Barricada, el cuento de Rafael Simón Hurtado, retrata una ciudad de ficción en la que sus habitantes asisten a su deterioro paulatino, sistemático y continuado. A tal extremo sufren la pesadumbre del menoscabo que hasta los maniquíes y las estatuas salen a protestar.
Imagen Jean-Luc Courcoult.
Las barricadas puestas a estorbar el paso de la gente, exigían la renuncia del presidente. A contraluz, la enorme mole irregular silueteaba la orgullosa deformidad de una turba levantisca. Desde aquí se podía ver cómo la armaron, cómo trazaron aquella geometría contrahecha al compás de las notas poderosas de un himno revolucionario. Los manifestantes, a juzgar por los enseres con los que fueron proveyendo las barricadas, estaban al borde de la desesperación, pues, para armar los parapetos inutilizaron el mobiliario de sus hogares, de las plazas públicas y de los comercios.
De las entrañas de sus casas sacaron muebles, computadoras, colchones, cocinas, ollas, lavamanos, fregaderos; de las plazas, arrancaron adoquines, talaron árboles y rompieron los bancos de madera y cemento; y de los comercios, del interior de carnicerías y bodegas, sumaron al armatoste, neveras, vitrinas y mesones, coreando con la solemnidad de las supremas resoluciones populares, una protesta indignada. Bastaba con que alguna persona se asomara por encima de las barreras, a quejarse por lo que imaginaba una desconsideración ciudadana, para que el grito de catarsis se escuchara poderoso: ¡Fuera vividores!
Es que la ruina material de la vida cotidiana se había colado por debajo de las puertas de las casas, con tan impúdica ostentación y desvergüenza, que finalmente penetró y ocupó los rincones de todas las habitaciones hasta que sacó a los ciudadanos a las calles.
No dejó lugar en donde no se instaló la miseria. Primero fueron los bombillos fundidos por los constantes apagones, después las tuberías rotas y los manillares descompuestos de las puertas. En las habitaciones el friso de las paredes dibujaba mapas de humedad, y del techo, la pintura blanca caía en pequeños desprendimientos de desamparo.
Al principio yo no me había percatado de que había habido un cambio en la actitud de las gentes. Distraído, como era, había seguido el curso de los días de mis vecinos sin darme por enterado de que algo estaba pasando.
Parado como siempre en mi pequeño balcón, observaba con indiferencia el devenir diario de mi ciudad. Miraba sin inmutarme cómo mis vecinos entraban y salían de sus casas y oficinas, cumpliendo una orden habitual y común. Cómo recorrían los mercados mientras comían puntual o apresuradamente en los restaurantes o en las ventas ambulantes, o respondían, en medio del caos de vehículos que hacía tiempo se había saltado cualquier posibilidad de control, al mensaje fragoroso de los comerciantes en los tenderetes.
Domiciliado como estaba en mis vivencias íntimas, no advertía el flujo de comentarios y noticias que hablaban del descontento de la urbe.
Lo primero que cambió fue el lenguaje. Ya nadie ofrecía los buenos días o daba las gracias por obtener algún servicio. La gente decía “a su orden”, pero en verdad no había intención de cumplir con ningún mandato.
En lugar de las palabras se habían impuesto sonidos inarticulados y confusos. Los nuevos sonidos trajeron consigo una especie de fisión, por la que los propios vecinos, en las colas del mercado o en las filas de los bancos, comenzaron a mirarse con sospecha unos a otros. Siempre es igual. Al caos de las palabras lo precede el colapso humano. Si no, recuerden la Torre de Babel, la fábula bíblica que registró el testimonio de la comunicación imposible cuando las voces se confunden.
La Torre de Babel, pintura al óleo sobre lienzo de Pieter Brueghel el Viejo.
Los que gobernaban inventaron una lengua que puso nombre extraño a las cosas que ya existían. Y hubo en este acto tanta vanidad y arrogancia que los hombres, las palabras y las cosas se distanciaron en un mar de confusión iracundo y vengativo. La ruina de la violencia se precipitó sobre la ciudad. Así empezó el trastorno.
Del desbarajuste del suministro eléctrico, la ciudad pasó a la ruina de los drenajes; después al desorden en la recolección de basura y el desconcierto de la vialidad. Comenzaron a escasear los alimentos y el agua potable. Los saqueos se hicieron frecuentes. A diario se veían grupos de personas armando atajos para detener y despojar camiones cargados de comidas. Con desilusión comencé a verlos salir por las puertas de los comercios con el gesto furtivo de quien, con un paquete en cada mano, toma el botín y huye.
Recuerdo la primera vez que vi cómo un grupo de personas penetró en las unidades habitacionales de un edificio de apartamentos vacío. Forzaron las puertas y como no había nadie, se quedaron a vivir allí para siempre.
Este episodio, que antecedió la mañana en que la ciudad amaneció envuelta en un espeso manto gris, vino a acentuar el dolor de las necesidades ajenas. Después cayó la lluvia de cenizas que tiñó el rostro de los transeúntes y se aposentó como un rastro de óxido, moho y herrumbre, en todo artefacto. Las casas envejecieron prematuramente. El agua putrefacta de las cañerías comenzó a salir por los grifos de las aguas blancas, inutilizando las llaves de fregaderos y duchas, y el chorro, perplejo y débil de las pocetas, colmó las tazas hasta mancharlas con el color de las sustancias corruptas.
La luz eléctrica, -enredo de cables que enmarañaba la ciudad invisible en el tejido de su sombra-, ataba comunidades completas al muñón del tendido que salía de los postes, alrededor de los cuales se trenzaba la incertidumbre de los apagones. Si bien el mecanismo se cumplía de acuerdo a una cierta maniobrabilidad que apoyaba las decisiones humanas para impedir que se quemaran los aparatos eléctricos, el fenómeno era de una ejecución tan azarosa que siempre se imponía el desperfecto.
Foto de Alejandro Cegarra.
Los enfermos en los hospitales comenzaron a palpar este deterioro. El alma de las ausencias puso a flotar los cuerpos en el líquido tibio de un aire viciado y a la deriva. Al llegar a las salas de espera uno encontraba una enorme fila de gente que, mientras aguardaba su turno, se entregaba a la redacción de una lista interminable de requisitos que en ocasiones llevaba años. No había piedad ni atenuante para la impaciencia de quienes padecían algún dolor.
Supongo que fue esta sucesiva acumulación de frustraciones la que produjo el cambio en el rostro de las gentes, y después la mudanza en las costumbres. Ya no soportaron más. Salieron a las calles en tropel convencido, dejando sobre el asfalto montículos de escombros. No gritaban, pues habían resuelto emplear la estrategia del silencio como reprobación. El sordo disgusto los llevó a organizarse en filas pétreas frente a los mercados, a empotrarse en las puertas de las farmacias y en las entradas de los bancos en eternas y mudas colas, en una asfixia existencial que los convertía en una congoja de péndulo, en un rumor de marea delirante.
Con sus acondicionadores de aire inservibles y sus neveras vacías y abiertas de par en par, montaron barricadas teatrales. Las bicicletas de los niños, ancladas en el último pedaleo sin suspiro de unos desinflados cauchos, se encadenaron al abandono de cocinas eléctricas, y sobre los derribos, ondeando como ventanas negras de ojos de ciego, las pantallas de TV simulaban un gran videowall.
