viernes, 22 de diciembre de 2017

La Navidad es Fe





I
El Nacimiento de Jesús en Belén es la suprema celebración de un gran amor.

El amor de María y José por el nacimiento de su hijo. Y el amor de Jesús por la humanidad.

La fotografía que encuentra reflejo en aquella imagen con 2017 años de existencia, -la del Niño acostado en el pesebre-, es una señal, diminuta y frágil, humilde y silenciosa, del signo de quienes buscan en el amor, el consuelo necesario a su soledad.

Si nos fijamos bien, en todo pesebre es posible ver que hay una luz que envuelve a Jesús, a María y a José; pero esa luz se hace deslumbrante en la lámpara encendida de la mirada que funda el vínculo entre la Madre y el Hijo.

María, desde su rebozo en capilla sobre su rostro, difunde hacia el niño en su diminuto aposento, una mirada adolescente de luz tan blanca e intensa, que cubre la noche de una hermosa claridad.

Es el recado de amor que una vez que emana de los labios de la Virgen por su hijo, se convierte en mensaje de Madre para todos los seres humanos.

II
Les relataré una pequeña historia, ocurrida hace más 70 años en una apartada población de nuestro estado. Una historia remota, sencilla y anónima, como el caserío donde ocurrió, pero importante por su significado.

En la imagen de esta historia aparece retratada la estampa de una mujer humilde, campesina, que desafía con su delgadez y piel herida por las inclemencias del tiempo, 39 años de vida en privaciones.

En la foto, cuatro niñas esperan poder dormir, en las camas acomodadas de un cuarto hecho de paredes de barro y caña brava, apenas iluminado por una lámpara de kerosén.

Duermen temprano, con la expectación de que se cumpla la promesa de los regalos dejados al pie de sus camas por los Tres Reyes Magos.

La madre, pintada de duros rasgos como el bahareque de la casa, está hecha por dentro, sin embargo, de inusitada ternura.

Es un hogar sin abundancias, y, por el contrario, no poseen ni siquiera una cansada moneda de plata para comprar ningún obsequio.
No obstante, la Madre, más empeñada en el regalo de la ilusión, les cuenta a las niñas historias, mientras aguardan el sueño.

El Niño Jesús ya nació en Belén, -les dice-; y así como él espera el arribo de los Tres Reyes Magos, nosotros debemos también prepararnos para su llegada”.

Por eso recogimos el pasto del monte, -dice la Madre-, para poner debajo de las camas el alimento que comerán los camellos, cuando los reyes vengan a dejarles los regalos”.

Ellos vendrán atravesando el solar, -les dice-, sin dejar ninguna huella por las virtudes del polvo plateado de la luna llena y del soplo frío de la brisa, que no sólo bate las hojas de los árboles y hace titilar las estrellas, sino también borra todo vestigio de presencia milagrosa”.

La Madre describe con fruición la apariencia de los magos.

Quien trae el oro, -dice-, es Melchor, un anciano de blancos cabellos y larga barba, procedente de Europa. Fue él quien ofreció el oro, símbolo de la naturaleza real de Jesús”.

Quien porta el incienso, es Gaspar, un joven de barba oscura, proveniente de Asia, quien honró a Jesús ofreciéndole incienso, insignia de su divinidad”.

Y quien entrega la mirra, -detalla la Madre en la imaginación de las niñas-, es Baltasar, un hombre alto y negro que llega de África, y atestigua a Jesús como un hombre verdadero”.

La fragancia de las matas y las hierbas, cortadas como bocado para los camellos, amplían el ensueño de la historia relatada en la habitación como un cuento para dormir.

El aroma del mastranto, que entra por las ventanas de la choza, con sus cadencias violetas, recuerda las memorias de los días idos.

El viento flota sobre la superficie de la casa, y trae el olor de las cobijas recién lavadas para abrigar la noche.

Y la luna, sembrada en medio de arados y cultivos, fulgura como un regocijo de luz sobre aquel pesebre.

Alimentada la vigilia ilusionada de las niñas, con la historia de los Tres Reyes Magos, ellas no esperan, sin embargo, oro, incienso ni mirra.

A la mañana siguiente, cuando el sol apunta con sus dedos los rostros somnolientos de las pequeñas, la madre entra al cuarto para despertarlas con el anuncio de los regalos que habían depositado sobre los zapatos, los Tres Reyes Magos.

El rostro de la Madre, por un segundo, parece tener una barba ensortijada como un atado de hierbas resecas.

Y en medio de la maravilla de los humildes obsequios (un corte de tela para el vestido; un listón para el lazo de la cabeza; el pomo de ungüentos olorosos, y una muñeca hecha de trapo), un asombro mayor llamó la atención de todas: ¡nada de pastos, ni de hierbas, ni de agua debajo de las camas!

Unos camellos hambrientos y cansados por el extenuante viaje, -sin que sus anchas patas y gruesas caras hicieran sonido alguno-, lamieron hasta sus bocas la savia de las hierbas y los nutrientes del agua.

III
La Navidad es el misterio del amor que nos transforma. La palabra que nos desborda con la buena nueva de salvación.

Es el anuncio definitivo de la cercanía de Dios, con cuya presencia podemos romper las barreras que nos separan.

El Nacimiento de Jesús, expresión de la redención a la que somos invitados, se nos muestra en la estampa de un niño recién nacido en un establo, que protegido por el afecto familiar y la gracia divina, es capaz de sobreponerse a las miserias del mundo, para ofrecernos su existencia y su vida.

Con esta pedagogía sobrehumana, Dios recurre a un plan que penetra sin estridencias en nuestras conciencias, y que nos envuelve de modo silencioso y humilde, como un milagro de la Fe, por el que podemos vislumbrar el portento de Belén.