“Huele a silencio de monjas”
José Joaquín Burgos.
Del Libro Todo el Tiempo en la Memoria,
José Joaquín Burgos.
Había que tener conciencia de los vestidos para saber que bajo sus aires se movía la tristeza. Acumuladas sobre un cerro de recuerdos o memorias rotas sorbían el vino arzobispal hasta dejar sólo una mancha en el fondo de las copas. ¿De dónde vinieron? Imposible saberlo. Además, nadie viene aquí a averiguarlo. La multitud agobia con el fragor de sus voces y los gritos concluyen en los oídos como fogonazos de infierno.
Aquella noche fue inevitable la somnolencia. Ella, apoyada por la cadencia sonora del agua, había acabado con mi paciencia, hizo estrépitos de sueños fracturados, y al decidirme a avanzar hacia la oscuridad, mi angustia zozobró en la credulidad de que al fin me despojaría de pudores y rictus ancestrales. Y nosotros dos asumiendo toda la desdicha. Nosotros dos, como quienes no sospechan, pero ni así, su suerte. Nosotros dos, achinando los ojos en un intento por perforar el sueño soñado la noche anterior.
Ya otras veces lo había ensayado. Después del mecer de los cerrojos atravesaba la plazoleta. La arena abundante y floja se desparramaba de los recintos que enmarcaban los cardos y los almendrones al cuadrado de los pasillos; más allá, algunos uveros y las ondas infinitas de mar hacia cualquier orilla llenando todo el contorno. Antes, pasaba frente a la iglesia –sin gente-. Por vergüenza y no en actitud reverencial bajaba la cabeza, apresuraba el paso y saltaba hacia la otra acera para ponerme a salvo de cualquier sanción religiosa. Pero jamás como hoy, había llegado tan lejos.
La atmósfera de la calle se había convertido en una especie de material duro y por ella parecía descender cierta substancia pegajosa que se prolongaba como un obstáculo hasta la entrada misma de la casa. Por su blanca estructura de muros añosos se diseminaban en una exaltación de misticismo, erizos, caracoles y esponjas. Los racimos de ostras, cuya timidez sólo era superada por la rápida contracción de las estrellas de mar al sentir pasos, se incrustaban en sus ventanas, en sus antepechos salientes y moldurados haciendo vibrar los gráciles tejadillos y desaparecían.
-“¡Dios mío!, ¿por qué vine aquí?”
Permanecí de pie, largo rato, en el vano de la puerta. Un zaguán blanquísimo y espacioso conducía hacia la entrada cubierta por dos mujeres sumidas en las sombras de una borrachera. Se besaban, no hice caso, entré. –“Buenas noches”. –Nadie contestó. Era como si me hubiese resistido a evolucionar. Siempre distante a cualquier señal de algarabía.
La Casa era blanca y fría. Desde el fondo provenía un aroma extraño, del que estaban impregnadas casi todas las cosas. Tal vez de alguna planta -pensé- que allí abundaban y, desde su lejano confinamiento, despedía aquel enigmático olor. Podría creerse que toda ella era un bosque cercado por paredes encaladas, aislado del paraje desolado y del silencio en el exterior. Al trasponer el umbral uno sentía la reverberación de la tierra provenir desde el solar como un eco. De los patios y entrepatios repletos de plantas, la humedad tendía su largo camino de reminiscencias. Los jazmines y los nardos en los maceteros; el romero y las rosas indicaban la existencia de una intensa vegetación, de un perenne rocío.
Antes que nada me dirigí al mingitorio. Allí lo tomé entre mis manos. Lo observé largamente y me di cuenta de que estaba perdiendo (o tal vez ya lo había hecho) eso que se ha dado en llamar inocencia o virginidad, pero estaba en desacuerdo considerar como pecado un acto que no creía repugnante.
