lunes, 8 de julio de 2024
Julio vino ayer (Cuento)
Entre la vida y la muerte, en un limbo; Julio Cortázar llega de visita desde el más allá. El cuento de Rafael Simón Hurtado recrea, mediante la virtualidad de la palabra, a dos fantasmas que, sin haberlo pretendido, se encuentran y conversan sobre la vida. Fotografías de Chema Madoz.
Julio vino a visitarme. Al entrar al apartamento, lo primero que hizo fue reconvenirme sin disgusto que el reloj de pared estuviese en tiempo. Me lo reprochó, según me dijo, porque tener la hora exacta, era una forma de atarse a una obsesión.
“Es como seguir teniendo la misma mujer, o usar los mismos zapatos. Es problema tuyo, pero yo cumplo con decírtelo. La tarea esencial de un hombre es “ablandar el ladrillo todos los días”.
Después de los reproches cariñosos y de los saludos de rigor, lo invité a tomarnos un café con leche y chocolate, sentados en los muebles de la sala desde donde podíamos ver unas montañas ceñidas por una neblina de espuma suave y liviana como la del mocaccino que bebíamos. Julio quedó sentado frente a mí, y sin mirarme siquiera, encendió un cigarrillo, al que dio, con parsimoniosa suavidad, una calada profunda. Con la otra mano levantó de una mesita de centro la lengua de la cucharita para revolver el azúcar que había puesto en abundancia en la taza de café.
Nuestra conversación fue fraternal, repleta de nimiedades, de menudencias, pero también de revelaciones; eso sí, sin rispideces ni pudores, que sirvieron para alimentar nuestro encuentro urgente.
“Me gusta la música y la literatura cuando me levanto, cuando viajo, cuando camino, cuando corro, cuando pienso”; fue lo primero que me dijo.
Mientras tomaba un sorbo de la espuma perfecta que rebosaba la taza, me contó, por ejemplo, que había vuelto a su andar por las calles de Buenos Aires y París; y en ese deambular sin rumbo por puentes, teatros, museos y catedrales, la literatura detuvo el tiempo en otras realidades.
Me contó que una de esas noches en que esperaba absolutamente solo el subte en la estación de Pacífico, en el barrio de Palermo, de un quiosco de periódicos y revistas, como si de seres extraordinarios se tratara, salieron dos hombres vestidos con unos guardapolvos grises, quienes, asombrados al verlo, con un cierto aire de misterio, salieron a su encuentro.
Uno de ellos, el más viejo, con una especie de devoción y ternura, y hasta con un dejo de pudor, le dijo estrechándole la mano: “Señor Cortázar, yo vendo sus libros”. El otro, más joven, sin recato ninguno, como si la confesión no hubiese sido suficiente, se apresuró a decirle: “No sólo los vende, señor Cortázar, también me los lee”.
Nos reímos, pues si bien la anécdota guardaba la experiencia de un contacto lleno de jovialidad y agudeza, el relato dejaba entrever, además del sentimiento de asombro y fascinación, la marca de una historia de aparecidos.
“Fue un lector inesperado, que, surgido en medio de la noche como un fantasma, me hizo ver cómo el contacto con mis libros puede hacernos pasar de un mundo a otro en materializaciones espirituales luminosas”.
Entramos a mi biblioteca, y luego de coger de la estantería algún ejemplar al azar, me hizo notar como otros autores hicieron en su sensibilidad literaria un efecto semejante.
“El Amadís de Gaula, por ejemplo, reivindicó en mí, con credenciales heroicas y sublimadas, las fuerzas humanas apoyadas por un individuo con armadura; con la lectura del Ulises, de Joyce, supe que era posible convertir la prosaica y vulgar epopeya del hombre común en una obra trascendente; cuando leí Justine o los infortunios de la Virtud, del Marqués de Sade, vislumbré las infinitas posibilidades de un espíritu auténticamente libre, y con La vuelta al mundo en ochenta días, de mi admirado Julio Verne, pude comprobar cómo se podía modificar el orden de lo anodino y calmo de lo real, en una develación de asombro sostenida en el abismo de la cotidianidad. Es más, traducir los cuentos de Edgar Allan Poe, palabra por palabra, forjó en mi propia escritura no sólo la pasión por el cuento como género literario, sino también un gusto excepcional por los sucesos irracionales y la irrupción de lo sobrenatural, en medio de lo cotidiano”.