Fue cuando vi que de las vitrinas de las tiendas de ropa cientos de maniquíes escaparon para espesar la manifestación humana. Las delgadas paredes de vidrio de los escaparates abrieron paso a los cuerpos reanimados, que al cruzar el umbral de los aparadores, abandonaron su condición de objetos y mercancía. De los depósitos emergían cientos de caras y ojos que parecían desafiar la vida. Se homologaron con los vivos, igualándose en privilegios. De meras exhibiciones públicas, se transformaron en briosos cuerpos del paisaje. Incluso, se movían con mucha más agilidad que las estatuas que también habían bajado de sus pedestales. Al ocupar los nuevos espacios, convirtiendo en carne y hueso viejos sueños de vida, algunos –los más osados-, reavivaron los recuerdos fugitivos de aquel mayo de 1968 en Francia; volcando vehículos, vengándose del tráfico, desmembrando la ciudad. Ajustando lo animado con lo inerte; lo dotado de alma, con lo extinto. Yo mismo decidí saltar a la calle, resuelto a vivir las cosas más que a contemplarlas…
Imagen Jean-Luc Courcoult.
DE PRONTO UN DISPARO SALIDO DE NO SE SABE DÓNDE provocó el caos. Aunque intentamos defendernos de los cuerpos antidisturbios, resguardándonos en los parapetos y barricadas, no pudimos escapar a la intemperie de las balas, por lo que debimos huir atropellándonos unos a otros por la irritación de los gases lacrimógenos y el impacto de los perdigones de goma. Luego de que los camiones hidrantes, como grandes ballenas, nos golpearon sin piedad con sus disparos de agua, tuvimos que escondernos con nuestros trajes empapados, dejando calles y avenidas en absoluta soledad. La persecución dejó un rastro de maniquíes como cadáveres de guerra. En sus cuerpos mutilados se esbozaba una mueca de agonía con sangre recubriéndonos la piel.
Después de algunas horas, de casas y apartamentos, un grupo que había observado a buen resguardo estos episodios, comenzó a salir, asomándose tímidamente a las puertas. Salieron a la vía pública con cautela, y tras asegurarse de que ya no había nadie en las esquinas, -ni manifestantes ni policías-, con el impulso de un deseo ingobernable, treparon hasta lo más alto de los montículos de artefactos abandonados para tomar posesión de los tesoros sin dueño.
Un hombre joven se llevó la nevera de dos puertas. Otro, de mediana edad, cargó sin ayuda con el acondicionador de aire. Una mujer morena, embutida en la represa de unos pantalones de lycra, protegió la licuadora con su cuerpo, y un niño en edad adolescente, llevado por sus propias fuerzas, pudo transportarse a sí mismo en el esqueleto reavivado de la bicicleta. Un obrero montado en un pay loader, mientras despejaba las calles partiendo en dos el cuerpo de las barricadas, examinaba el cristal líquido de las pantallas planas.
Imagen Jean-Luc Courcoult.
La ciudad regresó a sus límites. Nada cambió. Las aguas negras siguieron su curso. Los cortes de luz eléctrica administraron sus operaciones entre fallas y racionamientos; el presidente continuó en su cargo, y en los hospitales, el sentido común y la intuición, sucumbieron ante la bofetada de la realidad.
Una fotografía de la primera página del diario resumió lo acontecido: Un anciano, cuyo andar caduco era sostenido por un par de muletas, pudo ¡por fin!, con los huesos de las pelvis de un maniquí tirado en la calle, hacerse sus propias prótesis. Atónitos, mis ojos veían cómo el anciano, con energía inusitada, fracturaba las partes humanas de mi cuerpo, indiferente a mis súplicas, aquellas con las que le rogaba que me dejara aunque fuese un poco de vida.
Imagen Jean-Luc Courcoult.
viernes, 29 de junio de 2018
Barricada
Rafael Simón Hurtado. Escritor, periodista. Fue Jefe de Edición de Tiempo Universitario, semanario oficial de la Universidad de Carabobo. Director-editor fundador de las revistas Huella de Tinta, Laberinto de Papel, Saberes Compartidos, los periódicos La Iguana de Tinta y A Ciencia Cierta, y la página cultural Muestras sin retoques. Premio Nacional de Periodismo (2008), Premio Nacional de Literatura Universidad Rafael María Baralt (2016), Premio Municipal de Literatura Ciudad de Valencia, (1990 y 1992). Ha publicado los libros de ficción Todo el tiempo en la memoria y La arrogancia fantasma del escritor invisible y otros cuentos; y de crónicas, Leyendas a pie de imagen: Croquis para una ciudad. Ha hecho estudios de Maestría de Literatura Venezolana en la Universidad de Carabobo.
jueves, 10 de mayo de 2018
Las calladas maneras de Dios (ficción)
El cuento “Las calladas maneras de Dios”, de Rafael Simón Hurtado, -reconocido con Mención Honorífica en la 2da. Edición del Premio Anual de Cuentos “Salvador Garmendia”. 2017-, pone el acento en el tema del abuso sexual y la violación de menores de edad por parte de miembros de la Iglesia Católica; pero sobre todo, hace énfasis en la cultura del silencio que ha dañado la autoridad moral de la mayor representación de Dios en la tierra. El personaje central de la historia es el mayordomo del Papa, quien narra, en cuanto testigo de excepción, cómo el Papa, suprema autoridad de la Iglesia, sucumbe ante el agobio de los pecados cometidos por la institución que representa..
“Además de la espada y el hambre,
existe una tragedia mayor:
el silencio de Dios,
que no se revela más y parece haberse recluido en su cielo,…”.
JUAN PABLO II
Gracias a mi trabajo tengo el privilegio de oler cada mañana la intimidad del Santo Padre, percibir el rumor de sus pensamientos aun cuando no me mire. Soy el administrador del calor de sus aposentos y mantengo abiertas las ventanas para que el aire ventile el tamo de las alfombras. Mi nombre es Ángelo Gabriele y soy el mayordomo del Papa. Súbdito por decisión propia de las necesidades del hombre más santo del mundo, en quien Dios destinó el cuidado de las almas.
Cuando despierta, lo oigo murmurar una oración matinal con la que compensa un sueño de sobresaltos, y con la que agradece a Dios por sacarlo intacto del infierno de sus pesadillas. Sentado en el borde de la cama ora, y cada vez que lo veo en este entrañable instante, no dejo de sorprenderme de cómo el impulso de sus palabras lo eleva cinco centímetros sobre su cama al encuentro de Dios, en un envión de reconocimiento y amor mutuo.
Lo ayudo a levantarse. Mediante cortos pasos afinca cada pie como si los posara sobre harina cernida. El polvo blanco de la luz que entra por la ventana lo alza sobre el piso, abandonando tras de sí la debilidad de unas sábanas de las que emana la fragancia tenue de su respiración nocturna. De rumbo al baño olvida pedazos de sí mismo: la dentadura en el vaso de agua, sus pantuflas de felpa roja que ocultan unos pies de sangre azul, y el cuerpo ahuecado del pijama, que deja al descubierto unos huesos duros como una armadura.
Cuando entra a la sala de baño, también olvida la puerta abierta. De su interior surge una fosforescencia celestial que ilumina el cuerpo desnudo sentado en la taza del inodoro, desde donde brota el inconveniente de olfatear hasta sus más recónditas secreciones. En virtud de estas visiones, sé de su preferencia por el papel toilette de seda, los jabones de baño chino y el aroma de los perfumes de factura francesa. Sé de la marca de la afeitadora con la que se rasura, y por el vapor que niebla los espejos, sé de su gusto por el agua caliente y la urdimbre y la trama de la toalla con la que seca su fe.