Al regresar me coloqué en un sillón de terciopelo rojo ubicado en el pórtico principal. Me hundí en él, quedando virtualmente atrapado. Esperé, mirando de soslayo las habitaciones ordenadas alrededor del patio interior y a aquellas mujeres que entraban y salían con paso silencioso. Todas eran exactamente iguales, con el mismo sino en sus ropas. Vestían de gris, algunas más oscuro, pero todas con la referencia de un luto milenario. No tenían otros. Con botones cuidadosamente cerrados desde la parte inferior de las rodillas hasta el cuello blanco; en ocasiones, cautelosamente abierto para mostrar la insatisfacción de unos pechos.
¡Sí, mujeres! Acababa de comprenderlo. Unas viejas, con el duelo de la senilidad, pero otras, jóvenes; algunas delgadas, y las que más, feas, pero eran mujeres al fin y al cabo; seres a los que el amor había abandonado en la aurora de sus vidas, pero las que, hasta la muerte, esperaban en secreto la felicidad que pudiera interrumpir la vigilia de sus cuerpos. Yo seguí aguardando, pues la mía ya había tomado conciencia del suyo al someterse a impulsos de apetencia que para nada requirieron de la autorización del espíritu. Obedeciendo a estremecimientos internos, ocultos bajo una pretensión de santidad, había apaciguado mis formas desnudas repetidas veces, entre la hierba del monte. Y no pude dejar de amarla, ¿cómo?, si tendidos allí, a la luz quemada de la sangre, mientras mordíamos frutas, ella se despojaba de sus vestiduras quedando suspendida en el aire cual fanal ardiente.
Y fue maravilloso, desde entonces, descubrir que la vida se halla en todas partes. En los trocitos de vidrio pulidos de la playa que se adhirieron a nuestros formas en los intervalos de reposo de las olas, durante los cuales el rubor como un pez nadaba hasta su vientre habitado por temblores. En los muchos siglos de irse acumulando en las orillas con cada diferente batir las burbujas en ardor. En las piedras finísimas, como escamas ribeteando la arena, venidas desde el fondo mismo; pulidas, como dije, por ondas con oficio de joyero. Y maravilloso fue descubrir también la multiplicidad de formas en los entes abisales. Desde los palpitantes y aunque sedentarios, despiertos y acechantes, hasta los inertes, sin nombre, como ella, y, sin embargo, aventureros, bajo la apariencia de conchas con fingida actitud de indiferencia. Y tal vez fui movido por estas revelaciones, por esas energías ocultas, a emprender por otros acantilados el adivinamiento de una aproximación.
Por eso he venido, pensando que fuera lo que Dios quisiera. Como si el Señor, realmente, castigase estos pecados o algunos otros que ya se han convertido en actos naturales para los hombres.
-“Me acuso Padre mío de haber..., me acuso Padre mío de..., me acuso Padre mío...”
-“Ego te absolvo. Reza un Yo pecador, dos Padrenuestros y tres Ave Marías. In nomine patri, et filii, et espiritüs sancti…”
Alguien trajo una copa, de la que bebí apresuradamente cuando la vi aparecer. La mano, tan pálida como su cara, se estiró para indicarme algo.
-“Adelante”, me dijo.
Era una figura sin aparente energía, semejante a los enfermos.
-“Vengo muy cansado”, aclaré con voz queda.
Me tomó del brazo con una bondad extraordinaria y lentamente me condujo a través del silencio de aquel claustro, hasta la perdida soledad de una cama colocada en un rincón de la habitación como un dulce santuario. Al descender hasta el lecho me pareció caer desde la torre alta de la iglesia.
“Aquí es difícil”, le dije. Ella no contestó. Se movió flotando por aquel salón, con su luto milenario, preparándolo todo. Corrigiendo las cortinitas de los postigos, asegurando la privacía con trancas coloniales y extendiendo sábanas limpias sobre el aposento.
Al tiempo que su piel iluminó mi rostro, ascendí. Alcancé a divisar una lejanísima sonrisa en la recién abandonada melancolía de sus ojos. La cara pálida adquirió cierto rubor y sus apagados rasgos se encendieron.
