Foto de José Antonio Rosales.
Cuando un fotógrafo de arte hace un clic con la cámara toda su sensibilidad se hace visible: pesa, toca, acaricia, sosteniendo el mundo con los ojos. Su material expresivo es la imagen cargada de significado y corporeidad. El fotógrafo, en un alarde de técnica y sentimiento, da nueva consistencia a las cosas del mundo real. En el gozo de capturarlas pone en medio, entre la realidad y la percepción, la metáfora, ese camaleón de la imagen que se mimetiza en un arco iris semántico. Las metáforas viajan al núcleo del ojo, dan lustre a las formas desgastadas por el uso, arrojan sus redes de asociaciones y unen lo semejante y lo diverso. En el fotógrafo se produce un relámpago de intuiciones que es la llave que abrirá nuestro espíritu a la contemplación de la verdad y belleza que habitan en cada uno de los rincones de lo aparente y lo oculto.
Cuando la imagen da en el blanco a través de la metáfora, los objetos más comunes, las situaciones más triviales se muestran en toda su complejidad: por el ojo de la aguja del artefacto cotidiano pasan, no sólo el dromedario bíblico, sino árboles erguidos, casas como catedrales y expediciones al mundo invisible.
Esto es lo que se observa en la muestra fotográfica de José Antonio Rosales, quien vio en la urbe histórica de Coro, en el estado Falcón, la mirada que no olvida la esbeltez de los campanarios blancos, las paredes azules y rosadas de los conventos y la suavidad de las arenas desplazadas por los vientos. La mirada de José Antonio Rosales retrató las iglesias, la vegetación en las cúpulas, y las fachadas petrificadas de jardines. Las iglesias le brindaron sus secretos, aunque sin los ritos y misterios de la religión. A la visión de su cámara se le ofreció la comunión de una particular soledad. “Era como estar a la entrada de un túnel con el que se perfora el tiempo”, dice.
En arawaco -lengua indígena- Coro significa “viento”. El mismo viento ancestral que a cualquier hora estalla en los muros rojos, respirando un sol de piedra. Santa Ana de Coro, que es su nombre oficial, fue declarada Monumento Nacional y Patrimonio Histórico de la Humanidad por la UNESCO en 1993, por la belleza de su arquitectura colonial que, impecable y escultórica- rezuma las virtudes del pasado.
Coro, o Santa Ana de Coro, fue la primera capital de la Provincia de Venezuela, y fue la segunda ciudad fundada por los españoles en el año de 1527.
Las casas en esta ciudad parecen templos y los templos, santuarios que levitan por encima del adormecimiento. Son escenarios para la remembranza espaciosa, aun en medio de sus columnas, arcos y corredores. “Esta visita, dice Rosales, me renovó la piel, por ese viento circular que hurga por encontrar las razones de las continuas agitaciones de nuestro pasado”.
Silencioso y perseverante, anduvo con su cámara por interminables galerías y pasillos, absorbiendo el eco de las paredes restauradas, en una ciudad antigua de piedras. En esta capital los colores se esfuerzan en la memoria y sus encarnaciones, mientras el mediodía estalla en pedazos, en badajos de bronce desde los campanarios, que la cámara de José Antonio junta, para luego verterlos intactos.
Allí están la Casa de las Ventanas de Hierro, el Museo Diocesano, con su arte religioso, y el Museo de Arte de Coro. El Balcón de los Arcaya, edificio de dos pisos que sirve como sede al Museo de Cerámica Histórica y Loza Popular. La Casa de los Soto, que descuella por la fuerza de sus tonos. Desde todos los ángulos, la cruz que corona el campanario de la Catedral, vuela en la mirada. En la iglesia de San Clemente, la Cruz recuerda la madera del cují bajo el cual se celebró la primera misa de la Provincia de Venezuela.
Las reliquias inventan, en la soledumbre, charcos irreales de una luz que se abre en un espacio diáfano. Entre el hacer y el ver, José Antonio Rosales, eligió imágenes para ser habitadas por el lenguaje de los ojos.