Cuando fui nombrado su mayordomo, elegido como depositario de su confianza de entre un número de mil aspirantes, ya dominaba el servicio de la hospitalidad, pues desde mi temprana juventud me gustó la idea de ayudar a los otros a sentirse bien, a apoyarlos en sus gestiones domésticas. Ello siempre me trajo problemas con mi padre, a quien nunca pude convencer de que mi vocación nada tenía que ver con los atributos de un alma caritativa, o con alguna disposición para la redención o la aprobación constante de los demás. Tampoco escondía una orientación desviada de mis preferencias sexuales. Sencillamente, adoraba el orden y la excelencia, y me complacía anticiparme a la voluntad de todos.
Por eso, cuando supe de la oportunidad de servir al Papa, no lo dudé ni un momento, pues era como alcanzar la plenitud del servicio, aunque eso supusiera abdicar a mi propia vida. Con lo que nunca soñé fue en convertirme en la sombra de aquel cuerpo repleto de tantas angustias, en el testigo principal de una duda esencial ante Dios.
Era frecuente ver su figura concentrada en la quietud y en el silencio de su despacho, que yo vigilaba para que no se vieran afectados sus morosos y sagrados momentos de escritura. Allí dejaba pasar el tiempo y la vida embutido en el sillón, a veces, con los ojos cerrados, como quien piensa mejor en una sombra absoluta; o leía, cavilando en su cama, hasta la hora de la siesta, abandonándose a la vida abstracta con la que gozaba de la ausencia de los relojes.
Fotograma de la película "Habemus Papam".
Cuando lo seguía por los corredores del Vaticano, me parecía caminar en el rastro de aire tenue que dejaba su cuerpo en movimiento, a través del túnel solitario, lento y silencioso de sus pasos. Un pasillo apropiado con el que se ponía a salvo de la angustia de una realidad que lo hacía fingir otra vida. Llegó al extremo de ordenarme el uso de zapatillas de lana sorda, para no oír mis pisadas.
-“La mayor felicidad es la quietud; el silencio”, me decía.
Esta condición la implantaba incluso en sus comidas, en las que la frugalidad hacía de árbitro del placer: Un pequeño, -muy pequeño-, trozo de carne, pescado o pollo, según el día, reposaba mudo en el centro de un único plato, depositado en medianas hojas de lechuga, tomates y frijolitos tiernos. El gusto de una salsa hecha de aceite de oliva y pesto de hierbas, trababa la guarnición. Y una rodaja de pan de almendras, venía a colmar los cuatro bocados que eran pasados con discretos sorbos de vino blanco o tinto, según el trozo de carne previsto en el menú. No había lugar para la sobremesa, pues, por decisión propia, se había negado el recurso de una grata conversación con otros comensales.
De esta manera fui testigo de cómo cada uno de los gestos del hombre a quien llegué a admirar con devoción, anunciaba la anulación de sus facultades perceptivas, poniendo el ego bajo sus pies. Pronto dejó de ver y admirar el paisaje, de oír las melodías sin más auxilio que su memoria, de olfatear los aromas de su propio cuerpo, o de sentir el contacto de un apretón de manos; mucho menos la confianza de un abrazo.
(Debo advertir aquí que la estampa que ahora registro, sólo desea dejar un dibujo rápido del asombro de haber estado tan cerca del misterio, y haberlo visto develado. De ninguna forma tiene la intención de traicionar confidencialidades ni delatar secretos. No pretendo ingresar a la lista infame que revela una historia de mayordomos desleales, de documentos filtrados y comisiones secretas, ni la de aquellos sirvientes que, amparados en la confianza concedida, denuncian la corrupción que crece bajo la túnica de San Pedro. Mi única intención es delinear el rostro de un ser atormentado, sobre cuyas espaldas pesaba el fardo de dos mil años de pecado).
Mi primera alarma se produjo una noche, cuando el pensamiento y los sueños del Papa se tocaron en el delirio de la madrugada. Ya se me había advertido del insomnio del Santo Padre, pero no pude evitar sorprenderme y preocuparme cuando lo vi caminando en círculos por toda la habitación, impaciente y tembloroso.
Fotograma de la película "Habemus Papam".
Según me decía, de la oscuridad de su cabeza brotaban las voces reales de la muchedumbre en la plaza de San Pedro. Católicos confirmados en la fe, herejes convertidos por la Iglesia, e infieles iluminados, de pronto, en la verdad divina, atenazados por la elipse de las columnas de Bernini, le reclamaban la absolución de sus propias vilezas y la reiteración de la promesa de la vida eterna. Podía oír con claridad no sólo las voces de la feligresía alrededor del obelisco, sino también la de cada uno de los miembros de todas las congregaciones del mundo. Las palabras le llegaban como murmullos claros e individuales a su cabeza.
Cada noche, cuando el insomnio lo vencía, arrastraba pesadamente las zapatillas de terciopelo, hasta llegar al balcón. Desde allí, se dirigía a una multitud espectral, con los ojos encendidos, los cabellos revueltos y el camisón del pijama empapado en sudor. De frente a la gran plaza vacía, con los tres dedos usados para la consagración papal, bendecía, aterrorizado, a una muchedumbre inexistente. Verlo así, me hacía recordar la fotografía oficial que lo retrató el día de su toma de posesión, cuando, de espaldas en el palco de la basílica, miró emocionado a la vociferante multitud en la plaza, como un coloso que abrazaba a la totalidad de la raza humana.
Durante esas mismas noches de desvelo me llamaba, con un grito ahogado, para buscar sosiego en las infusiones de un té de manzanilla que calmara los sonidos de su pecho.
-“Ángelo, -suplicaba-, no me dejes solo”.
Luego de apagar las luces de su habitación, lo asaltaba el temor a la oscuridad del poder.
La angustia se agudizó cuando abrió en twitter la cuenta: @santopadre, por recomendación de la curia, con la que se pretendía hacer accesible, en una ficción de cercanía, la comunicación del trono pontificio. Disponer de un destino como éste en la red, para él no era sino una indecencia, pues la verdad es que no podría atenderlo personalmente.
-“Hoy los mensajes no pueden ser simplemente transmitidos, deben ser compartidos personalmente, y cuando digo personalmente me refiero a que mi aliento debe empañar el cristal de las miradas”, se quejaba.
Y si a ver vamos, tenía razón, pues con sus múltiples ocupaciones, poco tiempo le quedaría para enviar sus respuestas a los millones de feligreses que le escribirían esperanzados de obtener una bendición o una recomendación, aunque fuesen en textos no más extensos que un versículo bíblico.
-“Además, -decía-, “el dichoso twitter es un trazo de palabras que si bien obra como un susurro mundial, incansable y polifónico, es absolutamente efímero”.
La cuenta casi estalla el día que decidió hacer pública la expulsión de más de cuatrocientos sacerdotes de su ministerio por comprobados casos de abuso sexual a menores de edad. Los mensajes, procedentes de todas partes del mundo, -en italiano, español, alemán, francés, inglés, portugués, polaco, árabe, coreano, chino, africano, ruso, y hasta en latín-, aunque reconocían el valor de su decisión, también exponían al Papa a las críticas más acerbas, denigrándolo en 140 caracteres. Algunos de los mensajes recibidos, en días sucesivos, segundos tras segundos, horadaban la tranquilidad del Sumo Pontífice, pues los trinos aparecían en la pantalla de su celular, escritos con las señas de identidad de los pecadores, con sus nombres y apellidos.
@santopadre El sacerdote Phil G., de Bristol, guarda en su computadora las fotografías de sus estudiantes desnudos.
@santopadre El párroco de Arbizu, Tomás J., desde hace 2 años, abusa de la hija pequeña de Asunción, la esposa del tendero del pueblo.
