La muerte es algo tan natural como el nacimiento, el crecimiento, la edad madura o la senectud. Es lo único seguro en la vida. Y quizás no por la muerte misma, sino por las miserias de la enfermedad, de la dependencia y del dolor sin esperanza, se le teme. En el texto que presentamos a continuación, el profesor de la Universidad de Carabobo Ángel Orcajo, reflexiona sobre ella, en un afán sostenido por dar razones para “eliminar el miedo a la muerte”, mas no el miedo a morir, pues según nos dice, son dos cosas distintas. Ángel Orcajo es autor de los libros Filosofía de la Educación Venezolana (1986); La Postmodernidad o las fracturas de las ilusiones (3ª. Ed. 2000); La Historia reversible, una Filosofía de la Historia (1998); Reconstruyendo la Universidad (1999); Conversaciones en el Patio Rectoral (2000).
Esa muerte que nos perturba ¿está hecha de realidades o de fantasías?
De las dos. Nosotros hacemos de los fantasmas una parte íntima de la realidad. Constantemente mezclamos esos dos mundos. La mayor parte de nuestras alegrías y de nuestros sustos está hecha con la miga de las expectativas que nos creamos. Esto es aún más cierto cuando nuestro cuerpo es llevado al extremo de su rompimiento físico y sólo le queda como alternativa la disolución. Hay una huida hacia delante, una catábasis, que nos lleva a adelantar lo que viene. En ese sentido el miedo a la muerte es la primera forma de duelo por algo que sin duda nos ocurrirá. La fantasía es el gran demiurgo, el gran prestidigitador de nuestra vida. Los que tienen miedo a la muerte mueren todos los días; los otros, una sola vez.
¿Cuál es la razón de tanto miedo a la muerte?
Vivimos apegados al yo, identificados sólo con el yo y la muerte representa justamente la supresión del yo, la pérdida de la conciencia de nosotros mismos. La muerte es una experiencia de soledad y de anulación total. De haber vivido identificados con la naturaleza, la gran madre, este episodio quizá no resultaría tan dramático puesto que la identificación con ella continúa aún más allá de ese salto. La muerte es el envés, el anti-yo, el espejo oscuro de todo lo que hay de negación en nuestra vida. En alguna ocasión La Biblia se refiere a un castigo apocalíptico que está por encima de todos: “tu nombre será raído de la faz de la tierra”. Tu nombre representa tu vida personal. Esa es la ley de la muerte: serás raído de la faz de la tierra. Esa ley, además, es de una absoluta irrefutabilidad y no tiene excepción.
¿No podríamos llegar mediante algún aprendizaje a aceptar la muerte como un acontecimiento familiar y salvador, un cairós o momento de gracia, como decían los griegos?
Para eso hay que mirarla con menos horror, como un acontecimiento que no anula sino que nos solidifica con nuestro ser, algo así como lo han hecho algunos estoicos, cristianos o budistas. Pero resulta que, a fuerza de rehuir la muerte, la hemos convertido en un tema tabú y cualquier tabú funciona a la larga como una amenaza de la que debes cuidarte. En esta sociedad está mal visto hablar de la muerte. Es un desagradable jarro de agua fría. Hemos abierto demasiada separación entre la vida y la muerte, como si no se pertenecieran mutuamente. La muerte pertenece al menú, al repertorio de la vida, pero sólo nos preparamos para vivir. Hacemos consistir la vida en una huida y lucha contra la muerte. Epicuro, en el siglo IV a. C., enseñaba a vivir con cierta serenidad y parsimonia a fin de liberarse del miedo a la muerte. Todavía nos falta aprender a implicarlas en una interrelación de equilibrio. Pero la muerte se venga del olvido en que la hemos sumido. Cuando llega el momento del ocaso, antes o después, ese sentimiento, impuesto por la fuerza de la debilidad corporal, baña de angustia todos los actos de la vida. Nos aterroriza cualquier fisura por la que pueda entrar la muerte. Pero, desde luego, las cosas podrían ocurrir de otra manera. Yo nací en una ciudad en la que hay una famosa cartuja, la de Miraflores. Los cartujos, decían, sólo tienen fiesta cuando muere alguno de sus hermanos de comunidad. Ellos suponen que ese día es de fiesta porque el hermano regresa a la casa del padre. La muerte ya no es algo in-natural, contra-natural, sino completamente esperado y querido.