El reducido cuarto era de otro tiempo, tan indefinible como el sueño, casi vacío. Una cama, una diminuta mesa de madera, un crucifijo, un candelabro y una silla. Sobre ella se confundieron nuestros hábitos.
Aquella noche fue inevitable la somnolencia. Ella, apoyada por la cadencia sonora del agua, había acabado con mi paciencia, hizo estrépitos de sueños fracturados, y al decidirme a avanzar hacia la oscuridad, mi angustia zozobró en la credulidad de que al fin me despojaría de pudores y rictus ancestrales. Y nosotros dos asumiendo toda la desdicha. Nosotros dos, como quienes no sospechan, pero ni así, su suerte. Nosotros dos, achinando los ojos en un intento por perforar el sueño soñado la noche anterior.
Ya otras veces lo había ensayado. Después del mecer de los cerrojos atravesaba la plazoleta. La arena abundante y floja se desparramaba de los recintos que enmarcaban los cardos y los almendrones al cuadrado de los pasillos; más allá, algunos uveros y las ondas infinitas de mar hacia cualquier orilla llenando todo el contorno. Antes, pasaba frente a la iglesia –sin gente-. Por vergüenza y no en actitud reverencial bajaba la cabeza, apresuraba el paso y saltaba hacia la otra acera para ponerme a salvo de cualquier sanción religiosa. Pero jamás como hoy, había llegado tan lejos.
La atmósfera de la calle se había convertido en una especie de material duro y por ella parecía descender cierta substancia pegajosa que se prolongaba como un obstáculo hasta la entrada misma de la casa. Por su blanca estructura de muros añosos se diseminaban en una exaltación de misticismo, erizos, caracoles y esponjas. Los racimos de ostras, cuya timidez sólo era superada por la rápida contracción de las estrellas de mar al sentir pasos, se incrustaban en sus ventanas, en sus antepechos salientes y moldurados haciendo vibrar los gráciles tejadillos y desaparecían.
-“¡Dios mío!, ¿por qué vine aquí?”
Permanecí de pie, largo rato, en el vano de la puerta. Un zaguán blanquísimo y espacioso conducía hacia la entrada cubierta por dos mujeres sumidas en las sombras de una borrachera. Se besaban, no hice caso, entré. –“Buenas noches”. –Nadie contestó. Era como si me hubiese resistido a evolucionar. Siempre distante a cualquier señal de algarabía.
La Casa era blanca y fría. Desde el fondo provenía un aroma extraño, del que estaban impregnadas casi todas las cosas. Tal vez de alguna planta -pensé- que allí abundaban y, desde su lejano confinamiento, despedía aquel enigmático olor. Podría creerse que toda ella era un bosque cercado por paredes encaladas, aislado del paraje desolado y del silencio en el exterior. Al trasponer el umbral uno sentía la reverberación de la tierra provenir desde el solar como un eco. De los patios y entrepatios repletos de plantas, la humedad tendía su largo camino de reminiscencias. Los jazmines y los nardos en los maceteros; el romero y las rosas indicaban la existencia de una intensa vegetación, de un perenne rocío.
Antes que nada me dirigí al mingitorio. Allí lo tomé entre mis manos. Lo observé largamente y me di cuenta de que estaba perdiendo (o tal vez ya lo había hecho) eso que se ha dado en llamar inocencia o virginidad, pero estaba en desacuerdo considerar como pecado un acto que no creía repugnante.
Al regresar me coloqué en un sillón de terciopelo rojo ubicado en el pórtico principal. Me hundí en él, quedando virtualmente atrapado. Esperé, mirando de soslayo las habitaciones ordenadas alrededor del patio interior y a aquellas mujeres que entraban y salían con paso silencioso. Todas eran exactamente iguales, con el mismo sino en sus ropas. Vestían de gris, algunas más oscuro, pero todas con la referencia de un luto milenario. No tenían otros. Con botones cuidadosamente cerrados desde la parte inferior de las rodillas hasta el cuello blanco; en ocasiones, cautelosamente abierto para mostrar la insatisfacción de unos pechos.