@santopadre El sacerdote Adão, de Cale, se fugó del país luego de que el padre de un niño de 12 años, lo enfrentó por abusar de su hijo.
@santopadre El cura Ramiro C. hace tocaciones a los pacientes inconscientes en la UCI del Hospital de F., mientras le suministra la unción de los enfermos.
Aquellas voces, globales, inagotables, simultáneas, para nada tuvieron la condición de lo fugaz, por el contrario, más allá de las redes sociales, comenzaron a reproducirse como un sonido ensordecedor en su cabeza. Durante los días, en las homilías y reuniones de trabajo, y durante las noches, en su habitación.
Hubo un caso que lo sacudió, particularmente. El sacerdote John G., de Boston, había abusado de cientos de niños en 30 años de sacerdocio. Además de que la Iglesia debió compensar con millones de dólares en indemnizaciones y terapias a las víctimas, el condenado a cadena perpetua, murió estrangulado por un joven recluso, que según se supo después, había sido uno de los niños violados.
Estos delitos en la Iglesia no eran nuevos. Todos lo sabían. Muchos se lo atribuían a una crisis del celibato sacerdotal, regla ancestral con la que alguna vez se quiso regular la relajación en los hábitos sexuales y la hipocresía de los sacerdotes. Él, en el fondo, -un ser de espíritu monacal, de soledad y oración-, pensaba como el Apóstol Pablo: “Una conciencia cauterizada, promovida alternadamente por el celibato y el divino perdón, puede estimular a los sacerdotes sexualmente hambrientos, a imponerse como depredadores, con ventajas sobre sus víctimas, desde el confesionario”.
Anotó en su diario: “El pecador obstinado, dispensadas una y otra vez sus culpas se hace insensible a las amonestaciones del espíritu, como la piel del animal ultrajado con un hierro ardiente se vuelve duro ante el dolor”.
Un episodio de su propia juventud de seminarista vino como una pesadilla a turbar aún más sus pensamientos. Recordó la vez en la que él mismo fue intimidado con la excomunión por un obispo que visitaba el seminario, si contaba lo que había visto.
-“¡Que el Hijo del Dios viviente te maldiga, si algo cuentas de lo que has descubierto!”, lo amenazó el hombre vestido de sotana, roquete y chal, con una cruz in péctore.
… tuvo que convivir con aquella imagen, que con los años se tornó confusa, decadente, repugnante; que nunca pudo ni siquiera revelar en el confesionario, pues el recuerdo de sí mismo, arrodillado, declarando el asco y la antipatía que le causaban aquella ofensa a Dios, descubierta en el baño del seminario, le imponía la imagen del obispo, como un demonio de hábitos negros, que ofrecía entre sus piernas, debajo del hábito arremangado hasta su cintura, la hostia blanca de la comunión al efebo también arrodillado y desnudo.
Ni la Biblia-ni los Sacramentos-ni la Moral Cristiana-ni la Espiritualidad-ni la Liturgia-ni el Derecho Canónico-ni la Pastoral-ni la Catequesis-ni la Iglesia-ni la Fe-ni Dios-ni Jesucristo, pudieron borrar aquel retrato de su conciencia. Ahora volvía, en imágenes virtuales, a través de la red. Oponiéndose a las virtudes, multiplicándose en excesos, para sobrealimentar el abismo del sexo hasta los límites de la anarquía de la imaginación.
Tenía escrito en su diario: “De manera similar a cómo el gusto puede corromperse por la exuberancia de agresivos sabores, el deleite sexual, hartado por lo erótico, puede hacerse más ofuscado para distinguir la belleza, menos capaz de impresiones nobles y más deseoso de sensaciones artificiosas, que con facilidad llevan al extravío de los sentidos”.
Creo que su nombramiento como Papa llegó para exacerbar estos recuerdos y estas convicciones. Ya era evidente para mí que una marcada distancia interior lo mantenía al margen, incluso de las conversaciones en las audiencias públicas. Era una curiosa manera de excluirse, al ofrecer el vacío como respuesta. No concluía las frases, sonreía con economía, llevaba la inacción hasta el absurdo, como si experimentara un placer morboso en el silencio, ofreciendo la ficción de una subjetividad que había permanecido enclaustrada. Su vocación de silencio se imponía sobre el dominio de la palabra, como si hubiese pensamientos que no necesitasen expresarse.
Registró en su diario: “Voy camino al voto de silencio, pero como una decisión personal y no una penitencia. No usar la voz para no tener que maldecir las inmundicias de una religión que ampara en su claustro al mal; voy, para vaciarme de mí mismo, y así Dios pueda ocupar mi cuerpo plenamente”.
Además del diario escrito, era frecuente verlo conversar también frente a una pequeña grabadora. Muchas veces lo vi sentado en su escritorio levantando el artefacto con la mano derecha, a la altura de la boca, dictando unas confesiones como quien susurra las memorias de sus pecados en un confesionario, -el armario que alguien había calificado en un twitter como “el closet de pederastas y pedófilos”-. Durante estos períodos, que ocurrían durante las primeras horas de la noche, el rostro se desenmascaraba de la amabilidad de las reuniones oficiales, mostrando la facción endurecida, tosca y taciturna de quien sufre calladamente.
Aunque solía guardar el aparato en una gaveta bajo llave, una de aquellas mañanas que olvidó el artefacto sobre la mesa del escritorio, no pude resistir la tentación. Estar tan cerca de las íntimas reflexiones de un hombre como aquél, me hacía creer que, revestido por el manto de la invisibilidad de mi servicio, podía tener acceso a sus pensamientos.
Le di play al grabador. De su interior emergió la respiración de una voz sin el vigor de los sermones, exhausta, dominada por el cansancio y el miedo reverencial de ser oído por Dios.
-“…ni siquiera puedo buscar el auxilio externo que me excuse de mi deber. Padezco de una soledad completa y desconocida. Siento el vértigo de quien hace equilibrios sobre un pedestal. Como Cristo en la cruz”.
Había avisado días antes que necesitaba estar a solas como Jesús lo había estado en el desierto, para encontrar las respuestas a través de la plenitud de la oración. Para ello requería orar en absoluta clausura, por lo que debía recluirse, sin anunciar el lugar en el que lo haría. Debía experimentar las limitaciones del cuerpo y de la mente, mediante el agotamiento, el hambre y el destierro.
La noche que salió rumbo a cumplir con lo propuesto, lo seguí en secreto. Se evadió por los Jardines del Vaticano; cruzó los patios, y abriéndose camino entre los cedros y pinos, dejó tras de sí la gloria de estatuas y monumentos. Ya en la calle, yendo apresurado sobre la silenciosa penumbra nocturna de la ciudad, yo imité sus pasos como una sombra.
La ciudad exhibía todo aquello que él intentaba rechazar: la codicia de riquezas, la soberbia, la satisfacción de los sentidos, y el poder, que en su caso se ofrecía como mezcla de opulencia y frívola gloria humana. El trayecto no tardó más de treinta minutos, a pie, a través de unas calles extrañamente desiertas, pero suficientemente iluminadas. Las luces artificiales enfatizaban el recuerdo de las emblemáticas y sangrientas tragedias del Coliseo romano; traían la evocación de las ambiciones dinásticas de los Borgia y los Médici, y revivían relatos tan vergonzosos como el de los cuerpos herejes quemados vivos en los teatrales juicios de la Santa Inquisición, o el silencio del disimulo papal ante el holocausto judío, desde la víspera misma de la gran guerra.