¿Dónde está ese equilibrio que la muerte le puede prestar a la vida? ¿No es ella, más bien, el gran desequilibrante, el desacoplamiento total de nuestra vida?
Es evidente que vivimos drogados. Nos drogamos de mil maneras, en particular contra la muerte. Mucho de lo que hacemos responde a la intención de crear un mundo artificial que nos permita evadir esa realidad original, taparla. La cultura hedonista de hoy es un gran muestrario de lo artificial. Cuando esa cultura del placer entra en nuestra conciencia, sale rebotada la conciencia personal. Hay quien se esconde detrás de una indumentaria, del dinero, del título, del cachivache, de un individualismo endiosado, etc. Cada uno fabrica la inconsciencia a su manera. El caso es que después de eso ya se ha perdido de vista la propia realidad y se han producido dos grandes rupturas: la del yo con respecto a la naturaleza y la de la vida con respecto a la muerte. Esa separación que pretendemos plantear entre la naturaleza y el yo es artificial. El hombre no es torre sino tierra. La vida personal es un proceso hacia una síntesis con la naturaleza en la que se sumerjan y oculten todos los “yos”. Lo artificial no puede ignorar que somos parte de la naturaleza y que vamos de viaje con ella. Pero el concepto de peregrino ha quedado oculto y pervertido debajo del de ciudad divertida y permanente.
¿Qué impresión producen los pasos de la muerte cuando uno empieza a presumir que se están aproximando?
Que son los de siempre, pero que ahora suenan más cerca y que te andan buscando a ti. Dicen que lo malo del viejo es que no se lo cree. El convencimiento de ser viejo se forma poco a poco. Ni te crees viejo ni sabes cuántos años de vida te reserva esta lotería. De todas formas hay un momento en el que la información se va convirtiendo en convicción y eso ya pesa en el ánimo mucho más. El mundo comienza a verse lejos y uno caminando detrás. Es una pequeña angustia que te hormiguea por dentro día y noche. Uno se despierta cada mañana y enseguida tiene el almanaque, como una alarma, delante de los ojos. Habría que aprender a tratar y a asimilar la muerte desde más temprano. Pero si ser viejo es una infamia, como decía Borges, pues fíjese, la muerte es una vergüenza.
En cualquier caso este es un trago difícil para todos, incluso para los que se han venido preparando.
Para unos más que para otros. ¿No ves la naturalidad con que deja la vida el feo y magnífico Sócrates? La muerte de Jesucristo es más dramática pero, en cualquier caso, grandiosa, confiada, “consumatum est”. Las nubes que se obscurecen, las rocas que se rompen no son en definitiva más que el símbolo de lo que sucede por dentro, pero hay un cielo abierto. Los griegos se hacen fuertes y serenos ante la muerte por la certeza de la inmortalidad. Los cristianos, por la esperanza de la resurrección. Los budistas, por la transición de la energía de la conciencia a través del bardo. Yoga significa precisamente unión con la naturaleza. Kant se conforta frente a su más allá con la idea de una justicia que necesariamente se deberá cumplir. Unamuno ve en este rabioso deseo de inmortalidad que hay en cada uno de nosotros la expresión de una racionalidad que no podrá contradecirse a sí misma. Creo que hay una constante histórica: cuanto más identificados con la naturaleza o con Dios, más natural y menos trágica resulta la muerte. Naturaleza y Dios son vistos como vía de prolongación y lugar donde uno realiza la identificación definitiva consigo mismo. Los estoicos, por ejemplo, entienden que hay un “logos”, una racionalidad universal que domina todos los movimientos de la naturaleza. El sabio se adhiere voluntariamente a ese logos y desde ese momento todo se lleva mejor. La redención actúa por medio de la razón.
