martes, 2 de agosto de 2011

Quemar libros


Foto de Thomas Luke Mason

¿Qué tenían escrito las tablas de Babilonia, los pergaminos de Alejandría, los documentos de Constantinopla, los libros de Córdoba o los códices de Tenochtitlán para excitar su metódica destrucción? ¿Quién podía beneficiarse con el menoscabo de sus saberes reducidos a cenizas? La historia de los libros consumidos por las llamas, es la crónica de una asombrosa confabulación de pequeñas conspiraciones que, en su conjunto, persiguen un mismo colofón: la destrucción del conocimiento.

En Fahrenheit 451, la novela de Ray Bradbury, una dictadura mundial decreta que se quemen todos los libros del planeta. A partir de la inexistente evidencia de que los libros hacen desdichados a los seres humanos, una legión de bomberos incendiarios arrasa bibliotecas, saquea las casas y enciende fuego a todo aquello que impreso en negro sobre blanco.

No obstante, un grupo de heroicos lectores, que se resisten a ser despojados de los libros, toman a su cargo la memorización de lo destruido. Así, un hombre será La Ilíada, una mujer mudará en El Decamerón, otros, asimilarán al pie de la letra El Quijote, o las tragedias de Shakespeare, hasta que al fin, su obstinación rebelde protegerá lo mejor que ha creado la especie humana, contribuyendo a la caída de la opresión y la intolerancia.

Es verdad, y la historia lo ha demostrado. Toda ideología –política, religiosa o filosófica- sustentada en el fanatismo de su verdad -propia, única y excluyente-, es, por definición, bibliófoba: le indigesta los libros y busca su desaparición. Porque los libros son vías para el conocimiento. Y el conocimiento es un enemigo superior de aquellos que exigen confianza ciega, acatamiento mudo y subordinación sin límites.

Quizás hoy sea poco factible toparse con una hoguera de libros. Tal vez sea difícil imaginar a un tribunal inquisidor decidir sobre este o aquel volumen. Pero, aun así, se sigue intentando su destrucción. Los modos han cambiado: ahora se apela a la superproducción, al veto oficial, a la censura, a la tecnología y a la banalización. Y no será necesario quemar libros si nuestras comunidades comienzan a llenarse de gente que no lee.

Pero, los humanos libros, valientes y eternos, perdurarán mientras exista alguien que sepa que son una caricia que fortalece el espíritu, y comprenda que la palabra que los habita es perpetua e invencible.

Que nadie, en ningún lugar, esconda del fuego un sólo libro. Y si sucede, siempre nos quedará el consuelo de saber que cuando la llama se apague, el libro resucitará, indemne, de entre sus cenizas.