“Me propongo explorar territorios transitados desde mi propia intimidad, paseándome por parajes públicos, que he visto antes, viéndolos de nuevo”.
En José Antonio Rosales la imagen se acumula en su mirada como las arenas nómadas de las dunas. En él la fotografía es como la acción constante del viento sobre las rocas. El soplo se desplaza continua, constantemente y por un período largo sobre las piedras; hasta partirlas en pedazos muy pequeños para convertirlas en imágenes.
Cuando la imagen da en el blanco a través de la metáfora, los objetos más comunes, las situaciones más triviales se muestran en toda su complejidad: por el ojo de la aguja del artefacto cotidiano pasan, no sólo el dromedario bíblico, sino árboles erguidos, casas como catedrales y expediciones al mundo invisible.
Esto es lo que se observa en la muestra fotográfica de José Antonio Rosales, quien vio en la urbe histórica de Coro, en el estado Falcón, la mirada que no olvida la esbeltez de los campanarios blancos, las paredes azules y rosadas de los conventos y la suavidad de las arenas desplazadas por los vientos. La mirada de José Antonio Rosales retrató las iglesias, la vegetación en las cúpulas, y las fachadas petrificadas de jardines. Las iglesias le brindaron sus secretos, aunque sin los ritos y misterios de la religión. A la visión de su cámara se le ofreció la comunión de una particular soledad. “Era como estar a la entrada de un túnel con el que se perfora el tiempo”, dice.
En arawaco -lengua indígena- Coro significa “viento”. El mismo viento ancestral que a cualquier hora estalla en los muros rojos, respirando un sol de piedra. Santa Ana de Coro, que es su nombre oficial, fue declarada Monumento Nacional y Patrimonio Histórico de la Humanidad por la UNESCO en 1993, por la belleza de su arquitectura colonial que, impecable y escultórica- rezuma las virtudes del pasado.
Coro, o Santa Ana de Coro, fue la primera capital de la Provincia de Venezuela, y fue la segunda ciudad fundada por los españoles en el año de 1527.
Las casas en esta ciudad parecen templos y los templos, santuarios que levitan por encima del adormecimiento. Son escenarios para la remembranza espaciosa, aun en medio de sus columnas, arcos y corredores. “Esta visita, dice Rosales, me renovó la piel, por ese viento circular que hurga por encontrar las razones de las continuas agitaciones de nuestro pasado”.
Silencioso y perseverante, anduvo con su cámara por interminables galerías y pasillos, absorbiendo el eco de las paredes restauradas, en una ciudad antigua de piedras. En esta capital los colores se esfuerzan en la memoria y sus encarnaciones, mientras el mediodía estalla en pedazos, en badajos de bronce desde los campanarios, que la cámara de José Antonio junta, para luego verterlos intactos.
Allí están la Casa de las Ventanas de Hierro, el Museo Diocesano, con su arte religioso, y el Museo de Arte de Coro. El Balcón de los Arcaya, edificio de dos pisos que sirve como sede al Museo de Cerámica Histórica y Loza Popular. La Casa de los Soto, que descuella por la fuerza de sus tonos. Desde todos los ángulos, la cruz que corona el campanario de la Catedral, vuela en la mirada. En la iglesia de San Clemente, la Cruz recuerda la madera del cují bajo el cual se celebró la primera misa de la Provincia de Venezuela.
Las reliquias inventan, en la soledumbre, charcos irreales de una luz que se abre en un espacio diáfano. Entre el hacer y el ver, José Antonio Rosales, eligió imágenes para ser habitadas por el lenguaje de los ojos.
“Me propongo explorar territorios transitados desde mi propia intimidad, paseándome por parajes públicos, que he visto antes, viéndolos de nuevo”.
En José Antonio Rosales la imagen se acumula en su mirada como las arenas nómadas de las dunas. En él la fotografía es como la acción constante del viento sobre las rocas. El soplo se desplaza continua, constantemente y por un período largo sobre las piedras; hasta partirlas en pedazos muy pequeños para convertirlas en imágenes.