Un librito artesanal con poemitas míos que yo había confeccionado con cartón y papel de estraza, escondido entre otros libros, llamó su atención. Sonrió con especial deferencia, pues, según me dijo, le hizo recordar algunos ejemplares que él había atesorado en su biblioteca como pequeñas joyas literarias y libros de curiosidad formal.
“Como tu librito, yo atesoro libros-objeto que convocaron mi imaginación de lector. Te hablo de los Discos visuales de Octavio Paz; de los ejemplares pentagonales de Pierre Bonard y Alfred Jarry; del libro impreso en cartón reciclado de Ernesto Sábato, y un compendio troquelado de Raymond Queneau, cuyos sonetos pueden ser leídos combinando cada verso, en un juego literario que reproduce hasta cien mil millones de nuevos poemas”.
Oírlo hablar, perdiéndose en aquellos recuentos, me llevaron a admirarlo en su pasión y espiritualidad; en su amor al arte y a la música, siempre dejando abierta de par en par la puerta de una desparramada imaginación.
“Fuimos inoculados con el veneno de la vida cotidiana, y mi táctica de subversión, querido amigo, -mi antídoto-, fue llevarle la contraria al mundo a través de la literatura”.
Yo le revelé que a mí me ocurría otro tanto; que a veces me exasperaba no tener acceso a una vida extraordinaria, excepcional; que había comprendido, como él, que la única forma de sacudir lo cotidiano era con las palabras, enfrentando la banalidad de los días, -su ruido de fondo-, escribiendo todo de nuevo, interrogando con saña aquellas cosas que habían dejado de sorprenderme.
Se le iluminaron los ojos. “Exacto, -me dijo-. Todo esto no es más que la necesidad de tomar a la vida cotidiana y estrellarla con rebeldía contra los objetos moldeados por el sentido común y la normalidad. No basta con respirar, caminar, abrir las puertas, bajar o subir las escaleras, sentarnos a la mesa para comer, acostarnos en la cama para dormir o hacer el amor. Para vivir, -o sobrevivir, si preferís-, debemos estar atentos a aquellos sucesos reales o fingidos que posean el atributo secreto de irradiar algo más de sí mismos. Un banal episodio doméstico debe ser capaz de convertirse en el riguroso epítome de un evento trascendente de nuestra condición humana”.
“¿Como en la impostura de lo narrado en Conducta en los velorios o en la historia sorprendente de los espejos en la Isla de Pascua?”, le interrogué.
“El espejo es un cronopio, irreverente, imprevisible, poético”, me respondió, arrastrando las “erres” como el ciudadano francés que había devorado al escritor argentino.
Otro trago leve de café y una calada al cigarrillo lo remontaron a un pasado remoto.
“Por ejemplo, de niño, mi infancia fue cernida por la fantasía. Con una hipocondría que no era más que una excusa para inventarle ficciones a la realidad, encontraba enfermedades en donde no las había. Un día, una ligera molestia en la garganta se convirtió en la obsesión de unos pelos que crecían sin razón y me obligaban a toser y a hacer arcadas para vomitar, por temor, -según pensaba entonces-, de que alguna de aquellas delgadas serpientes pudiera llevarme a la muerte”.
“Sin poder racionalizarlo en mi ignorancia de niño, me di cuenta oscuramente de que mi noción de lo fantástico no tenía nada que ver con la noción, por ejemplo, de mi hermana o de mi madre. Descubrí que yo me movía con naturalidad en el territorio de lo fantástico sin distinguirlo demasiado de lo real”.
“De eso a la ficción puesta en tus libros sólo hubo un paso”, le dije.
“Efectivamente. Mis libros se convirtieron en el instrumento para entrecruzar de lo cotidiano a lo fantástico. Incluso hasta en el amor…”.