¿Pero se llega a suprimir el carácter trágico de la muerte?
¿Trágico? ¿No será más trágica la vida? En la vida no falta un nubarrón casi nunca. Como dicen los maracuchos (de Maracaibo, estado Zulia, Venezuela), si no estás preso, te andan buscando. A veces sólo el sueño es un refugio provisional para esconderse. Hay casos en los que la muerte aparece como la glorificación de unos ideales por los que se está dispuesto a dar la vida. Es hermosa porque representa la identificación definitiva con ellos. El caso de los que se suicidan es una forma extrema de huida. Lo cierto es que nuestra sociedad es una cruz roja. Hay que ver cuánta injusticia, burla, sangre, enfermedad, irracionalidad, se experimenta a lo largo de la vida. Hay que ver cuánto lloran aún aquellos a los que les va bien. Si llegas a anciano decrépito o a enfermo inválido, todavía peor. Los monjes huían de la sociedad para ganar el cielo; otros se cierran en casa solamente para poder distanciarse de una realidad estúpida y algunos, cuando se sienten materialmente apaleados por el dolor o la soledad, le suplican a la muerte que se apiade de ellos y venga a buscarlos. Cuando muramos, en cambio, ya nada de eso volverá a ocurrir. La muerte será una liberación: sin temores, sin accidentes ni equivocaciones, sin hijos adoloridos, sin castigo. ¿Por qué la vida va a ser, entonces, mejor que la muerte? En este terreno de realidades imperfectas, limitadas, el ser está lleno de no-ser y la vida tiene demasiado sabor a deterioro. Lo que pasa, dice Ortiz Osés, es que el ruido de la vida, la superficialidad y frivolidad de esta sociedad han obturado el significado de la muerte. No se justifica tanto miedo. Los cristianos verdaderos no tienen nada que temer y mucho que esperar. ¡Muero porque no muero! Los ateos se encaminan simplemente a una paz mineral, al silencio que no hiere, a la plenitud de las armonías y de las identificaciones cósmicas.
¿Y eso no es un mensaje nihilista, una invitación al masoquismo y a la inutilidad?
Eso sería otro extremo. La vida, en medio de su fragilidad y de sus contradicciones, continúa teniendo sentido y produce pasión. Lo que se propone ahora es una invitación al equilibrio, a la homeostasis; que la idea de la muerte horade e ilumine la vida. La muerte le da su punto de equilibrio a la vida, le descubre su valor y su sentido. Pasar por la idea de la muerte es una forma de reconsiderar equilibradamente la vida. Heidegger hacía depender de esa idea la autenticidad del sujeto: “el hombre es un ser para la muerte”. Nada suele ser más estúpido que alguien con conciencia de héroe inmortal. Los mismos héroes, recuerda Yung, al final buscan la muerte siquiera para eliminar su propia peligrosidad. ¿Qué hubiera hecho Nietzsche si no enloquece antes de que le cayeran encima sus propias ruinas? Hay ocasiones en las que la locura resulta ser, ciertamente, una forma de cordura.
Las razones que Ud. pueda ofrecer son razones bondadosas, ¿pero serán capaces de eliminar el miedo?
El miedo a la muerte, sí. El miedo a morir, no. Que conste que se trata de dos cosas distintas: una cosa es morir y otra el estado de muerte. Es una lástima que tengamos que salir de la vida a pescozones, a puntapiés. Es una lástima que nuestros padres e hijos tengan que morir de esa manera. A eso, al momento de morir, se le tiene miedo. Sin embargo, ya para el momento siguiente nos sentimos tranquilos porque no se sufre más. La muerte no existe, lo único que existe es el acto de morir. El estado de muerte es un completo vacío al que no se le pondrá ni siquiera nombre. Lo que no tiene nombre no existe. La muerte es la insensibilidad. Ese vacío indoloro, sin embargo, parece que todavía les horroriza a algunos. Es probable que en él continúe funcionando uno de los mitos más primitivos de la humanidad. Ese vacío representaba la noche, el caos, el desorden original, y resulta que ahora, a través de la muerte, nos están arrojando nuevamente a él. Pero alrededor de ese vacío mítico también surgían diferentes promesas de vida. Así sucedió en los días genesíacos de la humanidad, cuando todos los seres fueron saliendo de aquel caos. ¿Por qué no puede ocurrir eso mismo otra vez?
