Foto de Víctor Hernández
a Beatriz
El edificio se quedó callado, sólo el silencio mismo, recostado de las paredes, trasudaba. Vagando por entre corredores semi oscuros o espacios iluminados parecidos a la soledad. Digiriendo todo el temor y todo lo profano. Huyendo del barullo y de los empellones de la multitud. Con los ojos de ella como granos rojos y los dedos resbalando entre las manos. Olvidando la espera y el silencio guardado durante días, y mi sospecha de que aquel acuerdo era un vínculo entre ella y mi temor. Situados frente a la iglesia o frente al infierno. Dejando discurrir sobre el apretado aire un aliento irreverente y ensalivado. Sintiéndonos dueños de cierta algarabía, integrándonos a las sombras para ser iguales a las sombras y a las imágenes fermentadas por el reposo silente. Ahora seríamos diluidos en el conjunto compacto de un escenario barroco.
Antes, la construcción blancuzca nos había parecido impenetrable o por lo menos impropia. Una especie de murallón surgido de las entrañas del musgo apilonado a sus plantas. De eso habíamos hablado muchas veces, y muchas otras pensamos echarnos atrás. Pero mi austeridad claustral y su aspecto celeste ya habían transgredido el plano de lo sagrado.
Aquel envoltorio sencillo brillaba, sin embargo, en la foliación abigarrada de portillos y frontales. Sus luces y sombras habían perdido todo el secreto de sus mármoles. Las ajustadas cúpulas reflejaban en sus lienzos otros rostros y otros actos.
Un molde mundano de asuntos bíblicos. Ahuecado por los ruidos de las hendiduras resecas y recortadas sus formas de acústica conventual por la música atronadora, como amasijo lejano, que brotaba de las bandas.
“Mal sitio para vernos”, dijo ella. Pero su voz desacoplada declinó tras el auge de las risas y de las palmadas en la plaza. Desde aquí podían oírse los gritos ahogados y las carcajadas estridentes y al coro de voces repetir las coplas consagradas esa noche. En fila danzante, uno detrás de otro, prolongaban la fiesta hacia las concavidades nocturnas.
Entramos de una vez y en realidad nos pareció algo así como un teatro. Teníamos otra visión, y a lo largo de unos segundos las manos se apretaron y luego se abandonaron bochornosamente. Allí era casi imposible cualquier comentario, lo que nos situaba en posición de ser precisos con nuestros movimientos y nuestros gestos.
Varias lámparas de metal colgaban en el techo; apenas la sugerencia de luces rojizas. Olores y colores tibios agudizaban la opacidad de la nave. Un armario gigantesco repleto de libros caoba ocupaba uno de los muros laterales; cortinas sepias, desteñidas, adornaban los pies de las efigies, un revoltijo de flores amarillentas permanecía atrincherado en una mesa palidente. La fragancia permanente de una habitación sólo dedicada a la oración: confundido el olor de la esperma, el óxido de las charnelas y el moho de las pilas bautismales, con la reverberación externa, que penetraba a manera de ondas entrecortadas, de los racimos de clavellinas, pinos y violetas, en las oquedades de los blancos quemados.
Instantes después, con su rebozo gris quiso liar mis pasos. Percibí entonces una porción de aire y sus piernas trepar los peldaños finales hacia el altar. Fingió un poco de inocencia, rio otro poco de malicia y brevemente, pero no tan brevemente, mostró intercaladas, dos porciones alborozadas detrás del escote, las que en un momento posterior, fueron pasadas por vino; largamente bañadas en unos copones áureos, labrados de finísimas alegorías, los mismos que en el sagrario, contenían, es la verdad, pues me está prohibido mentir, al Santísimo Sacramento.
Una vez en el altar, impregnados del frufrú abultado de la falda, fuimos descubiertos por el resplandor de luces filtradas-filtradas seguramente desde los largos vitrales. Un temblor de manos enfebrecidas destiló de nuestras formas. Entonces nos besamos en un eclipsamiento apacible y secreto, sobre los encajes del altar, acariciándonos seriamente, desnudos hasta la saciedad, con una ternura entendida y una felicidad recóndita bastante parecida al amor, sin fijarnos en las dimensiones desconcertadas de los rostros contemplativos.