El templo escogido para la expiación fue una catedral en las afueras cercanas del Vaticano, una construcción antigua que había sobrevivido a terremotos, incendios y reparaciones. Un edificio de altas columnas, pomposos ventanales, con un campanario mudo, en donde se había enseñoreado hacía tiempo un universo de escombros, pero que tenía la particularidad de guardar una reliquia cristiana. El último sismo que había debilitado finalmente sus cimientos, lo inutilizó para las ceremonias religiosas, pero lo preservó para el homenaje de las ruinas sagradas. Las puertas de bronce se mantuvieron abiertas, y por allí pudo pasar el hombre de túnica blanca. Necesitaba sosegar con una oración humilde sus inquietudes, y por eso escogió el menoscabo de un templo muy parecido a él, - piedra envejecida y rota, que resucita para contar su historia.
Ya adentro, el sigilo de sus pasos fue roto por los trozos de vitrales que el viento desprendía como restos mutilados de ángeles, monarcas, vírgenes y santos. Traspasó en absoluto sometimiento los sesenta y ocho metros de largo que iban desde la puerta hasta el altar. Sólo se detuvo cuando alcanzó a mirar los mosaicos de la bóveda que cubrían, con las alegorías de los apóstoles y el rostro de Cristo, el ara cubierta de polvo. Sobre el baldaquino que arropaba la larga mesa, reposaba el relicario de un pedazo de pan enmohecido que había sobrado de la última cena.
Desnudó su cuerpo al frío que entraba por grietas y rendijas, y posó sus pies en el piso de mármol. Luego de tomar de encima de la mesa un Breviario, inició una plegaria. Apretó los ojos mansamente, para escuchar la oración del viento en los callejones de la ciudad; de pie, inmutable, hasta el amanecer, como si el templo fuese el confesionario de sus faltas y su sentencia.
-“Tuya es la palabra que imagina. / Tuyo es el sentido de la luz. / En mi casa no hay puertas ni ventanas, / sino espejos que devuelven la verdad. / Si miento sancióname la trampa / poniendo en mi rostro el pecado malhechor. / No vengo en vano a pronunciar una palabra, / ni a fingir con simulacros el ruego de perdón. / En ti confluyen mis confusiones y amarguras. / En ti consigo el principio de la paz”.
Desde mi punto de observación, alcancé a oír emocionado aquella plegaria, y ver el cuerpo despojado en la losa gélida entregado al propósito de una enmienda, personificada en una impotencia de humanidad.
“El mal existe, Ángelo, y el infierno es su metáfora”, me dijo, haciéndome saber, finalmente, que ya me había visto.
DECIDIÓ RENUNCIAR, a sabiendas de que la decisión provocaría maquinaciones, inquietudes y miedos. En su pobre alma ya no cabía la duda de que el Vaticano era una morada de hienas en cuyas bocas salivaba la traición.
Anotó por última vez en su diario: “Tras examinar ante Dios repetidamente mi conciencia he llegado a la certeza de que ya no tengo fuerzas para ejercer el ministerio. Sacudida mi fe por la merma de la fuerza de mi espíritu, reconozco mi incapacidad…”.
Sobrevinieron después su última audiencia oficial, su último discurso, y la inhabilitación de su anillo de Pescador y su cuenta de twitter, como muestras insignes de la sede vacante. Las campanas de todas las iglesias y basílicas tañeron a la vez el clamor público de la renuncia. Luego vino el traslado temporal a su residencia provisional. Allí se mantuvo aislado, conmigo como pontífice entre él y la realidad.
No oyó el ruido de clausura de los postigos, ni la partida de la Guardia Suiza cuando la custodia fue levantada; no supo del vocerío de la opinión pública, ni de la celebración del cónclave cardenalicio que nombró al nuevo Papa; tampoco pudo oír el torbellino de las alas de los ángeles revoloteando en la cúpula de San Pedro por el golpe del rayo caído como un signo de iluminación desde el cielo.
Sólo pudo escuchar, cuando ya no esperaba nada, mientras oraba en el más absoluto silencio de rendimiento y dolor en la pequeña capilla de su nueva residencia, los pasos tenues de otro hombre vestido de blanco como él.
-“Ore por mí Santo Padre”, le dijo, cuando alcanzó a reconocerlo.
-“Y usted por mí”, respondió el nuevo Obispo de Roma.
Compartieron una breve invocación. Hablaron en voz muy baja, alejados de los oídos indiscretos. Y mirándose, como quienes saben que no se volverán a ver jamás, los dos hombres, en un abrazo blanco y fraterno, se dijeron adiós.
Antes, en susurro de confesión, dijo algo al oído del nuevo Papa. Por un brevísimo y casi imperceptible instante, en esa fracción del tiempo en la que un ojo parpadea por un grano de polvo en el aire, los rostros de ambos se balancearon entre las cuerdas del puente colgante de sus miradas; el puente colgante que se mecía sobre el abismo espiritual por el que uno entraba al templo y el otro salía de él.
La mañana que fui a buscarlo para acompañarlo a la misa privada que celebraría en la capilla de su nuevo departamento, algo había cambiado en la habitación. La cama estaba vacía, e intacta. No fue necesario recoger nada. Todo estaba igual que el día anterior. Cuando traspuse el umbral de la puerta con discreción, vi cómo la luz que se filtraba a través de una claraboya en el techo, había sido tapada con una delicada tela de lino oscuro para apagar los rastros de color. La cámara lucía siniestra; y la penumbra, como un manto de niebla, apenas dibujaba las siluetas de la sotana blanca, la Mitra, el Báculo y la Casulla, puestas en un rincón del cuarto.
Lo hallé en la bañera, en un espacio reducido y húmedo, en medio del vapor del agua caliente, al resguardo de la maldad de los otros, completamente desnudo; flexionada ligeramente la columna, la cabeza sobre el tronco, los brazos sobre un pecho que respiraba tenuemente, y los muslos y las piernas arqueados sobre el abdomen, como si hubiese encontrado el extraviado útero de su madre, del que esta vez no saldría más, y en donde ahora podría pensar en la bondad del mundo; solo, como Dios, en silencio.
“Además de la espada y el hambre,
existe una tragedia mayor:
el silencio de Dios,
que no se revela más y parece haberse recluido en su cielo,…”.
JUAN PABLO II
Gracias a mi trabajo tengo el privilegio de oler cada mañana la intimidad del Santo Padre, percibir el rumor de sus pensamientos aun cuando no me mire. Soy el administrador del calor de sus aposentos y mantengo abiertas las ventanas para que el aire ventile el tamo de las alfombras. Mi nombre es Ángelo Gabriele y soy el mayordomo del Papa. Súbdito por decisión propia de las necesidades del hombre más santo del mundo, en quien Dios destinó el cuidado de las almas.
Cuando despierta, lo oigo murmurar una oración matinal con la que compensa un sueño de sobresaltos, y con la que agradece a Dios por sacarlo intacto del infierno de sus pesadillas. Sentado en el borde de la cama ora, y cada vez que lo veo en este entrañable instante, no dejo de sorprenderme de cómo el impulso de sus palabras lo eleva cinco centímetros sobre su cama al encuentro de Dios, en un envión de reconocimiento y amor mutuo.
Lo ayudo a levantarse. Mediante cortos pasos afinca cada pie como si los posara sobre harina cernida. El polvo blanco de la luz que entra por la ventana lo alza sobre el piso, abandonando tras de sí la debilidad de unas sábanas de las que emana la fragancia tenue de su respiración nocturna. De rumbo al baño olvida pedazos de sí mismo: la dentadura en el vaso de agua, sus pantuflas de felpa roja que ocultan unos pies de sangre azul, y el cuerpo ahuecado del pijama, que deja al descubierto unos huesos duros como una armadura.