Esa muerte que nos perturba ¿está hecha de realidades o de fantasías?
De las dos. Nosotros hacemos de los fantasmas una parte íntima de la realidad. Constantemente mezclamos esos dos mundos. La mayor parte de nuestras alegrías y de nuestros sustos está hecha con la miga de las expectativas que nos creamos. Esto es aún más cierto cuando nuestro cuerpo es llevado al extremo de su rompimiento físico y sólo le queda como alternativa la disolución. Hay una huida hacia delante, una catábasis, que nos lleva a adelantar lo que viene. En ese sentido el miedo a la muerte es la primera forma de duelo por algo que sin duda nos ocurrirá. La fantasía es el gran demiurgo, el gran prestidigitador de nuestra vida. Los que tienen miedo a la muerte mueren todos los días; los otros, una sola vez.
¿Cuál es la razón de tanto miedo a la muerte?
Vivimos apegados al yo, identificados sólo con el yo y la muerte representa justamente la supresión del yo, la pérdida de la conciencia de nosotros mismos. La muerte es una experiencia de soledad y de anulación total. De haber vivido identificados con la naturaleza, la gran madre, este episodio quizá no resultaría tan dramático puesto que la identificación con ella continúa aún más allá de ese salto. La muerte es el envés, el anti-yo, el espejo oscuro de todo lo que hay de negación en nuestra vida. En alguna ocasión La Biblia se refiere a un castigo apocalíptico que está por encima de todos: “tu nombre será raído de la faz de la tierra”. Tu nombre representa tu vida personal. Esa es la ley de la muerte: serás raído de la faz de la tierra. Esa ley, además, es de una absoluta irrefutabilidad y no tiene excepción.
¿No podríamos llegar mediante algún aprendizaje a aceptar la muerte como un acontecimiento familiar y salvador, un cairós o momento de gracia, como decían los griegos?
Para eso hay que mirarla con menos horror, como un acontecimiento que no anula sino que nos solidifica con nuestro ser, algo así como lo han hecho algunos estoicos, cristianos o budistas. Pero resulta que, a fuerza de rehuir la muerte, la hemos convertido en un tema tabú y cualquier tabú funciona a la larga como una amenaza de la que debes cuidarte. En esta sociedad está mal visto hablar de la muerte. Es un desagradable jarro de agua fría. Hemos abierto demasiada separación entre la vida y la muerte, como si no se pertenecieran mutuamente. La muerte pertenece al menú, al repertorio de la vida, pero sólo nos preparamos para vivir. Hacemos consistir la vida en una huida y lucha contra la muerte. Epicuro, en el siglo IV a. C., enseñaba a vivir con cierta serenidad y parsimonia a fin de liberarse del miedo a la muerte. Todavía nos falta aprender a implicarlas en una interrelación de equilibrio. Pero la muerte se venga del olvido en que la hemos sumido. Cuando llega el momento del ocaso, antes o después, ese sentimiento, impuesto por la fuerza de la debilidad corporal, baña de angustia todos los actos de la vida. Nos aterroriza cualquier fisura por la que pueda entrar la muerte. Pero, desde luego, las cosas podrían ocurrir de otra manera. Yo nací en una ciudad en la que hay una famosa cartuja, la de Miraflores. Los cartujos, decían, sólo tienen fiesta cuando muere alguno de sus hermanos de comunidad. Ellos suponen que ese día es de fiesta porque el hermano regresa a la casa del padre. La muerte ya no es algo in-natural, contra-natural, sino completamente esperado y querido.
