viernes, 5 de junio de 2009

Eugenio Montejo, la palabra necesaria


Para Eugenio Montejo las palabras, en cuanto son partes de la conciencia y de la no conciencia del hombre y de la mujer, componen los cuerpos, su sensibilidad y su memoria. Foto de José Antonio Rosales.



A Eugenio Hernández Álvarez no le bastó un solo nombre para decirse a sí mismo. Blas Coll, Sergio Sandoval, Tomás Linden, Eduardo Polo y, sobre todo, Eugenio Montejo, lo ayudaron a penetrar en esa vastedad que a veces buscamos vanamente cuando nos nombramos. Quizá, porque al decir nuestro nombre, uno no dice quién es, sino apenas cómo se llama.

Sin embargo, Eugenio Montejo, a quien honramos a un año de su fallecimiento, consiguió con un nombre distinto al otorgado por notarios y actas de nacimiento, no sólo nombrarse, sino proclamar su propia identidad.
Conocí a Eugenio Montejo en la Universidad de Carabobo, primero a través de la lectura de sus libros, y luego, en el patio rectoral, personalmente.

De los encuentros personales, retengo las conversaciones, como acontecimientos reconfortantes y estimulantes, que se trasfiguraban, cada vez, en celebraciones de la emoción, de la percepción y de la inteligencia; pero además de la orientación, del consuelo y la compañía.

Como amigo, era alguien que tenía la rara virtud de hacernos mejores, pues Eugenio nos ayudaba a elevar el nivel de nuestra comprensión, mediante una singular generosidad. De algún modo con su forma de estar, de hablar, de aconsejar, cálida y lúcidamente, nos alzaba hasta su estatura.

Qué raro es que uno pueda recibir la oportunidad de un consejo, y que quien lo da, además, nos ayuda a recibirlo, con el tono preciso, en el momento exacto, y mediante la inequívoca vía de la amistad.

Tuve la oportunidad de encontrarme con él, como he dicho, en el patio rectoral. En más de una oportunidad recibí su visita en la Dirección de Medios y Publicaciones de la Universidad de Carabobo, para entregar un trabajo suyo para la página Muestras sin retoques; para sugerir o proponer alguna idea que enriqueciera la orientación de las ediciones especiales de Tiempo Universitario dedicadas a las ferias del libro, o a reconocer y testimoniar con un texto inédito, la calidad editorial de una revista como Laberinto de Papel.

En el año 2006, incorporado como asesor de la 7ma. Feria Internacional del Libro de la UC, en medio del trajín de la organización de la programación cultural, con esplendidez, compartió sus relaciones con poetas, escritores e instituciones culturales. Gracias a él, por ejemplo, se pudo hacer contacto con la Embajada de España, y con poetas de renombre latinoamericano como Elkin Restrepo, director de la revista de la Universidad de Antioquia, una de las más antiguas de Latinoamérica.

Pero además, en aquellos encuentros también hubo lugar para escuchar sus reflexiones y acercarnos a sus visiones personales, sobre lo que para él debían ser las ferias del libro organizadas por universidades, o sobre las motivaciones del acto de escribir, o sus percepciones sobre la poesía, o sobre la utilidad de los intelectuales.

Sobre este último aspecto escribió en Muestras sin retoques, ante una pregunta nuestra, lo siguiente: “Hoy sabemos que el intelectual, por valiosa que llegue a ser su contribución en otras áreas del pensamiento, no debe comportarse como un intelectual filotiránico, es decir, como aquél que obra a favor de algún poder totalitario. El apoyo del eminente Heidegger al nazismo, o el de Sartre al estalinismo, no se corresponden con la brillantez que en sus respectivos dominios filosóficos alcanzó cada uno de ellos. De esa experiencia negativa, sin embargo, podemos valernos a la hora de pronunciarnos sobre casos concretos de nuestra época, como la interminable dictadura castrista, para poner un ejemplo cercano. A estas alturas de la historia, un intelectual no puede cohonestar ninguna forma de tiranía. ¿Sirven para algo sus denuncias? Digamos que por lo menos sirven para defender los principios de la civilización”.

En la quietud de la oficina que ocupaba entonces, recuperábamos el sentido de la contemplación y de las palabras. Él construía misterios y trazaba estrategias para leer el alfabeto del mundo. De aquellas palabras, que me quedan como atmósferas, recobro la reconvención amable y preocupada por una sociedad que banalizaba el idioma; el énfasis que hacía en el rigor del uso del lenguaje, y el cuidado que se debía tener, incluso, con los errores en la página impresa.