Cuando entra a la sala de baño, también olvida la puerta abierta. De su interior surge una fosforescencia celestial que ilumina el cuerpo desnudo sentado en la taza del inodoro, desde donde brota el inconveniente de olfatear hasta sus más recónditas secreciones. En virtud de estas visiones, sé de su preferencia por el papel toilette de seda, los jabones de baño chino y el aroma de los perfumes de factura francesa. Sé de la marca de la afeitadora con la que se rasura, y por el vapor que niebla los espejos, sé de su gusto por el agua caliente y la urdimbre y la trama de la toalla con la que seca su fe.
Cuando fui nombrado su mayordomo, elegido como depositario de su confianza de entre un número de mil aspirantes, ya dominaba el servicio de la hospitalidad, pues desde mi temprana juventud me gustó la idea de ayudar a los otros a sentirse bien, a apoyarlos en sus gestiones domésticas. Ello siempre me trajo problemas con mi padre, a quien nunca pude convencer de que mi vocación nada tenía que ver con los atributos de un alma caritativa, o con alguna disposición para la redención o la aprobación constante de los demás. Tampoco escondía una orientación desviada de mis preferencias sexuales. Sencillamente, adoraba el orden y la excelencia, y me complacía anticiparme a la voluntad de todos.
Por eso, cuando supe de la oportunidad de servir al Papa, no lo dudé ni un momento, pues era como alcanzar la plenitud del servicio, aunque eso supusiera abdicar a mi propia vida. Con lo que nunca soñé fue en convertirme en la sombra de aquel cuerpo repleto de tantas angustias, en el testigo principal de una duda esencial ante Dios.
Era frecuente ver su figura concentrada en la quietud y en el silencio de su despacho, que yo vigilaba para que no se vieran afectados sus morosos y sagrados momentos de escritura. Allí dejaba pasar el tiempo y la vida embutido en el sillón, a veces, con los ojos cerrados, como quien piensa mejor en una sombra absoluta; o leía, cavilando en su cama, hasta la hora de la siesta, abandonándose a la vida abstracta con la que gozaba de la ausencia de los relojes.
Fotograma de la película "Habemus Papam".
Cuando lo seguía por los corredores del Vaticano, me parecía caminar en el rastro de aire tenue que dejaba su cuerpo en movimiento, a través del túnel solitario, lento y silencioso de sus pasos. Un pasillo apropiado con el que se ponía a salvo de la angustia de una realidad que lo hacía fingir otra vida. Llegó al extremo de ordenarme el uso de zapatillas de lana sorda, para no oír mis pisadas.
-“La mayor felicidad es la quietud; el silencio”, me decía.
Esta condición la implantaba incluso en sus comidas, en las que la frugalidad hacía de árbitro del placer: Un pequeño, -muy pequeño-, trozo de carne, pescado o pollo, según el día, reposaba mudo en el centro de un único plato, depositado en medianas hojas de lechuga, tomates y frijolitos tiernos. El gusto de una salsa hecha de aceite de oliva y pesto de hierbas, trababa la guarnición. Y una rodaja de pan de almendras, venía a colmar los cuatro bocados que eran pasados con discretos sorbos de vino blanco o tinto, según el trozo de carne previsto en el menú. No había lugar para la sobremesa, pues, por decisión propia, se había negado el recurso de una grata conversación con otros comensales.
De esta manera fui testigo de cómo cada uno de los gestos del hombre a quien llegué a admirar con devoción, anunciaba la anulación de sus facultades perceptivas, poniendo el ego bajo sus pies. Pronto dejó de ver y admirar el paisaje, de oír las melodías sin más auxilio que su memoria, de olfatear los aromas de su propio cuerpo, o de sentir el contacto de un apretón de manos; mucho menos la confianza de un abrazo.
(Debo advertir aquí que la estampa que ahora registro, sólo desea dejar un dibujo rápido del asombro de haber estado tan cerca del misterio, y haberlo visto develado. De ninguna forma tiene la intención de traicionar confidencialidades ni delatar secretos. No pretendo ingresar a la lista infame que revela una historia de mayordomos desleales, de documentos filtrados y comisiones secretas, ni la de aquellos sirvientes que, amparados en la confianza concedida, denuncian la corrupción que crece bajo la túnica de San Pedro. Mi única intención es delinear el rostro de un ser atormentado, sobre cuyas espaldas pesaba el fardo de dos mil años de pecado).
Mi primera alarma se produjo una noche, cuando el pensamiento y los sueños del Papa se tocaron en el delirio de la madrugada. Ya se me había advertido del insomnio del Santo Padre, pero no pude evitar sorprenderme y preocuparme cuando lo vi caminando en círculos por toda la habitación, impaciente y tembloroso.
Fotograma de la película "Habemus Papam".
Según me decía, de la oscuridad de su cabeza brotaban las voces reales de la muchedumbre en la plaza de San Pedro. Católicos confirmados en la fe, herejes convertidos por la Iglesia, e infieles iluminados, de pronto, en la verdad divina, atenazados por la elipse de las columnas de Bernini, le reclamaban la absolución de sus propias vilezas y la reiteración de la promesa de la vida eterna. Podía oír con claridad no sólo las voces de la feligresía alrededor del obelisco, sino también la de cada uno de los miembros de todas las congregaciones del mundo. Las palabras le llegaban como murmullos claros e individuales a su cabeza.
Cada noche, cuando el insomnio lo vencía, arrastraba pesadamente las zapatillas de terciopelo, hasta llegar al balcón. Desde allí, se dirigía a una multitud espectral, con los ojos encendidos, los cabellos revueltos y el camisón del pijama empapado en sudor. De frente a la gran plaza vacía, con los tres dedos usados para la consagración papal, bendecía, aterrorizado, a una muchedumbre inexistente. Verlo así, me hacía recordar la fotografía oficial que lo retrató el día de su toma de posesión, cuando, de espaldas en el palco de la basílica, miró emocionado a la vociferante multitud en la plaza, como un coloso que abrazaba a la totalidad de la raza humana.
Durante esas mismas noches de desvelo me llamaba, con un grito ahogado, para buscar sosiego en las infusiones de un té de manzanilla que calmara los sonidos de su pecho.
-“Ángelo, -suplicaba-, no me dejes solo”.
Luego de apagar las luces de su habitación, lo asaltaba el temor a la oscuridad del poder.
La angustia se agudizó cuando abrió en twitter la cuenta: @santopadre, por recomendación de la curia, con la que se pretendía hacer accesible, en una ficción de cercanía, la comunicación del trono pontificio. Disponer de un destino como éste en la red, para él no era sino una indecencia, pues la verdad es que no podría atenderlo personalmente.
-“Hoy los mensajes no pueden ser simplemente transmitidos, deben ser compartidos personalmente, y cuando digo personalmente me refiero a que mi aliento debe empañar el cristal de las miradas”, se quejaba.
Y si a ver vamos, tenía razón, pues con sus múltiples ocupaciones, poco tiempo le quedaría para enviar sus respuestas a los millones de feligreses que le escribirían esperanzados de obtener una bendición o una recomendación, aunque fuesen en textos no más extensos que un versículo bíblico.
-“Además, -decía-, “el dichoso twitter es un trazo de palabras que si bien obra como un susurro mundial, incansable y polifónico, es absolutamente efímero”.