¿Dónde está ese equilibrio que la muerte le puede prestar a la vida? ¿No es ella, más bien, el gran desequilibrante, el desacoplamiento total de nuestra vida?
Es evidente que vivimos drogados. Nos drogamos de mil maneras, en particular contra la muerte. Mucho de lo que hacemos responde a la intención de crear un mundo artificial que nos permita evadir esa realidad original, taparla. La cultura hedonista de hoy es un gran muestrario de lo artificial. Cuando esa cultura del placer entra en nuestra conciencia, sale rebotada la conciencia personal. Hay quien se esconde detrás de una indumentaria, del dinero, del título, del cachivache, de un individualismo endiosado, etc. Cada uno fabrica la inconsciencia a su manera. El caso es que después de eso ya se ha perdido de vista la propia realidad y se han producido dos grandes rupturas: la del yo con respecto a la naturaleza y la de la vida con respecto a la muerte. Esa separación que pretendemos plantear entre la naturaleza y el yo es artificial. El hombre no es torre sino tierra. La vida personal es un proceso hacia una síntesis con la naturaleza en la que se sumerjan y oculten todos los “yos”. Lo artificial no puede ignorar que somos parte de la naturaleza y que vamos de viaje con ella. Pero el concepto de peregrino ha quedado oculto y pervertido debajo del de ciudad divertida y permanente.
¿Qué impresión producen los pasos de la muerte cuando uno empieza a presumir que se están aproximando?
Que son los de siempre, pero que ahora suenan más cerca y que te andan buscando a ti. Dicen que lo malo del viejo es que no se lo cree. El convencimiento de ser viejo se forma poco a poco. Ni te crees viejo ni sabes cuántos años de vida te reserva esta lotería. De todas formas hay un momento en el que la información se va convirtiendo en convicción y eso ya pesa en el ánimo mucho más. El mundo comienza a verse lejos y uno caminando detrás. Es una pequeña angustia que te hormiguea por dentro día y noche. Uno se despierta cada mañana y enseguida tiene el almanaque, como una alarma, delante de los ojos. Habría que aprender a tratar y a asimilar la muerte desde más temprano. Pero si ser viejo es una infamia, como decía Borges, pues fíjese, la muerte es una vergüenza.
En cualquier caso este es un trago difícil para todos, incluso para los que se han venido preparando.
Para unos más que para otros. ¿No ves la naturalidad con que deja la vida el feo y magnífico Sócrates? La muerte de Jesucristo es más dramática pero, en cualquier caso, grandiosa, confiada, “consumatum est”. Las nubes que se obscurecen, las rocas que se rompen no son en definitiva más que el símbolo de lo que sucede por dentro, pero hay un cielo abierto. Los griegos se hacen fuertes y serenos ante la muerte por la certeza de la inmortalidad. Los cristianos, por la esperanza de la resurrección. Los budistas, por la transición de la energía de la conciencia a través del bardo. Yoga significa precisamente unión con la naturaleza. Kant se conforta frente a su más allá con la idea de una justicia que necesariamente se deberá cumplir. Unamuno ve en este rabioso deseo de inmortalidad que hay en cada uno de nosotros la expresión de una racionalidad que no podrá contradecirse a sí misma. Creo que hay una constante histórica: cuanto más identificados con la naturaleza o con Dios, más natural y menos trágica resulta la muerte. Naturaleza y Dios son vistos como vía de prolongación y lugar donde uno realiza la identificación definitiva consigo mismo. Los estoicos, por ejemplo, entienden que hay un “logos”, una racionalidad universal que domina todos los movimientos de la naturaleza. El sabio se adhiere voluntariamente a ese logos y desde ese momento todo se lleva mejor. La redención actúa por medio de la razón.
¿Pero se llega a suprimir el carácter trágico de la muerte?