Sucedió que la multitud nos despertó con el primer bostezo de la mañana. La bulla que se armó en los patios sólo fue la prolongación en eco de los gritos producidos en el interior. Cada cual habló, chilló, atronó o vociferó, algunos hasta desgañitarse. Todos quisieron ser testigos de nuestro descuido y, por tanto, se infiltraron entre los bancos y entre las imágenes. No sé en qué momento real sentí toda la afectación necesaria para darme por totalmente despierto. Ella, a mi lado, reposaba aún del cansancio que deja el amor; era para mí la porción viva del mundo en paz. Después, la sorpresa y sus ojos asustados y crecidos en un tiempo confuso y desvinculado a toda escena pasada.
En verdad ninguno de los dos se dio cuenta, debilitados por el arrobamiento, cuando las puertas fueron abiertas. Su cuerpo debió retirarse muy lentamente del mío, entonces sentí la desnudez y una sensación de vergüenza como una misma cosa. Intenté dirigir alguna palabra como quien oficia una ceremonia, simulando una calma y una seguridad que acabaron por parecer descaro. Ella rompió a llorar.
Todos los sonidos presentes llenaron mi memoria de un lugar común y presintiendo para mí un gran espacio, la incluí: Éramos la infantil insinuación de un trozo bíblico. Una serpiente corpulenta descendiendo y desempolvando la impúdica aceptación de un fruto, ¿podrido?
Por todo aquel recinto proliferaron mil Dios míos y otra cantidad igual de “¡Ave María Purísima!” “¡Haber vivido para ver esta monstruosidad!”. “¡Vístete rápido, niña desvergonzada!”. Y en un tremebundo impulso, sacando del alma material de insultos, y cuanto pudiese resonar en la nave de manera que hasta el cielo fuese estremecido, con el infernal virtuosismo de quien está libre-libre de pecado, todos, señalándome con el dedo, vibraron en un incisivo “¡Cura hipócrita!”.
LO PRIMERO FUE MI RESPIRACIÓN opacando los cristales, el espejo, allí, mil imágenes, todo el tiempo en la memoria. En mi interior un desfile interminable de velorios y entierros. Tú acumulada, niña-mujer, siempre igual, desnuda, reflejada, boca, brazos colgando, vientre, ojos. Los sueños haciendo suyo el hilo tenue del equilibrio, una culpa, un acuerdo, un cilicio por penitencia, mil músculos contraídos, una confesión; el pecho, ahí, la boca húmeda, la piel de mi vientre y mi espalda; un color rojizo y salpicada de pústulas horrendas. Despierto y las sombras, una tarde, muchas tardes haciéndose noches, dos círculos borrosos, una profanación, “ven, toca mi vientre, aquí dentro tengo a tu hijo”. Salve Regina, mater misericordiae, “No olvides nunca que te quiero”. Descalzo, colgando, ya lo dije, sin importarme nada.
El domingo la misa no pudo celebrarse como siempre. Sin embargo, allí estaba yo, entre cien bancos quemados y figuras de santos muertos en los costados; sudando frío bajo la forma negra y acampanada. Más allá, estaba ella, quieta, callada, distendida por la tensión del rito. Allí estábamos los dos, como antes, juntos, bajo las bóvedas adornadas de pasajes bíblicos, colgados de unas tiras gruesas de cuero.
Fuente: Todo el Tiempo en la Memoria, de Rafael Simón Hurtado. Fondo Editorial Predios, Ediciones Huella de Tinta.
domingo, 1 de septiembre de 2013
Todo el tiempo en la memoria (relato)
Rafael Simón Hurtado. Escritor, periodista. Fue Jefe de Edición de Tiempo Universitario, semanario oficial de la Universidad de Carabobo. Director-editor fundador de las revistas Huella de Tinta, Laberinto de Papel, Saberes Compartidos, los periódicos La Iguana de Tinta y A Ciencia Cierta, y la página cultural Muestras sin retoques. Premio Nacional de Periodismo (2008), Premio Nacional de Literatura Universidad Rafael María Baralt (2016), Premio Municipal de Literatura Ciudad de Valencia, (1990 y 1992). Ha publicado los libros de ficción Todo el tiempo en la memoria y La arrogancia fantasma del escritor invisible y otros cuentos; y de crónicas, Leyendas a pie de imagen: Croquis para una ciudad. Ha hecho estudios de Maestría de Literatura Venezolana en la Universidad de Carabobo.
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