La cuenta casi estalla el día que decidió hacer pública la expulsión de más de cuatrocientos sacerdotes de su ministerio por comprobados casos de abuso sexual a menores de edad. Los mensajes, procedentes de todas partes del mundo, -en italiano, español, alemán, francés, inglés, portugués, polaco, árabe, coreano, chino, africano, ruso, y hasta en latín-, aunque reconocían el valor de su decisión, también exponían al Papa a las críticas más acerbas, denigrándolo en 140 caracteres. Algunos de los mensajes recibidos, en días sucesivos, segundos tras segundos, horadaban la tranquilidad del Sumo Pontífice, pues los trinos aparecían en la pantalla de su celular, escritos con las señas de identidad de los pecadores, con sus nombres y apellidos.
@santopadre El sacerdote Phil G., de Bristol, guarda en su computadora las fotografías de sus estudiantes desnudos.
@santopadre El párroco de Arbizu, Tomás J., desde hace 2 años, abusa de la hija pequeña de Asunción, la esposa del tendero del pueblo.
@santopadre El sacerdote Adão, de Cale, se fugó del país luego de que el padre de un niño de 12 años, lo enfrentó por abusar de su hijo.
@santopadre El cura Ramiro C. hace tocaciones a los pacientes inconscientes en la UCI del Hospital de F., mientras le suministra la unción de los enfermos.
Aquellas voces, globales, inagotables, simultáneas, para nada tuvieron la condición de lo fugaz, por el contrario, más allá de las redes sociales, comenzaron a reproducirse como un sonido ensordecedor en su cabeza. Durante los días, en las homilías y reuniones de trabajo, y durante las noches, en su habitación.
Hubo un caso que lo sacudió, particularmente. El sacerdote John G., de Boston, había abusado de cientos de niños en 30 años de sacerdocio. Además de que la Iglesia debió compensar con millones de dólares en indemnizaciones y terapias a las víctimas, el condenado a cadena perpetua, murió estrangulado por un joven recluso, que según se supo después, había sido uno de los niños violados.
Estos delitos en la Iglesia no eran nuevos. Todos lo sabían. Muchos se lo atribuían a una crisis del celibato sacerdotal, regla ancestral con la que alguna vez se quiso regular la relajación en los hábitos sexuales y la hipocresía de los sacerdotes. Él, en el fondo, -un ser de espíritu monacal, de soledad y oración-, pensaba como el Apóstol Pablo: “Una conciencia cauterizada, promovida alternadamente por el celibato y el divino perdón, puede estimular a los sacerdotes sexualmente hambrientos, a imponerse como depredadores, con ventajas sobre sus víctimas, desde el confesionario”.
Anotó en su diario: “El pecador obstinado, dispensadas una y otra vez sus culpas se hace insensible a las amonestaciones del espíritu, como la piel del animal ultrajado con un hierro ardiente se vuelve duro ante el dolor”.
Un episodio de su propia juventud de seminarista vino como una pesadilla a turbar aún más sus pensamientos. Recordó la vez en la que él mismo fue intimidado con la excomunión por un obispo que visitaba el seminario, si contaba lo que había visto.
-“¡Que el Hijo del Dios viviente te maldiga, si algo cuentas de lo que has descubierto!”, lo amenazó el hombre vestido de sotana, roquete y chal, con una cruz in péctore.
… tuvo que convivir con aquella imagen, que con los años se tornó confusa, decadente, repugnante; que nunca pudo ni siquiera revelar en el confesionario, pues el recuerdo de sí mismo, arrodillado, declarando el asco y la antipatía que le causaban aquella ofensa a Dios, descubierta en el baño del seminario, le imponía la imagen del obispo, como un demonio de hábitos negros, que ofrecía entre sus piernas, debajo del hábito arremangado hasta su cintura, la hostia blanca de la comunión al efebo también arrodillado y desnudo.
Ni la Biblia-ni los Sacramentos-ni la Moral Cristiana-ni la Espiritualidad-ni la Liturgia-ni el Derecho Canónico-ni la Pastoral-ni la Catequesis-ni la Iglesia-ni la Fe-ni Dios-ni Jesucristo, pudieron borrar aquel retrato de su conciencia. Ahora volvía, en imágenes virtuales, a través de la red. Oponiéndose a las virtudes, multiplicándose en excesos, para sobrealimentar el abismo del sexo hasta los límites de la anarquía de la imaginación.
Tenía escrito en su diario: “De manera similar a cómo el gusto puede corromperse por la exuberancia de agresivos sabores, el deleite sexual, hartado por lo erótico, puede hacerse más ofuscado para distinguir la belleza, menos capaz de impresiones nobles y más deseoso de sensaciones artificiosas, que con facilidad llevan al extravío de los sentidos”.
Creo que su nombramiento como Papa llegó para exacerbar estos recuerdos y estas convicciones. Ya era evidente para mí que una marcada distancia interior lo mantenía al margen, incluso de las conversaciones en las audiencias públicas. Era una curiosa manera de excluirse, al ofrecer el vacío como respuesta. No concluía las frases, sonreía con economía, llevaba la inacción hasta el absurdo, como si experimentara un placer morboso en el silencio, ofreciendo la ficción de una subjetividad que había permanecido enclaustrada. Su vocación de silencio se imponía sobre el dominio de la palabra, como si hubiese pensamientos que no necesitasen expresarse.
Registró en su diario: “Voy camino al voto de silencio, pero como una decisión personal y no una penitencia. No usar la voz para no tener que maldecir las inmundicias de una religión que ampara en su claustro al mal; voy, para vaciarme de mí mismo, y así Dios pueda ocupar mi cuerpo plenamente”.
Además del diario escrito, era frecuente verlo conversar también frente a una pequeña grabadora. Muchas veces lo vi sentado en su escritorio levantando el artefacto con la mano derecha, a la altura de la boca, dictando unas confesiones como quien susurra las memorias de sus pecados en un confesionario, -el armario que alguien había calificado en un twitter como “el closet de pederastas y pedófilos”-. Durante estos períodos, que ocurrían durante las primeras horas de la noche, el rostro se desenmascaraba de la amabilidad de las reuniones oficiales, mostrando la facción endurecida, tosca y taciturna de quien sufre calladamente.
Aunque solía guardar el aparato en una gaveta bajo llave, una de aquellas mañanas que olvidó el artefacto sobre la mesa del escritorio, no pude resistir la tentación. Estar tan cerca de las íntimas reflexiones de un hombre como aquél, me hacía creer que, revestido por el manto de la invisibilidad de mi servicio, podía tener acceso a sus pensamientos.
Le di play al grabador. De su interior emergió la respiración de una voz sin el vigor de los sermones, exhausta, dominada por el cansancio y el miedo reverencial de ser oído por Dios.
-“…ni siquiera puedo buscar el auxilio externo que me excuse de mi deber. Padezco de una soledad completa y desconocida. Siento el vértigo de quien hace equilibrios sobre un pedestal. Como Cristo en la cruz”.
Había avisado días antes que necesitaba estar a solas como Jesús lo había estado en el desierto, para encontrar las respuestas a través de la plenitud de la oración. Para ello requería orar en absoluta clausura, por lo que debía recluirse, sin anunciar el lugar en el que lo haría. Debía experimentar las limitaciones del cuerpo y de la mente, mediante el agotamiento, el hambre y el destierro.
La noche que salió rumbo a cumplir con lo propuesto, lo seguí en secreto. Se evadió por los Jardines del Vaticano; cruzó los patios, y abriéndose camino entre los cedros y pinos, dejó tras de sí la gloria de estatuas y monumentos. Ya en la calle, yendo apresurado sobre la silenciosa penumbra nocturna de la ciudad, yo imité sus pasos como una sombra.
