la boca se contrae, los dientes... Imposible controlar aquella máscara. Sin embargo, el corazón late. La mujer se lleva la mano derecha, los dedos índice y pulgar en cruz, hasta la frente. Lo observa, envuelto en sábanas y luego posa su mejilla contra la mejilla de Él y acerca su mano y lo aprieta contra ella. Cristo reconoce la caricia con una sonrisa, y despierta.
Fuente: Todo el Tiempo en la Memoria.. Rafael Simón Hurtado. 1996.
“El único de los discípulos que no huyó después del prendimiento de Jesús fue María Magdalena, la mujer que ahora llora y besa sus pies recostada al madero de la Cruz”.
Miguel Otero Silva
Culminado el aniquilamiento, abandonado, solo; lacerado y repudiado, volvió la cara para encontrarse con el sueño. Por la señal de la Santa Cruz, y el cabello y las barbas caen sobre el rostro y el pecho. El hombre se tumba de bruces. Los guardias se acercan, atándole las manos a la espalda, y alrededor de los tobillos, una soga desatada. En la cabeza, una corona le hiere las sienes. La túnica, púrpura y ornada con encajes, desciende en orlas hasta sus pies. Los soldados halan hacia sí, retirándole ampliamente las piernas... Los cuerpos, enemigos, habitados por el espíritu, iluminados, ¡Dios nuestro!, revelados, sorprendidos. ¡Líbranos Señor! El verdugo coloca el poste, afilado, en la entrepierna. Las miradas se exaltan por el entusiasmo, las mejillas se encienden por el amor, las pupilas se dilatan por la beatitud. El verdugo se arrodilla junto al hombre, y en nombre de Dios, hace un tasajo por donde atravesará el poste al cuerpo. La mujer toma su rostro fulminado por el asombro hecho goce y traspasado por el goce hecho asombro, transfigurados los dos por la admiración y rejuvenecidos por el placer, entreabiertos los labios por el éxtasis. El verdugo martilla. A cada golpe el hombre se estremece, irguiéndose a medias, para volver a caer. La mujer le besa el pecho y lo ve tendido con los ojos cerrados. El cuerpo se convulsiona, instintivamente. El verdugo, a cada dos mazazos, examina el poste, y al hombre. Ningún órgano vital debe ser tocado. Después le besa en la boca y siente un inevitable aroma de suavidad que exhala a través de aquellos labios. Al cabo de un tiempo, la piel de la espalda se levanta, levemente. Una incisión, en forma de cruz, le es hecha en ese lugar. La sangre empieza a fluir. El madero alcanza la altura de la oreja derecha. El rostro se hincha, los ojos se asombran, los párpados se aquietan, la boca se contrae, los dientes... Imposible controlar aquella máscara. Sin embargo, el corazón late. La mujer se lleva la mano derecha, los dedos índice y pulgar en cruz, hasta la frente. Lo observa, envuelto en sábanas y luego posa su mejilla contra la mejilla de Él y acerca su mano y lo aprieta contra ella. Cristo reconoce la caricia con una sonrisa, y despierta.
Fuente: Todo el Tiempo en la Memoria.. Rafael Simón Hurtado. 1996.
Rafael Simón Hurtado. Escritor, periodista. Fue Jefe de Edición de Tiempo Universitario, semanario oficial de la Universidad de Carabobo. Director-editor fundador de las revistas Huella de Tinta, Laberinto de Papel, Saberes Compartidos, los periódicos La Iguana de Tinta y A Ciencia Cierta, y la página cultural Muestras sin retoques. Premio Nacional de Periodismo (2008), Premio Nacional de Literatura Universidad Rafael María Baralt (2016), Premio Municipal de Literatura Ciudad de Valencia, (1990 y 1992). Ha publicado los libros de ficción Todo el tiempo en la memoria y La arrogancia fantasma del escritor invisible y otros cuentos; y de crónicas, Leyendas a pie de imagen: Croquis para una ciudad. Ha hecho estudios de Maestría de Literatura Venezolana en la Universidad de Carabobo.
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