La ciudad no es solo una construcción material y física, también es un espacio que alberga pensamientos, creencias y hábitos que dan testimonio de las identidades y las personas que se apegan a lo urbano. La ciudad es un ser vivo en constante mutabilidad, que respira en medio del caos y la violencia; que revela con frecuencia los estigmas de una mayor pobreza de los sentidos.
No obstante, las ciudades, como poderosos imanes, atraen una raza políglota y abigarrada que se concentra y contradice en una crisis permanente, en vista de que su cultura, es, exclusivamente, un manual escrito para burócratas, de leyes, ordenanzas y arreglos municipales, a los que les falta un poco de poesía.
En una ciudad como ésta -aparato y artificio-, llamada Caracas, conversamos, en un café de Sabana Grande, con el escritor y poeta Leonardo Padrón, que resultó, aun en medio del fragor de la ciudad, extrañamente llena de encanto.
¿Qué canción, qué cicatriz y qué calle son Balada, Tatuaje y Boulevard?
Balada es la canción del desamor, es la cicatriz de la ausencia y es la calle del regreso a mí mismo. Tatuaje es la canción de la celebración de mi propio territorio, es la cicatriz de lo eterno, porque la ciudad está en mí para siempre, y es mi calle de todos los días. Boulevard es una suerte de guitarra eléctrica a ras con el infierno, es el dolor de querer a esta ciudad, y no es una calle, es un sótano que está debajo de todas las calles de esta ciudad.
Ya he expresado en otras ocasiones que me recorren dos obsesiones temáticas: la revelación de lo femenino y la aprehensión de lo urbano como espacio estético. En Balada el discurso verbal está orientado hacia la celebración de lo femenino y exhibe una escenografía: la ciudad. Y si bien Tatuaje y Boulevard son dos libros que están contando la ciudad o explorando la ciudad, en cuanto fenómeno estético, y a la experiencia vital que es vivir en ella, Tatuaje, por su lado, es un libro que posee una mirada más luminosa de la ciudad, en donde se establece una relación más idílica, es un libro con el que intento, podríamos decir, una mirada desde el lado de la calle en la que pega el sol; mientras que Boulevard es un libro más descarnado, más frontal con lo que podríamos llamar el Apocalipsis de la ciudad. Yo no quería evadir esa ciudad que nos enajena y violenta. Boulevard intenta atravesar esa ciudad, descifrarla y testimoniar esa rudeza.
La impresión que me produce la lectura de tus textos es la de un amante que transpira una imponente resaca en medio de un día asoleado. Un hombre que tiene la fortuna de amanecer siempre con una mujer hermosa, en medio de la dicha o la desdicha de una urbe personal de la que no puede escapar.
Estoy totalmente de acuerdo con eso. En este sentido convoco las palabras de Borges, en cuanto a que no hay mejor escritor que el dolor. La felicidad es un signo de admiración que anda por las calles y no se puede sentar a escribir. Los signos de admiración andan viviendo su euforia. El dolor, por el contrario, tiene una capacidad reflexiva que hace que uno se sumerja en sí mismo y haga las preguntas más terribles, las más solemnes, las más peligrosas, y explore las vías posibles para conseguir las respuestas. Una de esas grandes vías es el idioma, es la poesía. Por eso, cuando tengo etapas de plenitud existencial, sé que eso me llevará después a etapas de silencio creador.
En vista de las “crueles oraciones de la que está hecha”, ¿Caracas facilita o dificulta la comunicación?
Se suele decir que las grandes metrópolis son caldo de cultivo de grandes soledades. En uno de mis textos, en el libro Tatuaje, me refiero a los verdaderos solitarios de las ciudades; el poema dice: Los verdaderos solitarios no están, esquivos, en las / salas oscuras de los cines / ni en el rincón último del bar. / Los verdaderos solitarios gritan a todo pulmón, / bailan sin rubor, se dejan entrevistar, hacen públicos sus amores / recitan sus desdichas. / Son / de la soledad, su escándalo. Es una paradoja, ciertamente, una paradoja que podríamos enlazar con aquél lugar común que expresa que el hacinamiento de personas genera silencio en el alma, un hacinamiento que conlleva un ritmo de vida vertiginoso, que hace que tus jerarquías se establezcan de manera errónea, inclinándote a saldar el día con las diligencias del pragmatismo y no con las diligencias del espíritu, y entre las diligencias del espíritu está la de comunicarte con los demás. La verdadera comunicación es esa con la que podemos asumir la laxitud del tiempo, paladear las palabras, los silencios, las bebidas, los desamores. Pero andamos, por el contrario, en una dialéctica entre el silencio y la comunicación, en la que muchas veces gana la incomunicación en nuestras ciudades.
Crees, como algunos afirman, que la manera de transformar la ciudad es pasando una especie de tábula rasa que modifique las actitudes contaminantes y agresivas que la apabullan, aun a costa de exterminar con ello a sus habitantes.
Pensemos por un momento que eso sea posible, y podamos hacer tábula rasa, por ejemplo, con los barrios y con los cerros de Caracas; ese espacio que se “recupera”, y que será, posteriormente, un espacio hermosamente urbanizado, ¿por quién será habitado? Cada ciudad está hecha por el carácter de sus habitantes. La ciudad primero está en la mente, por lo que creo que con lo que habría que hacer tábula rasa es con la actitud con la que hemos asumido la palabra ciudad. Tenemos, en primer lugar, que asumir con mayor conciencia el sentido colectivo y de civilización que entraña esa palabra.
Por otro lado, también es verdad que Caracas ha sido tan mal gerenciada, que se ha convertido en una hija de la anarquía, que propicia, obviamente, el caos y la incomunicación. Vive en un permanente estado de enervamiento, con la piel herida, a la que no hay que tocar mucho, y a la que habría que querer desde lejos. Creo, en todo caso, que esas heridas han sido causadas, más que por razones socioeconómicas, por una gran escasez de imaginación de la gente que ha gerenciado la ciudad. No sé si les ha faltado mundo o sensibilidad. Muy pocas ciudades tienen las virtudes geográficas que posee Caracas, como el hecho de tener una montaña como El Ávila que la preside de manera magnífica, por ejemplo. Por todo lo anterior, pienso, que quienes erraron han sido aquellos que han tenido el poder de moldearla y no lo han hecho.
En todo caso, sigo apelando a la inmortalidad de la imaginación, por lo que espero que en algún momento esta ciudad tenga la dicha de contar con la gente adecuada para hacer lo adecuado. No podemos abandonar ese deseo, porque al hacerlo ya sólo nos quedará la fatalidad, la desesperanza, la resignación, sentimientos que definitivamente no podemos permitirnos los venezolanos.