La ciudad exhibía todo aquello que él intentaba rechazar: la codicia de riquezas, la soberbia, la satisfacción de los sentidos, y el poder, que en su caso se ofrecía como mezcla de opulencia y frívola gloria humana. El trayecto no tardó más de treinta minutos, a pie, a través de unas calles extrañamente desiertas, pero suficientemente iluminadas. Las luces artificiales enfatizaban el recuerdo de las emblemáticas y sangrientas tragedias del Coliseo romano; traían la evocación de las ambiciones dinásticas de los Borgia y los Médici, y revivían relatos tan vergonzosos como el de los cuerpos herejes quemados vivos en los teatrales juicios de la Santa Inquisición, o el silencio del disimulo papal ante el holocausto judío, desde la víspera misma de la gran guerra.
El templo escogido para la expiación fue una catedral en las afueras cercanas del Vaticano, una construcción antigua que había sobrevivido a terremotos, incendios y reparaciones. Un edificio de altas columnas, pomposos ventanales, con un campanario mudo, en donde se había enseñoreado hacía tiempo un universo de escombros, pero que tenía la particularidad de guardar una reliquia cristiana. El último sismo que había debilitado finalmente sus cimientos, lo inutilizó para las ceremonias religiosas, pero lo preservó para el homenaje de las ruinas sagradas. Las puertas de bronce se mantuvieron abiertas, y por allí pudo pasar el hombre de túnica blanca. Necesitaba sosegar con una oración humilde sus inquietudes, y por eso escogió el menoscabo de un templo muy parecido a él, - piedra envejecida y rota, que resucita para contar su historia.
Ya adentro, el sigilo de sus pasos fue roto por los trozos de vitrales que el viento desprendía como restos mutilados de ángeles, monarcas, vírgenes y santos. Traspasó en absoluto sometimiento los sesenta y ocho metros de largo que iban desde la puerta hasta el altar. Sólo se detuvo cuando alcanzó a mirar los mosaicos de la bóveda que cubrían, con las alegorías de los apóstoles y el rostro de Cristo, el ara cubierta de polvo. Sobre el baldaquino que arropaba la larga mesa, reposaba el relicario de un pedazo de pan enmohecido que había sobrado de la última cena.
Desnudó su cuerpo al frío que entraba por grietas y rendijas, y posó sus pies en el piso de mármol. Luego de tomar de encima de la mesa un Breviario, inició una plegaria. Apretó los ojos mansamente, para escuchar la oración del viento en los callejones de la ciudad; de pie, inmutable, hasta el amanecer, como si el templo fuese el confesionario de sus faltas y su sentencia.
-“Tuya es la palabra que imagina. / Tuyo es el sentido de la luz. / En mi casa no hay puertas ni ventanas, / sino espejos que devuelven la verdad. / Si miento sancióname la trampa / poniendo en mi rostro el pecado malhechor. / No vengo en vano a pronunciar una palabra, / ni a fingir con simulacros el ruego de perdón. / En ti confluyen mis confusiones y amarguras. / En ti consigo el principio de la paz”.
Desde mi punto de observación, alcancé a oír emocionado aquella plegaria, y ver el cuerpo despojado en la losa gélida entregado al propósito de una enmienda, personificada en una impotencia de humanidad.
“El mal existe, Ángelo, y el infierno es su metáfora”, me dijo, haciéndome saber, finalmente, que ya me había visto.
DECIDIÓ RENUNCIAR, a sabiendas de que la decisión provocaría maquinaciones, inquietudes y miedos. En su pobre alma ya no cabía la duda de que el Vaticano era una morada de hienas en cuyas bocas salivaba la traición.
Anotó por última vez en su diario: “Tras examinar ante Dios repetidamente mi conciencia he llegado a la certeza de que ya no tengo fuerzas para ejercer el ministerio. Sacudida mi fe por la merma de la fuerza de mi espíritu, reconozco mi incapacidad…”.
Sobrevinieron después su última audiencia oficial, su último discurso, y la inhabilitación de su anillo de Pescador y su cuenta de twitter, como muestras insignes de la sede vacante. Las campanas de todas las iglesias y basílicas tañeron a la vez el clamor público de la renuncia. Luego vino el traslado temporal a su residencia provisional. Allí se mantuvo aislado, conmigo como pontífice entre él y la realidad.
No oyó el ruido de clausura de los postigos, ni la partida de la Guardia Suiza cuando la custodia fue levantada; no supo del vocerío de la opinión pública, ni de la celebración del cónclave cardenalicio que nombró al nuevo Papa; tampoco pudo oír el torbellino de las alas de los ángeles revoloteando en la cúpula de San Pedro por el golpe del rayo caído como un signo de iluminación desde el cielo.
Sólo pudo escuchar, cuando ya no esperaba nada, mientras oraba en el más absoluto silencio de rendimiento y dolor en la pequeña capilla de su nueva residencia, los pasos tenues de otro hombre vestido de blanco como él.
-“Ore por mí Santo Padre”, le dijo, cuando alcanzó a reconocerlo.
-“Y usted por mí”, respondió el nuevo Obispo de Roma.
Compartieron una breve invocación. Hablaron en voz muy baja, alejados de los oídos indiscretos. Y mirándose, como quienes saben que no se volverán a ver jamás, los dos hombres, en un abrazo blanco y fraterno, se dijeron adiós.
Antes, en susurro de confesión, dijo algo al oído del nuevo Papa. Por un brevísimo y casi imperceptible instante, en esa fracción del tiempo en la que un ojo parpadea por un grano de polvo en el aire, los rostros de ambos se balancearon entre las cuerdas del puente colgante de sus miradas; el puente colgante que se mecía sobre el abismo espiritual por el que uno entraba al templo y el otro salía de él.
La mañana que fui a buscarlo para acompañarlo a la misa privada que celebraría en la capilla de su nuevo departamento, algo había cambiado en la habitación. La cama estaba vacía, e intacta. No fue necesario recoger nada. Todo estaba igual que el día anterior. Cuando traspuse el umbral de la puerta con discreción, vi cómo la luz que se filtraba a través de una claraboya en el techo, había sido tapada con una delicada tela de lino oscuro para apagar los rastros de color. La cámara lucía siniestra; y la penumbra, como un manto de niebla, apenas dibujaba las siluetas de la sotana blanca, la Mitra, el Báculo y la Casulla, puestas en un rincón del cuarto.
Lo hallé en la bañera, en un espacio reducido y húmedo, en medio del vapor del agua caliente, al resguardo de la maldad de los otros, completamente desnudo; flexionada ligeramente la columna, la cabeza sobre el tronco, los brazos sobre un pecho que respiraba tenuemente, y los muslos y las piernas arqueados sobre el abdomen, como si hubiese encontrado el extraviado útero de su madre, del que esta vez no saldría más, y en donde ahora podría pensar en la bondad del mundo; solo, como Dios, en silencio.
Rafael Simón Hurtado. Escritor, periodista. Fue Jefe de Edición de Tiempo Universitario, semanario oficial de la Universidad de Carabobo. Director-editor fundador de las revistas Huella de Tinta, Laberinto de Papel, Saberes Compartidos, los periódicos La Iguana de Tinta y A Ciencia Cierta, y la página cultural Muestras sin retoques. Premio Nacional de Periodismo (2008), Premio Nacional de Literatura Universidad Rafael María Baralt (2016), Premio Municipal de Literatura Ciudad de Valencia, (1990 y 1992). Ha publicado los libros de ficción Todo el tiempo en la memoria y La arrogancia fantasma del escritor invisible y otros cuentos; y de crónicas, Leyendas a pie de imagen: Croquis para una ciudad. Ha hecho estudios de Maestría de Literatura Venezolana en la Universidad de Carabobo.
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