¿Trágico? ¿No será más trágica la vida? En la vida no falta un nubarrón casi nunca. Como dicen los maracuchos (de Maracaibo, estado Zulia, Venezuela), si no estás preso, te andan buscando. A veces sólo el sueño es un refugio provisional para esconderse. Hay casos en los que la muerte aparece como la glorificación de unos ideales por los que se está dispuesto a dar la vida. Es hermosa porque representa la identificación definitiva con ellos. El caso de los que se suicidan es una forma extrema de huida. Lo cierto es que nuestra sociedad es una cruz roja. Hay que ver cuánta injusticia, burla, sangre, enfermedad, irracionalidad, se experimenta a lo largo de la vida. Hay que ver cuánto lloran aún aquellos a los que les va bien. Si llegas a anciano decrépito o a enfermo inválido, todavía peor. Los monjes huían de la sociedad para ganar el cielo; otros se cierran en casa solamente para poder distanciarse de una realidad estúpida y algunos, cuando se sienten materialmente apaleados por el dolor o la soledad, le suplican a la muerte que se apiade de ellos y venga a buscarlos. Cuando muramos, en cambio, ya nada de eso volverá a ocurrir. La muerte será una liberación: sin temores, sin accidentes ni equivocaciones, sin hijos adoloridos, sin castigo. ¿Por qué la vida va a ser, entonces, mejor que la muerte? En este terreno de realidades imperfectas, limitadas, el ser está lleno de no-ser y la vida tiene demasiado sabor a deterioro. Lo que pasa, dice Ortiz Osés, es que el ruido de la vida, la superficialidad y frivolidad de esta sociedad han obturado el significado de la muerte. No se justifica tanto miedo. Los cristianos verdaderos no tienen nada que temer y mucho que esperar. ¡Muero porque no muero! Los ateos se encaminan simplemente a una paz mineral, al silencio que no hiere, a la plenitud de las armonías y de las identificaciones cósmicas.
¿Y eso no es un mensaje nihilista, una invitación al masoquismo y a la inutilidad?
Eso sería otro extremo. La vida, en medio de su fragilidad y de sus contradicciones, continúa teniendo sentido y produce pasión. Lo que se propone ahora es una invitación al equilibrio, a la homeostasis; que la idea de la muerte horade e ilumine la vida. La muerte le da su punto de equilibrio a la vida, le descubre su valor y su sentido. Pasar por la idea de la muerte es una forma de reconsiderar equilibradamente la vida. Heidegger hacía depender de esa idea la autenticidad del sujeto: “el hombre es un ser para la muerte”. Nada suele ser más estúpido que alguien con conciencia de héroe inmortal. Los mismos héroes, recuerda Yung, al final buscan la muerte siquiera para eliminar su propia peligrosidad. ¿Qué hubiera hecho Nietzsche si no enloquece antes de que le cayeran encima sus propias ruinas? Hay ocasiones en las que la locura resulta ser, ciertamente, una forma de cordura.
Las razones que Ud. pueda ofrecer son razones bondadosas, ¿pero serán capaces de eliminar el miedo?
El miedo a la muerte, sí. El miedo a morir, no. Que conste que se trata de dos cosas distintas: una cosa es morir y otra el estado de muerte. Es una lástima que tengamos que salir de la vida a pescozones, a puntapiés. Es una lástima que nuestros padres e hijos tengan que morir de esa manera. A eso, al momento de morir, se le tiene miedo. Sin embargo, ya para el momento siguiente nos sentimos tranquilos porque no se sufre más. La muerte no existe, lo único que existe es el acto de morir. El estado de muerte es un completo vacío al que no se le pondrá ni siquiera nombre. Lo que no tiene nombre no existe. La muerte es la insensibilidad. Ese vacío indoloro, sin embargo, parece que todavía les horroriza a algunos. Es probable que en él continúe funcionando uno de los mitos más primitivos de la humanidad. Ese vacío representaba la noche, el caos, el desorden original, y resulta que ahora, a través de la muerte, nos están arrojando nuevamente a él. Pero alrededor de ese vacío mítico también surgían diferentes promesas de vida. Así sucedió en los días genesíacos de la humanidad, cuando todos los seres fueron saliendo de aquel caos. ¿Por qué no puede ocurrir eso mismo otra vez?