Para él, las palabras, en cuanto son partes de la conciencia y de la no conciencia del hombre y de la mujer, componen los cuerpos, su sensibilidad y su memoria. Por eso intentaba, a través de sus textos, regresarle a las cosas que nombraba con las palabras la alta función que cumplen en el mundo. Se proponía un fin, una suerte de revelación de que todo podía y puede ser prodigioso si lo vemos y lo sentimos de un modo íntimo y perdurable.

“En todas las palabras de un poema ha de leerse siempre su necesidad, afirmaba, vale decir, que una a una deben convencernos de que son más necesarias que otras no empleadas; incluso, lo que todavía es más complicado, deben ser más válidas que el mismo silencio”.

Esto, según su parecer, de acuerdo a cada situación vital. Porque según él, lo que exige un arte verbal, cuando el lenguaje está puesto en sentido estético, es que las palabras sean indispensables, suficientes para transmitir el goce estético que se busca.

“No es fácil, decía, identificar cuándo una palabra es necesaria en el poema. Podemos saber cuándo un hombre está diciendo su verdad. Aunque cometa errores verbales, o incurra en errores ortográficos, si lo que pronuncia es su verdad, eso es inamovible”. Es lo que llamaba el poeta francés Antonin Artaud “hablar con la voz en el vientre”.

“En nuestra hora, advertía, tenemos que tener un gran cuidado, porque la palabra está siendo usada permanentemente dentro de una mentira, en la que pactamos todos colectivamente, como en la mentira publicitaria, por ejemplo. Y nada envejece más que la mentira. En el poema, las palabras deben responder al sentido de una necesidad, de la necesidad verbal, de lo indispensable para el poema”.

Su inicial vinculación con la Universidad de Carabobo se dio mediante la publicación de sus dos primeros libros Élegos, ocurrida en 1967, y Muerte y memoria, editado en 1972. En esta etapa integró los consejos de redacción de las publicaciones literarias Poesía y Zona Tórrida, de la Dirección de Cultura de la Universidad de Carabobo.

Ese nexo inicial con la institución universitaria, en la que obtuvo su título de abogado, y de la que fue, hasta el momento de su muerte, editor histórico, se proyectó después en una relación humanística con la institución y con la ciudad, para las que pedía el establecimiento de los estudios humanísticos.

“Al cabo de casi medio siglo de vida transcurrido desde su reapertura, -recordó en el otorgamiento del Doctorado Honoris Causa, en 2005-, la Universidad ha crecido hasta convertirse en el corazón de la ciudad. Su proyección ha sido determinante en la capacitación de los profesionales que hoy se desempeñan en todo el ámbito del país. Así y todo, con los mismos sueños del muchacho que asistió a los actos de su reapertura en 1958, quisiera decir que, si bien la inclinación científica y técnica de su diseño ha dado aportaciones notables al desarrollo de nuestro país, en nuestros días echamos en falta el crecimiento de un polo humanístico que acompañe y guíe su capacitación científica. Ojalá que en no lejana fecha podamos ver, además de los nobles estudios que se imparten en la Facultad de Ciencias de la Educación, otras Escuelas humanísticas como la de Filosofía, de Antropología, de Arte, de Estudios Musicales, etc, cuyo funcionamiento contribuya a reforzar el equilibrio de las metas de nuestra Alma Máter”.

Más que la Universidad misma, decía, esta es una iniciativa que necesita la ciudad de Valencia.

Su poesía se enriqueció, como es conocido, con la presencia de los heterónimos, alter egos con los que el poeta hizo exploraciones de sus otros lados del yo. El misterioso Blas Coll, autor de El cuaderno de Blas Coll, en 1981; Sergio Sandoval, quien publicó Guitarra del horizonte, en 1991; Tomás Linden, poeta sueco, autor del libro de sonetos El hacha de seda, en 1995, y Eduardo Polo, quien escribió un encantador poemario para niños titulado Chamario, en 2004, a cuyos textos, su ferviente amiga, la Dra. Alecia Castillo, puso música.

Fueron especies de vidas posibles, que se convirtieron en figuras replicantes de ese otro que fue Eugenio Montejo, cuya huella de tinta, al final, nos dejó, para nuestra fortuna, el aroma de Papiros amorosos. La grandeza del amor del poeta ocupa el mundo, porque, según nos sigue diciendo, “ningún amor cabe en un cuerpo solamente”.