¡Sí, mujeres! Acababa de comprenderlo. Unas viejas, con el duelo de la senilidad, pero otras, jóvenes; algunas delgadas, y las que más, feas, pero eran mujeres al fin y al cabo; seres a los que el amor había abandonado en la aurora de sus vidas, pero las que, hasta la muerte, esperaban en secreto la felicidad que pudiera interrumpir la vigilia de sus cuerpos. Yo seguí aguardando, pues la mía ya había tomado conciencia del suyo al someterse a impulsos de apetencia que para nada requirieron de la autorización del espíritu. Obedeciendo a estremecimientos internos, ocultos bajo una pretensión de santidad, había apaciguado mis formas desnudas repetidas veces, entre la hierba del monte. Y no pude dejar de amarla, ¿cómo?, si tendidos allí, a la luz quemada de la sangre, mientras mordíamos frutas, ella se despojaba de sus vestiduras quedando suspendida en el aire cual fanal ardiente.
Y fue maravilloso, desde entonces, descubrir que la vida se halla en todas partes. En los trocitos de vidrio pulidos de la playa que se adhirieron a nuestros formas en los intervalos de reposo de las olas, durante los cuales el rubor como un pez nadaba hasta su vientre habitado por temblores. En los muchos siglos de irse acumulando en las orillas con cada diferente batir las burbujas en ardor. En las piedras finísimas, como escamas ribeteando la arena, venidas desde el fondo mismo; pulidas, como dije, por ondas con oficio de joyero. Y maravilloso fue descubrir también la multiplicidad de formas en los entes abisales. Desde los palpitantes y aunque sedentarios, despiertos y acechantes, hasta los inertes, sin nombre, como ella, y, sin embargo, aventureros, bajo la apariencia de conchas con fingida actitud de indiferencia. Y tal vez fui movido por estas revelaciones, por esas energías ocultas, a emprender por otros acantilados el adivinamiento de una aproximación.
Por eso he venido, pensando que fuera lo que Dios quisiera. Como si el Señor, realmente, castigase estos pecados o algunos otros que ya se han convertido en actos naturales para los hombres.
-“Me acuso Padre mío de haber..., me acuso Padre mío de..., me acuso Padre mío...”
-“Ego te absolvo. Reza un Yo pecador, dos Padrenuestros y tres Ave Marías. In nomine patri, et filii, et espiritüs sancti…”
Alguien trajo una copa, de la que bebí apresuradamente cuando la vi aparecer. La mano, tan pálida como su cara, se estiró para indicarme algo.
-“Adelante”, me dijo.
Era una figura sin aparente energía, semejante a los enfermos.
-“Vengo muy cansado”, aclaré con voz queda.
Me tomó del brazo con una bondad extraordinaria y lentamente me condujo a través del silencio de aquel claustro, hasta la perdida soledad de una cama colocada en un rincón de la habitación como un dulce santuario. Al descender hasta el lecho me pareció caer desde la torre alta de la iglesia.
“Aquí es difícil”, le dije. Ella no contestó. Se movió flotando por aquel salón, con su luto milenario, preparándolo todo. Corrigiendo las cortinitas de los postigos, asegurando la privacía con trancas coloniales y extendiendo sábanas limpias sobre el aposento.
Al tiempo que su piel iluminó mi rostro, ascendí. Alcancé a divisar una lejanísima sonrisa en la recién abandonada melancolía de sus ojos. La cara pálida adquirió cierto rubor y sus apagados rasgos se encendieron.
El reducido cuarto era de otro tiempo, tan indefinible como el sueño, casi vacío. Una cama, una diminuta mesa de madera, un crucifijo, un candelabro y una silla. Sobre ella se confundieron nuestros hábitos.
Del Libro Todo el Tiempo en la Memoria,
de Rafael Simón Hurtado.