Se quedó mirando un largo rato por la ventana. Inhaló a través del humo del tabaco el aire bohemio del apartamento, y mientras escuchaba el solo de Charlie Parker clamando en su saxo, casi murmurando me dijo: “El amor, che, es un rayo que me partió los huesos, dejándome estaqueado en la mitad de la calle”.
Entonces sacó de su portafolio cuatro fotografías. Las imágenes aparecidas oportunamente me hicieron pensar en que aquél encuentro con Julio había sido programado por una voluntad ajena a nosotros.
“Esta es una foto con Aurora Bernárdez, en la que parezco un muñeco grande de ventrílocuo, con un rostro congelado de niño. En esta otra estoy con Ugné Karvelis, en la que ambos posamos, sabiéndonos observados y admirados, para una página de revista de sociales. En ésta, estamos Carol Dunlop y yo, retratándonos en vísperas de la muerte; y esta última es una foto inédita, de ficción, en la que se eternizó a La Maga, -ya sabés-, la de Rayuela. Estos fueron algunos de mis amores, ideales inalcanzables, etéreos; espejos en los que me vi la cara”.
Del café pasamos a una copa de vino. Comimos higos y quesos. Y evocamos, así como su capacidad para sobrevivir al aburrimiento y a los lugares comunes, también las coincidencias humanas que él y yo compartimos.
“¿Y la muerte, Julio?”.
“Tengo la impresión de que soy inmortal. Sé que no lo soy, pero la idea de la muerte no me molesta y tampoco le tengo miedo. Recuerdo cuando Carol me consiguió desmayado en un charco de sangre en una de las habitaciones de la casa. No pude sospechar que aquella linda muchacha, a la que me había entregado con toda la ternura de la que fui capaz, moriría antes que yo, como si hubiese tenido que adelantarse a pagar una deuda impostergable con la naturaleza. Yo también la pagué después, como tendrás que hacerlo vos”.
Fue entonces cuando nos dimos cuenta de que su visita había sido un acto inesperado, y, por lo tanto, sorprendente, pues Julio y yo nunca nos habíamos conocido. Llegado a este punto, una dosis de pasmo y perplejidad nos hizo bajar la mirada casi con vergüenza y disimulo, pues experimentamos la impresión de quien ve de pronto en la calle a alguien a quien se había acostumbrado a pensar muerto y enterrado.
En ese justo instante, sin comprender cómo había ocurrido el prodigio, de que dos perfectos extraños se encontraran como viejos amigos capaces de ir de lo sublime a lo prosaico, la plática fue perdiéndose en la invisibilidad.
Julio encendió otro cigarrillo por enésima vez, aspirándolo con fuerza, hasta dejarnos fundidos como dos siluetas recónditas en el velo espeso y triste de un banco de niebla.
Fotografías de Chema Madoz, excepto la de Julio Cortázar
José María Rodríguez Madoz (Madrid, 20 de enero de 1958), es un fotógrafo español, Premio Nacional de Fotografía en el año 2000. Ese mismo año la Bienal de Houston Fotofest le reconoció como «Autor destacado». Su obra sobrepasa las fronteras españolas llegando no solo a la ciudad norteamericana, sino también hasta el Château d’Eau de Toulouse (Francia). Recibió el premio Higashikawa en Japón.
Rafael Simón Hurtado. Escritor, periodista. Fue Jefe de Edición de Tiempo Universitario, semanario oficial de la Universidad de Carabobo. Director-editor fundador de las revistas Huella de Tinta, Laberinto de Papel, Saberes Compartidos, los periódicos La Iguana de Tinta y A Ciencia Cierta, y la página cultural Muestras sin retoques. Premio Nacional de Periodismo (2008), Premio Nacional de Literatura Universidad Rafael María Baralt (2016), Premio Municipal de Literatura Ciudad de Valencia, (1990 y 1992). Ha publicado los libros de ficción Todo el tiempo en la memoria y La arrogancia fantasma del escritor invisible y otros cuentos; y de crónicas, Leyendas a pie de imagen: Croquis para una ciudad. Ha hecho estudios de Maestría de Literatura Venezolana en la Universidad de Carabobo.
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